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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (48 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Preocupado, Groot se asomó al lateral del silo, donde vio como el incendio devoraba ya los costados con una fuerza que a él le pareció exasperantemente lenta. Tenía que matarlos antes de que consiguiesen romper la puerta, pero ¿cómo? Eran demasiados, y tampoco podían dispararles desde los ventanucos de la parte superior pues sólo contaban con armas cortas y dentro estaba demasiado oscuro.

De pronto tuvo la idea, como una revelación.

—¡Traed la escalera!

Uno de los matones obedeció, llevándola desde la parte de atrás donde la habían ocultado. El capitán la apoyó en el costado frontal del edificio, encima de la puerta, de forma que podía alcanzarse el alto ventanuco circular que había allí. Era tan pequeño que una sandía grande no habría podido atravesarlo, pero eso era lo que más convenía al plan que el flamenco acababa de discurrir.

—Vosotros, formad una cadena e id pasándome troncos ardiendo. Coged los que sólo estén ardiendo por un lado, meaos en un extremo si hace falta para agarrarlos bien, ¡pero dadme troncos!

Los hombres obedecieron, mientras Groot subía a lo alto de la escalera, que crujió bajo su enorme peso. El primer tronco llegó en perfectas condiciones, una brasa calcinada y llameante por un lado y madera aún sin prender por el otro. El hombre que se lo pasó maldijo sin cesar porque se estaba quemando, pero por suerte Groot había sido lo bastante previsor para ponerse recios guantes de cuero a pesar del calor que hacía aquella noche. Había estado en demasiadas batallas como para saber que las manos tienen que estar bien protegidas cuando uno espera problemas.

Colocó la punta del tronco al principio del agujero y luego lo empujó con la palma de la mano abierta al interior con todas sus fuerzas, pues quería que salvase la plataforma de madera del altillo y cayese al nivel del suelo. Contuvo el aliento, esperando el resultado. Cuando oyó los gritos de pavor de los jornaleros en el interior supo que había acertado. Soltó una carcajada breve y seca. Eso les daría algo que hacer.

—Pasadme más. ¡Deprisa!

Arrojó otros tres o cuatro, deseando que hubiese suerte y uno rodase debajo de un carro, prendiéndole fuego. Eso haría su vida mucho más fácil. Los relinchos desesperados de los caballos ya se habían hecho indistinguibles de los alaridos de dolor de los humanos, así que supuso que dentro el fuego ya debía de haber prendido en algo. Continuó arrojando varios leños ardientes al interior, cuidándose esta vez de que se quedasen en la parte del altillo. Eso ayudaría a prender el tejado y llenaría el interior de humo. Se ahogarían antes de romper la tranca.

Bajo él, las embestidas fueron perdiendo intensidad hasta casi desaparecer por completo. Los chillidos y relinchos fueron espaciándose hasta apagarse. Satisfecho, Groot bajó de la escalera. Se moría por un buen vaso de vino.

Ya iba a dar la orden de partida cuando uno de los matones se le acercó. Llevaba la cara completamente tiznada de hollín, y el capitán supuso que él debía de presentar un aspecto muy similar. El matón llevaba a rastras a un muchacho. No debía de tener más de doce o trece años.

—Lo hemos encontrado esta noche, durante uno de los traslados.

Groot se rascó la cabeza, pensando qué hacer. Dos de los matones de Monipodio habían acompañado cada noche a los jornaleros, caminando junto a ellos a la vera del camino, entre las sombras, o a tiro de piedra por delante de los carros. Su única misión era localizar a cualquiera que tuviese la mala suerte de estar despierto de madrugada en mitad del camino y pudiese encontrarse con los carros. No podía haber testigos, bajo ningún concepto.

Habían encontrado a dos la primera noche, un hombre maduro, sin duda comerciante, al que habían matado, desnudado y arrojado a una zanja como si se hubiera tropezado con salteadores de caminos. El otro había sido un soldado de permiso que caminaba con más alcohol que comida dentro del cuerpo. Había seguido el mismo destino que el anterior. La segunda noche no se habían tropezado con nadie, y esta última sólo con aquel muchacho.

Groot lo estudió con detenimiento. Estaba atado y amordazado, y sus ojos grandes y vivaces desprendían terror. Por la ropa basta, las manchas en los fondillos de los pantalones y las briznas de lana que llevaba prendidas en el sucio y rizado pelo castaño, dedujo que sería un pastor. Seguramente había salido a buscar una oveja que se le había perdido. Mala suerte para él.

«Y buena para nosotros», pensó Groot mientras tomaba del cinturón una daga que había comprado expresamente para aquella noche. Era de calidad media, más de adorno que de trabajo, pero ése era exactamente su propósito: confundir sobre quienes habían sido los autores del robo. Gracias a la daga aquello no parecería tal, sino un acto de guerra, una incursión atrevida y fugaz. Para eso necesitaba a aquel inocente pastorcillo.

Con un hábil movimiento cortó las ataduras del muchacho y le liberó de la mordaza. El pastor abrió mucho los ojos de sorpresa y de alivio e intentó sonreír.

—Gracias, señoría. Gracias.

Groot le devolvió la sonrisa y acto seguido le hundió la daga en el pecho. El muchacho se desplomó en el suelo, de espaldas, con la boca aún abierta.

—¡Atentos todos! ¡Nos vamos!

No había acabado de hablar el flamenco cuando el carruaje ya se había puesto en marcha. Groot y el resto de los matones corrieron cada uno hacia el lugar donde habían dejado atados sus respectivos caballos, que manoteaban nerviosos por el fuego. Los animales galoparon tras el carruaje, ansiosos por alejarse del crepitante incendio.

El tejado se desplomó al cabo de varios minutos. Los únicos testigos del suceso fueron los tres leones rampantes que alguien había grabado en la daga que Groot había clavado en el pecho del pastor.

Tres leones rampantes. El símbolo de Inglaterra.

LI

S
ancho y Josué tuvieron que apartar el cadáver para acceder a los cajones que habían originado el mote del perista. Encontraron una cantidad de dinero en efectivo bastante respetable, cerca de treinta escudos que podrían ayudarles mucho en los próximos meses. También muchas joyas baratas, sobre todo brazaletes, medallas y collares de plata. Tan sólo una pieza era realmente importante, una delgada diadema de oro con pequeñas esmeraldas incrustadas, que debía de valer una pequeña fortuna.

—Mala suerte. Seguro que ese malnacido de Cajones acababa de mandarle una carga de mercancía a su jefe. Al menos esta preciosidad se quedó por aquí. Por esto nos darán cuatrocientos o quinientos —dijo Zacarías, tras sopesarla y pedirle a Sancho que se la describiese con todo detalle.

—No podemos vender la diadema en Sevilla, Zacarías. Los joyeros honrados sabrán que es robada, y los peristas que pertenece a Monipodio. Tanto daría que hubiésemos robado una piedra —dijo Sancho, que estaba de un humor pésimo tras lo sucedido la noche anterior.

Aquella conversación tenía lugar la tarde siguiente al asalto, en la habitación del hostal donde se alojaban Sancho y Josué, en la que se habían encerrado por miedo a que alguien los hubiera visto. Zacarías había continuado con su rutina habitual para no despertar sospechas y para descubrir qué se decía en los bajos fondos del suceso del día anterior.

—Tranquilízate, chico. Cuando se calmen las aguas ya habrá tiempo de ir a Toledo o a Madrid a deshacernos de esto. Mientras tanto hay que capear el temporal.

—¿Tanto revuelo ha habido?

—Muchacho, no se habla de otra cosa en toda Sevilla. Los honrados ciudadanos hablan de un robo, la gente del hampa cree que es un grupo de descontentos con Monipodio.

«Pregúntale si alguien nos vio», intervino Josué, a quien le preocupaba mucho más eso que el valor de lo que habían cogido. Sancho así lo hizo.

—Dicen que un vecino dio su descripción a los alguaciles. Cinco hombres, altos y fuertes, de gruesos bigotes, silenciosos como fantasmas.

Sancho exhaló un suspiro de alivio.

—¡Ésos no somos nosotros!

—¿Quién crees que ha estado introduciéndose en los corrillos de gente, susurrando las palabras correctas en los oídos adecuados? Basta repetir la historia una docena de veces para que corra como la pólvora.

—Podrían haberte relacionado con nosotros.

—¿Crees que me acabo de caer de un guindo, muchacho? Siempre he ido diciendo que alguien «me acaba de contar». No soy ningún idiota. Dejadme esas cosas a mí, y dedicaos a descansar.

—Nada de eso, Zacarías —dijo Sancho con firmeza—. No podemos parar de hostigar a Monipodio, si queremos volver a su gente contra él.

Discutieron durante un buen rato, mientras Zacarías se encomendaba a todos los santos que se le ocurrieron para que cambiasen la opinión de Sancho. Terminado el santoral sin conseguir modificar las intenciones del joven ni un ápice, el ciego se rindió y sugirió alternativas.

—En ese caso no podéis quedaros aquí. Hoy no nos ha visto nadie, pero antes o después alguien empezará a hablar de un esclavo descomunal y de un jovenzuelo que le acompaña. No puede ser.

«No soy un esclavo», dijo Josué, poniendo mucho énfasis en los gestos. Sancho le pidió que se callase.

—Necesitaremos un lugar con acceso directo a la calle, no como aquí. Un sitio discreto, donde no pase mucha gente.

Zacarías asintió.

—Creo que conozco un lugar así. Está desocupado, creo que sólo vive una persona dentro que está medio chiflada. Con el dinero que hemos robado podrías intentar comprarlo. Pero no es eso lo único que necesitaréis. Harán falta más brazos.

—No quiero involucrar a más gente.

—Tampoco a mí me gusta repartir el botín, muchacho.

—No es de eso de lo que estoy hablando.

—¿Vas a convencer entonces a tu amigo de que use esas manazas para empezar a partir cráneos?

Zacarías había palpado el torso, la cara y los brazos de Josué —parecía ser su particular forma de conocer a la gente con la que se juntaba— y se había quedado asombrado ante la fuerza que guardaba el negro bajo la tersa piel de ébano. Cuando Sancho le aclaró que Josué había hecho voto de no causar daño físico a otras personas, el ciego les dijo que se habían vuelto locos y poco faltó para que les abandonase. A la luz de los acontecimientos ocurridos en casa del perista, Sancho iba a tener que modificar sus planes iniciales reclutando a alguien. Eso, o ponerse él mismo a la altura de los asesinos de Monipodio. Como bien le había avisado Dreyer meses atrás, «matar a alguien y luego robarle es sencillo y seguro; mantenerle vivo y quieto mientras le desvalijas, es jodidamente peligroso».

—Debo hablarlo con Josué.

—Tú mismo, muchacho. Pero más te vale que decidáis hacerme caso o partimos peras ahora mismo. Ya no estoy para emociones como las de anoche.

El ciego fue a tumbarse un rato a una de las camas, pues apenas había dormido la noche anterior. No tardó en emitir unos ronquidos ásperos y secos, como el frotar de dos enormes troncos de árbol. Por si acaso, Sancho se dirigió a Josué en la lengua de signos, pues lo que iban a hablar incumbía en buena parte a Zacarías.

«¿Qué opinas?»

«¿Ahora te interesa lo que tengo que decir?», dijo Josué, resentido por la manera en la que Sancho le había interrumpido antes.

El joven, que llevaba un buen rato sentado en el suelo, se puso de pie y caminó alrededor de su amigo, que ocupaba la única silla que había en la habitación. Tuvo que morderse la lengua para no soltarle algún exabrupto. Entendía que Josué estaba celoso de la entrada de Zacarías en la sociedad tan perfecta que formaban, pero no podía ni quería sacarle ese tema.

«En realidad, sí que me importa —Sancho dudó unos instantes. Incluso en la lengua de signos, había dos palabras que le costaba especialmente pronunciar—. Lo siento. Siento lo de antes.»

Josué asintió y le dedicó una de sus anchas sonrisas, que a Sancho le recordaban el teclado del clavicordio que fray Lorenzo tenía en el orfanato. El gigantón era propenso a enfurruñarse, pero igualmente propenso a perdonar.

«Creo que no podemos hacerlo solos.»

«No sé ni siquiera si quiero hacerlo, Josué.»

«No creo que quieras —dijo el negro encogiéndose de hombros—. Pero lo harás igualmente, porque lo que haces tiene que ocurrir.»

Sancho no se esperaba aquella respuesta. Desde la noche anterior había estado temiendo el momento en el que se quedaría a solas con Josué y tendrían que hablar de lo sucedido en la trastienda. La muerte del matón había estado pesando sobre su conciencia, y apenas cerraba un instante los ojos volvía a su mente la imagen de aquel cuerpo inerte. El mero hecho de someterse al juicio de su amigo le aterraba.

«No quiero que lo de ayer vuelva a suceder», le dijo a Josué, tragando saliva.

«No está en tu mano el evitarlo. He pensado mucho en lo que hacemos. Ese hombre que mandó matar a tu amigo es un hombre malo. Los que le acompañan son tan malos como él. Tú debes seguir adelante con esto.»

«Yo creí que tú no estarías de acuerdo.»

Josué meneó la cabeza.

«No somos iguales.»

«No digas eso —respondió Sancho, herido—. Somos hermanos.»

«Somos hermanos, pero los hermanos no son iguales. Hay escrito un propósito para ti, y otro para mí. Tú crees que tu propósito es vengar a tu amigo, pero eso es sólo lo que te orienta en el camino que has de recorrer.»

Sancho no respondió. En lugar de ello se miró las manos. Bajo las uñas quedaban restos de la sangre que las cubría la noche anterior.

Al joven le asombraba la aplastante fe de su amigo, tan enorme como su inmenso cuerpo. A él, sin embargo, le resultaba muy difícil creer en Dios, tal vez porque no creía que pudiese existir alguien tan cruel como para desoír el sufrimiento que a diario se producía en el mundo. Le había implorado junto al lecho de muerte de su madre, mientras él mismo era también devorado por la peste. Le había rogado por la vida de Bartolo mientras cargaba con el cuerpo del enano hacia casa de Monardes. Le había suplicado tras cada latigazo que recibió en la galera.

Nunca había obtenido respuesta, y sin embargo allí estaba él, vivo y sano, con una espada del más fino acero. Durante un momento el joven se quedó sobrecogido, pensando que tal vez estaba siendo egoísta al querer apartarse de todo aquello sólo para no mancharse las manos.

Librar al mundo de una sanguijuela como Monipodio podía ser algo más que una venganza personal.

Las suyas no eran las únicas súplicas que se alzaban al cielo, y tal vez él, Sancho, era la respuesta a la oración de otros. Como aquel forajido, aquel Robert Hood del que le había hablado aquel inglés chiflado, Guillermo de Shakespeare.

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