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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (63 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—¡Vamos, te cogeremos!

El chico dudó un momento, pero cuando iba a saltar se oyó una nueva descarga de los mosquetes. El rostro de Marcos se quedó congelado en una mueca de dolor, y su cuerpo suspendido en el aire en ángulo antinatural antes de desplomarse hacia la calle. Josué y Sancho lo atraparon al vuelo, evitando que cayese de cabeza contra los adoquines. El negro le apoyó la cabeza contra el pecho y miró a su amigo con preocupación.

«Aún respira, pero muy débil», dijo.

—Saldremos de ésta, Marcos. Ya lo verás —dijo Sancho cogiéndole la mano.

Josué lo tomó en volandas, y echó a correr siguiendo a Sancho. Oyeron unos gritos a su espalda y cambiaron varias veces de dirección, aunque las calles por allí eran demasiado anchas y aún no era noche cerrada. No tenían dinero, su único refugio había sido profanado y todos los corchetes de la ciudad les buscaban para matarles. Iba a ser muy difícil escapar, y más cargando con un herido.

«Una vez más sólo hay un lugar adonde puedo acudir. Pero ¿tengo derecho a ponerla de nuevo en peligro?», pensó Sancho, debatiéndose consigo mismo.

Apretaron el paso, desesperados, mientras el repiqueteo de las botas de sus perseguidores sonaba cada vez más cerca.

LXII

U
n escalofrío recorrió la espalda de Clara al abrir la puerta, y no solo por la ráfaga de viento helado que acompañó a la entrada de Sancho y sus compañeros en la botica.

—Cierra deprisa. Nos pisan los talones —dijo Sancho, jadeando.

—¿Y los has traído aquí? —susurró Clara, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo.

Sintió como la indignación contra Sancho crecía en su interior. Cuando él había acudido a ella, herido en el brazo y con el alma tan reseca y vacía como una escudilla abandonada al sol, Clara le había abierto su alma y su intimidad. El joven se había quedado allí toda la noche. Permanecieron despiertos hasta el alba, diciéndose con el alma y con el cuerpo todo lo que no se habían atrevido a contarle nunca antes a nadie. Sancho había vuelto a diario, aunque a veces sólo pudiera quedarse unos pocos minutos.

Hasta el día en el que habían discutido, Clara se había sentido los pies tan ligeros como si apenas tocasen el suelo, esperando cada nuevo encuentro con impaciencia. También creía haber encontrado en Sancho la primera persona con la que podía compartir cualquier cosa, alguien que la comprendía, que entendía lo que significaba para ella su trabajo y el remedo de libertad que había conseguido. Luego se habían peleado de forma absurda cuando Sancho le dijo que quería destruir a Vargas. Ella no era aún capaz de comprender por qué se había enfurecido por eso. Vargas podía ser su padre, pero para ella eso no significaba nada. También era el hombre que había intentado violarla y acabar con su negocio, pero tampoco eso había pesado en su decisión. Tarde, cuando ya Sancho hacía rato que se había marchado, Clara había comprendido que si algo le sucedía a Vargas antes de que ella fuese capaz de comprarle su libertad significaría un fracaso para ella. La joven boticaria también tenía una cuenta que saldar con aquel hombre, y era restregarle por la cara el dinero de la manumisión. Estaba segura de que lo conseguiría por sus propios medios.

Había comprendido otra cosa, y era que estaba completamente enamorada de Sancho. La naturaleza del sentimiento que la embargaba era tan potente que hacía palidecer las intrincadas descripciones que había leído en los libros de caballerías a los que era tan aficionada cuando vivía en casa de Vargas. Deseaba poseerle una y otra vez, amaba cada una de las partes de su ser. El modo en que se mordía el labio inferior cuando se concentraba. La manera en la que se le hinchaban los músculos de los brazos, como cuerdas de bronce bajo la piel. El aliento en su cuello mientras hacían el amor.

Y al mismo tiempo le odiaba, porque desde que lo conocía se había apoderado de una parcela de sus pensamientos, haciéndola menos libre. Entrando con sus grandes botas negras en el pequeño huerto de su mundo. Revolviéndolo todo, haciéndolo más complejo. En ocasiones tenía ganas de estrangularle. Aquel momento, con un gigantesco negro en el centro de su botica sosteniendo a otro hombre moribundo, era uno de ellos.

—No tenía otra opción. No sabía adónde acudir —dijo él, avergonzado por haberla puesto en peligro.

Clara se acercó a Sancho y le dio una bofetada seca y fuerte, que a ella le dejó la mano adormecida y a él la mejilla escarlata. Acto seguido, y antes de que él pudiera recuperarse del asombro, lo besó con una pasión igual de intensa.

—Llevadlo atrás —dijo rompiendo el beso—. ¿Dónde lo han herido?

—Ha sido un balazo en la espalda. Los corchetes han matado a Mateo y a Castro. Zacarías nos ha traicionado.

Clara asintió, aunque se sentía ajena a todo ello en aquel momento. Lo único que ocupaba ya sus pensamientos era cómo podía encargarse del herido. Le acostaron en la cama de la joven, boca abajo, y ella mandó a Sancho que le quitase la camisa mientras preparaba los utensilios que necesitaría. El joven la cortó en dos con el cuchillo, sin contemplaciones, descubriendo la espalda completamente cubierta de sangre pegajosa y oscura. Clara vertió agua de un cuenco con delicadeza sobre la piel, sin importarle que un par de riachuelos rosáceos arruinasen las sábanas, hasta que descubrió dónde estaba la herida. Había un pequeño agujero junto al omóplato derecho.

Frunció el ceño, preocupada. Sabía que ahora debía sacar la bala, pues había leído que de lo contrario el cuerpo no tenía posibilidades de recuperación. Pero el proceso de sacarla era igualmente dañino, además de asustarla terriblemente. Con un suspiro, se obligó a tomar la lanceta e introducirla en la herida, haciéndola más grande. Después metió los dedos en la carne caliente, sintiendo una arcada que contuvo apretando la mandíbula. Rozó algo duro y resbaladizo, que consiguió extraer tras varios intentos.

—Pásame el cuchillo que hay en el brasero.

El herido, que apenas había hecho otro movimiento que el de su débil respiración, se retorció de forma angustiosa cuando Clara aplicó la punta de la hoja incandescente sobre los bordes de la herida. Fue un toque firme pero rápido, que provocó un chisporroteo y un desagradable olor a carne quemada.

—Ahora debería descansar —dijo Clara, limpiándose las manos con un trapo.

Alzó la vista, encontrándose con una muda pregunta escrita en los ojos de Sancho.

—Si pasa de esta noche es probable que viva. Pero ya no podemos hacer nada más por él —respondió la joven, muy despacio. El cansancio se había apoderado de ella.

Sancho iba a decir algo, pero unos violentos golpes en la puerta se lo impidieron.

—Son los alguaciles. Nos iremos por el huerto —dijo, aterrado por la suerte que correría Clara si les atrapaban allí dentro.

—No lo conseguiréis. Dejadme a mí.

La boticaria cerró la puerta de la habitación. Tomó una vela y se dirigió a la puerta, donde los golpes no cesaban.

—¡Abrid en nombre del rey! ¡Teneos a la justicia!

Clara se frotó los ojos antes de abrir, para dar la impresión de que acababa de levantarse. Desde luego no tendría que fingir agotamiento. Descorrió los cerrojos, encontrándose con un hombre alto, con un sombrero de alas anchísimas.

—¿Qué deseáis?

—Buscamos a unos forajidos, señora. Gentes peligrosas, que han escapado de una redada.

—Aquí no hay nadie, alguacil.

—Haceos a un lado para que lo compruebe, señora.

Clara contuvo la respiración, buscando algo que decir que pudiera dejar fuera a aquel hombre.

—Estoy sola en esta casa y no sería correcto, alguacil. Volved mañana por la mañana y podréis registrar lo que queráis.

La voz del alguacil se endureció.

—Señora, es mi obligación y la vuestra el facilitar la tarea de la justicia. No lo repetiré. Haceos a un lado.

De pronto un recuerdo se abrió paso en la mente de Clara. Una imagen de ella misma, en el mercado de la plaza de San Francisco. Un niño en el suelo, muerto. Y sobre él un alguacil alto, de grandes bigotes.

Alzó la vela, iluminando la cara del hombre que estaba ante ella, y también su propio rostro. El alguacil parpadeó un momento al tener la llama tan cerca. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz unas arrugas se formaron en el curtido rostro del hombre, y Clara comprendió que también la había reconocido. Aquel día en el mercado, el alguacil había actuado contra su propia conciencia, obligado por el marqués de Montemayor. Al parecer el alguacil tampoco había olvidado aquello, porque bajó los ojos avergonzado.

—Sois vos.

Ella asintió, en silencio.

—Y ahora sois boticaria —dijo el alguacil, haciendo un gesto hacia el letrero de la puerta. A su espalda pasó corriendo un grupo de corchetes con antorchas, y se oyeron más golpes en otras puertas.

—El médico para el que servía murió y me cedió su casa. Podéis venir cuando queráis a probar mis remedios, siempre que lo hagáis a una hora prudente —explicó Clara, haciendo un esfuerzo por dominar la voz.

—No hay horarios en mi trabajo, y menos cuando busco a criminales.

—¿Qué clase de criminales?

—De la peor calaña. Una banda llamada los Fantasmas Negros.

—En las calles dicen que son quienes acabaron con Monipodio. Tal vez no sean tan malos como vos creéis.

—Eso no me corresponde a mí decidirlo.

—Ya veo. Un hombre siempre ha de cumplir las órdenes, ¿verdad?

El alguacil se envaró al escuchar la puya, que comprendió perfectamente. A él tampoco le había gustado dejar escapar al asesino de aquel niño. Ladeó la cabeza, pensativo, y luego sonrió a través de los enormes bigotes. Se quitó uno de los guantes y acercó la mano a la cara de la joven. Ésta se quedó paralizada de miedo, pensando que iba a golpearla, pero el alguacil se limitó a pasar el dedo pulgar por su mejilla izquierda con delicadeza. Lo retiró y se lo mostró a la joven.

—Tenéis sangre en el rostro, mi señora.

Clara, boquiabierta, no supo qué decir. Pero el alguacil se limitó a tirar de la puerta, cerrándola.

—¡Vosotros! ¡Seguid a la calle siguiente! ¡Esta casa está vacía! —se le oyó gritar al otro lado.

Clara echó los pestillos y se apoyó contra la puerta, dejando salir el aire de sus pulmones, aún aterrorizada por lo cerca que habían estado del desastre.

LXIII

P
asaron nueve días.

Marcos superó la primera noche, debatiéndose contra la fiebre, delirando y llamando a Mateo, al que creía ver a los pies de su cama. Sancho se mantuvo a su lado, cogiéndole de la mano, intentando refrescarle la frente con paños húmedos.

—Quiero estar a tu lado, hermano —decía una y otra vez.

—Lo estarás. Te prometo que lo estarás —respondió Sancho con la voz temblorosa.

A la mañana siguiente, Marcos se hundió en un sueño pesado y profundo. Josué y Sancho se turnaron para velarle, pero al amanecer de la quinta jornada dejó de respirar. Sancho vertió lágrimas de rabia sobre su tumba, que cavaron en una esquina del huerto. Mateo y Marcos habían sido buenos muchachos; propensos a la violencia en la medida en que la violencia era lo único que habían conocido en sus vidas. Nunca habían hecho daño a nadie que no lo mereciese, que Sancho supiera.

«Le hubiera gustado que lo enterrásemos junto a su hermano», dijo Josué.

«Mañana por la noche lo buscaremos», respondió Sancho también por señas. No quería que Clara se preocupase.

Fue un trabajo peligroso y desagradable. Lo habían enterrado en una fosa común cerca de la Puerta del Osario, al otro lado de las murallas. Encontrar su cadáver y llevarlo hasta el huerto de Clara les llevó toda la noche y costó un dinero en sobornos a los guardias de las puertas del que no podían desprenderse. Pero lo hicieron igualmente. Cuando Clara lo supo, se limitó a asentir sin decir nada. Aún seguía dolida con Sancho, y las cosas seguían muy frías entre ellos.

—Lamento mucho cómo han sido las cosas —le dijo Sancho, intentando pedir disculpas, algo que se le daba ciertamente mal.

—No quiero que te lamentes. Los perdones no sirven para nada.

—¿Qué es lo que quieres, entonces?

—Quiero que me ames.

—Eso ya lo hago, Clara.

—Me amas mientras no te moleste. Prefieres el pasado y sus fantasmas al futuro con sus esperanzas.

Sancho abrió y cerró los puños varias veces. Hervía de frustración, porque ella pretendía obligarle a elegir entre ella y su deber.

—¿Qué es ese hombre para ti? ¿Ese parásito que ha destruido tantas vidas? —Tomó las manos de Clara entre las suyas—. ¡Has tenido estos dedos metidos en las heridas que Francisco de Vargas ha causado!

Ella fue a decir algo, pero cambió de idea en el último instante, y Sancho sintió como si una barrera se hubiese interpuesto entre ambos.

—No puedo contarte por qué. Pero no quiero que lo mates —fue todo lo que alcanzó a responder.

—Yo tampoco quiero hacerlo. Me bastará con bajarle de su pedestal. Pero no sé cómo.

Clara vaciló un instante, sin terminar de decidirse a revelarle a Sancho lo que sabía. Finalmente dio un suspiro.

—Creo que yo podría ayudarte con eso.

Sancho fue al Compás acompañado de Clara, disfrazado con una vieja túnica que había pertenecido a Monardes por si los corchetes de la entrada lo reconocían, aunque apenas le dedicaron una segunda mirada. Para ellos sólo era otro salido más que iba a desahogarse al burdel.

Cuando entraron, la boticaria captó alguna de las miradas que las prostitutas lanzaban al joven ladrón, y sintió las dentelladas de los celos por primera vez en su vida. Pero Sancho, demasiado alterado por la posibilidad que Clara había insinuado, no notó nada de todo aquello. Estuvieron hablando con la Puños durante un buen rato, en el que también conversaron con las chicas que habían estado con Groot. Las historias fragmentadas de las prostitutas componían un cuadro que se fue desvelando ante ellos. Instaladas entre las quejas por la brutalidad del holandés y el miedo, se escondían las claves para acabar con Vargas, aunque aún faltaban muchas piezas.

Regresaron a casa de Clara en completo silencio. La joven deseando algo de Sancho que no acababa muy bien de comprender, y él luchando entre los impulsos desordenados de su corazón.

—Clara... —dijo Sancho, rompiendo el silencio.

—Por favor, no digas nada. Ya has obtenido lo que deseabas. Y puede que sea para mejor el que lo hayas hecho —admitió Clara—. Si de lo que presume Groot es verdad y Vargas ha estado regatoneando el trigo, es responsable de la hambruna que está aplastando esta ciudad. Haz lo que tengas que hacer.

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