—Lo que tengas que decir puedes decirlo desde ahí —dijo agitando el mazo.
El joven titubeó y miró a su acompañante, que asintió con la cabeza. Finalmente se metió la mano en la pechera de la camisa y rebuscó durante un instante. Temiendo que fuese a sacar una daga, el herrero apretó fuerte el mango del mazo. Hubo un destello fugaz, pero el muchacho no sacó ninguna arma, sino un colgante dorado. Dreyer entrecerró los ojos y lo reconoció de inmediato. Entonces comprendió qué hacían allí aquellos extraños. Sus dedos parecieron perder la fuerza, y el mazo que había forjado una hoja perfecta, la hoja que su hijo muerto ya nunca podría admirar, se hundió en el polvo.
El herrero también cayó de rodillas, con la cara entre las manos, y empezó a llorar.
S
ancho y Josué se quedaron inmóviles, respetando el dolor del herrero, hasta que éste se levantó, tomó el colgante de oro de manos de Sancho y se metió en la casa sin decir una sola palabra. Entonces se acercaron hasta la forja y se sentaron a su sombra. Josué sacó de entre sus harapos un par de melocotones que habían afanado la noche anterior de una huerta, y ambos los comieron con parsimonia, chupando el hueso durante mucho rato para ayudar a amortiguar la sed. Sancho intuyó que habría un pozo al otro lado de la casa, pero no quiso aventurarse en la propiedad del herrero sin permiso.
Habían tenido muchísima sed desde el momento en el que pusieron un pie en tierra, doce días atrás. Aquella primera noche no encontraron ni una gota de agua dulce mientras vagabundeaban por los montes, intentando orientarse. Era ya bien avanzada la mañana del día siguiente cuando encontraron un pueblecito de salineros incrustado en la desembocadura de un pequeño río. No se atrevieron a acercarse a plena luz, pues en cuanto alguien les pusiese la vista encima sabría que eran galeotes. Les echarían los perros o les atraparían para cobrar la recompensa de siete escudos que ofrecían los alguaciles a quienes atrapasen a un fugado. Para aquellas pobres gentes, que rara vez veían una moneda de oro en toda su vida, la exigua suma significaba una fortuna espléndida que no iban a dejar escapar.
Aquel día fue largo, aguardando en un bosquecillo de retama que servía poco más que para ocultarles a ellos, pero no amortiguaba el sol. Después de tantos meses en la bajocubierta, la piel de Sancho estaba poco preparada para aguantar aquel suplicio, y antes del atardecer tenía los hombros y el cuello rojos y cubiertos de ampollas. Se mareó varias veces a causa del calor y la deshidratación, y Josué casi tuvo que llevarlo a rastras hasta el río cuando cayó la noche. Ambos se metieron en el agua y sorbieron con desesperación, lo cual los llevó a tener retortijones e incluso hizo vomitar a Josué. Sancho, aún débil, dejó al enorme negro oculto en un recodo y se arrastró hasta el pueblo, donde consiguió robar unos nabos y arrancar una sábana de un tendal antes de que los perros comenzasen a ladrar.
La sábana sirvió para apañar los harapos con los que ahora iban vestidos. Sancho puso especial cuidado en fabricar un remedo de zapatos, que no servían más que para ocultar los grilletes que les atrapaban los tobillos, pero apenas atenuaban la dureza de las piedras.
Con tan pobre disfraz volvieron a ponerse en marcha, pidiendo indicaciones del camino sólo cuando se encontraban con grupos pequeños o viajeros solitarios que no supusiesen una amenaza, escondiéndose entre los arbustos si oían mucho alboroto o ruido de cascos atronando en el sendero. Cuando pasaban cerca de un pueblo grande se ocultaban hasta la puesta de sol, y daban un rodeo en mitad de la noche. El viaje les llevó el triple de tiempo de lo normal, y estuvo dominado por la sed, el hambre y el miedo. Sólo hubo un momento en el que Sancho sintió el pecho algo más ligero, y fue en la tarde del décimo día, cuando la particular forma de un cerro despertó en su memoria la sombra de un recuerdo. Siguió caminando sin decir nada a Josué, pero cuando oyeron que alguien se acercaba hacia ellos y su amigo hizo ademán de apartarse de la vía como hacían siempre, Sancho lo retuvo.
—Ve tú. Yo tengo que averiguar algo.
El negro lo miró extrañado, pero se alejó sin discutir. Sancho se sentó encima de una piedra al borde del camino sin poder ocultar el nerviosismo que sentía. Al cabo de unos instantes apareció un grupo de carreteros, precedido por una nube de polvo y el ruido de los cencerros que el viento de poniente llevaba hasta ellos. Sancho entrecerró los ojos y agitó los brazos, intentando llamar su atención. Uno se detuvo para hablar con él, e hizo gestos en dirección a su espalda.
Cuando la caravana hubo pasado, Josué se reunió con el joven, cuya sonrisa brillaba incluso a través de la capa de polvo que le cubría el rostro.
—No puedo creerlo —dijo Sancho danzando alrededor de su amigo, con el corazón rebosante de expectación—. Detrás de aquellas lomas se encuentra el Genil. Y más allá, la venta donde nací y me crié.
Y sin más, obligó a Josué a seguirlo campo a través, todo lo rápido que les permitieron las piernas tras tantos días de caminatas y penalidades. El río bajaba muy seco, y el agua apenas le llegaba a Josué a la altura del pecho. A pesar de ello Sancho tuvo que tomarle de la mano y ayudarle a cruzar, pues su amigo seguía teniendo pavor a ahogarse. Daba pasos pequeños y temerosos, como un niño que aprende a caminar, tanteando con la punta del pie el fondo legamoso. Cuando llegaron al otro lado Josué soltó un largo suspiro, como si hubiera estado conteniendo el aliento. El esclavo temió que Sancho volviese a correr, pero ahora que se hallaba tan cerca redujo el ritmo, como si tuviese miedo de lo que fuera a encontrarse al otro lado de las lomas que habían visto a lo lejos.
Cuando por fin se encontraron a la vista del lugar donde Sancho había pasado su infancia, sus temores quedaron completamente justificados. En lugar de la pequeña venta de paredes encaladas se encontraron con un montón de escombros ennegrecidos. Josué miró a Sancho, pero éste no dijo nada. Cuando llegó junto al lugar en el que había estado el chamizo donde guardaban los aperos de labranza, se agachó y tomó un pedazo de madera carbonizada para escarbar entre los restos. El viento y la lluvia habían cubierto las cenizas de una capa espesa de hojas y polvo, pero aun así no le llevó más que un par de minutos hallar lo que buscaba. Un objeto alargado y quebradizo que había sobrevivido al fuego.
Un hueso humano.
Era grande, y el negro dedujo que pertenecería a la pierna de un hombre adulto. Aunque la tribu a la que había pertenecido Josué no era caníbal, los cadáveres de los enemigos siempre se quemaban en una descomunal hoguera. Los huesos nunca se consumían, y era tarea de las mujeres y los niños devolverlos a la tierra.
Sancho respiró hondo y tragó saliva. Josué le apoyó una mano en la espalda, pero el joven se apartó y recogió el macabro objeto.
—Llegó una noche a la venta, temblando. Nos dijo que se había resfriado, como si fuera tan fácil con el calor que hacía. Mi madre le tocó la frente y le mandó acostarse. Incluso le llevó un tazón de caldo, a pesar de que no le habíamos visto jamás, ni estábamos seguros de que pudiera pagar el hospedaje. Sus ropas eran de calidad, pero apenas podía hablar por la fiebre, ni llevaba más que unos pocos maravedíes en la bolsa. A la mañana siguiente, mi madre vio las bubas de la peste, y me pidió que la ayudara a sacarle hasta el chamizo antes de que infectase toda la casa. Debimos haberle cortado la garganta y haberle tirado a una zanja. —Sancho apretó el hueso con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos—. Dos días después mi madre comenzó a encontrarse mal. Primero fue un dolor de estómago. Luego vino la fiebre. Sin más huéspedes ni nadie a quien mandar por ayuda, no me atreví a apartarme de su lado. La cuidé como mejor supe, pero no fue suficiente. No pude hacer nada por ella. Si este hijo de puta hubiera buscado otro lugar donde morirse...
Alzó el hueso, con intención de estrellarlo contra una piedra, pero Josué le detuvo. Sancho se volvió hacia él lleno de furia y le dio un puñetazo en el hombro, pero el negro lo soportó impertérrito y le tendió los brazos. Sancho, finalmente cedió y hundió la cabeza en su pecho, abrazándole y llorando desconsoladamente.
Tardaron horas, pero finalmente localizaron los restos de la madre de Sancho entre las ruinas. Josué quiso recogerlos, pero el muchacho no se lo permitió. Se encargó él de reunirlos con paciencia, tomándolos con todo el cuidado de que fue capaz. La enterraron en el antaño orgulloso olivar, que ahora aparecía descuidado y triste. Varios de sus árboles habían sido arrancados y robados por vecinos codiciosos, y otros mutilados de sus ramas. Pese a ello Sancho supo que ése era el lugar donde su madre hubiera querido reposar para siempre.
Josué insistió en que enterrasen también al viajero desconocido, pero Sancho se negó a que el causante de sus desdichas reposase en la misma tierra que su madre. Josué tomó los restos y los llevó a un campo alejado mientras Sancho le daba la espalda, cruzado de brazos. Al cabo de un rato se rindió, y ayudó a su amigo a cavar la tercera tumba en pocos días, ganándose una mirada de aprobación por parte del gigante negro. Aunque no lo admitió, se sintió mejor después de aquello.
Cuando se pusieron en marcha, Sancho no miró atrás. Sabía que, de una forma u otra, nunca volvería a aquel lugar. Su destino estaba al otro lado del mundo, si la muerte no le reclamaba antes.
Sancho escupió la pepita de melocotón, que cayó en el polvo de la entrada de la casa del herrero. Josué se levantó y enterró la suya a un lado del camino. Sancho sonrió con amabilidad. Las posibilidades de que germinase eran minúsculas en un lugar como aquél, pero así era el carácter de su amigo.
En ese momento oyeron ruido, y vieron que Dreyer aparecía de nuevo. El herrero recogió el martillo y la hoja recién forjada del suelo, y al darse la vuelta para volver a entrar se encontró con los dos extraños que le habían llevado la funesta noticia.
Los miró con extrañeza durante unos segundos, con los ojos enrojecidos.
—Aún estáis aquí.
Sancho aguantó el escrutinio en silencio.
—¿Queréis una recompensa? Malditos seáis, ¿qué otro motivo ibais a tener si no para venir hasta aquí?
—No queremos una recompensa, maese Dreyer.
—¿Qué queréis entonces?
—Vuestro hijo me habló antes de morir, mi señor. Estaba tumbado en la arena de la playa, herido, y otros galeotes como nosotros querían aplastarle la cabeza con una piedra. Josué y yo se lo impedimos.
—¿Cómo sé yo que no fuisteis vosotros los que lo matasteis? ¡Debería llamar al alguacil ahora mismo! —rugió Dreyer, con la rabia mezclándose con el dolor en su voz.
—No podéis saberlo, señor. Pero las últimas palabras de vuestro hijo fueron para vos. Dijo que os amaba, a pesar de lo que había sucedido en Amberes. Que vos no habíais tenido la culpa de la muerte de ella, y os rogaba una última merced.
El temblor recorrió los hombros del herrero, que pareció envejecer varios años de golpe y estuvo a punto de echarse de nuevo a llorar. Se mordió los labios, conteniendo las lágrimas, y se volvió de nuevo a Sancho.
—¿Y cuál es esa merced?
—Que olvidéis los fantasmas y me acojáis como vuestro discípulo.
El herrero resopló y miró a Sancho fijamente. Cuando habló de nuevo lo hizo muy despacio.
—¿Y te dijo qué fantasmas eran ésos, muchacho?
—No, señor, ni deseo saberlo. Yo también tengo los míos, y no me gusta exponerlos a la vista.
—¿Sabes quién era yo? ¿Lo ridículo que es que una rata de albañal como tú venga a mí con esa petición?
—Vuestro hijo me dijo que sabéis hacer algo más con una hoja que darle martillazos. Que fuisteis el más grande. Y es él quien os hace la petición, no yo.
Dreyer se acercó hacia ellos, y Josué retrocedió, dejando a Sancho junto al herrero aunque sin apartar la vista de lo que sucedía.
—¿Qué edad tienes, muchacho?
Por un momento Sancho consideró mentir, pero eso era algo de lo que no era capaz si la persona a la que mentía le merecía respeto, y Dreyer era una de esas personas. Por más entrenado que estuviese para el engaño y la manipulación, ante alguien como el herrero, capaz de lamentar así la pérdida de un ser querido, Sancho se sentía desnudo.
—Dieciséis, señor —dijo tragando saliva.
—Eres demasiado joven e inexperto —respondió Dreyer, desdeñoso.
—Dieciséis, señor, no es más que un número. Permitidme daros alguno más. Trece es la edad que tenía mientras mi madre moría de peste. Catorce son los meses que pasé en un orfanato estudiando para un empleo que al final se me negó. Quince son los días que pasé con un tabernero que me pegaba constantemente. Cuatro eran los pies que medía mi maestro Bartolo, al que golpearon hasta matarle. Cinco son los meses que pasé en galeras. Seis, los años a los que me condenaron.
Sancho se arrancó los harapos que le cubrían el torso. Se dio la vuelta y mostró el mapa de cicatrices que recorría su espalda. Rojizas, amarillentas o blancuzcas, sobre ellas se podía trazar el calendario de cada día que el joven había pasado bajo el rebenque del Cuervo.
—Cincuenta y tres, los latigazos que recibí. ¿Son números suficientes para vos, señor?
Dreyer se mordió el labio superior sin saber muy bien qué responder. No eran las cicatrices las que le habían impresionado, sino el haberse percatado de pronto de lo difícil que habría sido para los dos galeotes el haber llegado hasta allí vestidos tan sólo con aquellos jirones de tela que el muchacho acababa de arrojar al suelo.