La leyenda del ladrón (26 page)

Read La leyenda del ladrón Online

Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Remad, chusma. ¡Remad hasta que se os parta el alma! —gritó el Cuervo—. ¡Esa fría puta de Isabel de Inglaterra lo haría con más ganas que vosotros!

La primera sesión de aprendizaje duró dos horas, que era el tiempo habitual de una remada. Dos horas de boga, dos de descanso y vuelta a empezar, hasta cuatro sesiones al día. Al finalizar aquel primer turno, Sancho tenía las palmas de las manos llenas de ampollas, la espalda y los brazos reventados y las pelotas machacadas de tanto golpe contra el banco.

Mientras los forzados volvían a vestirse entre quejidos lastimeros, el muchacho notó una mano enorme en su hombro. Era el negro, que le arrebató la camisa. Sancho protestó, pero el otro meneó con la cabeza y le arrancó una larga tira de tela de los faldones. Después se la dio a Sancho.

—¿Por qué has hecho eso?

El negro se puso la mano sobre la boca y meneó la cabeza.

—¿No puedes hablar?

El otro asintió, y señaló su entrepierna. Sancho se fijó en el enorme miembro del negro, y vio que se lo había rodeado con una tira de cuero que daba la vuelta a su pierna, a modo de improvisado suspensorio. Los galeotes no podían llevar ropa mientras bogaban, pues ésta acabaría destrozada enseguida por el roce con el banco. Pero aquel sistema evitaría que le doliesen sus partes.

—Gracias. —Sancho se esforzó por sonreír—. ¿Cómo te llamas?

—Se llama Josué —respondió una voz desagradable a su izquierda—. Y es una mula estúpida y muda.

El joven se dio la vuelta. Los otros dos forzados con los que compartía el banco no le quitaban la vista de encima.

—¿Y cómo sabéis su nombre?

—Lo dijo el alguacil que le trajo hace un año. Yo soy Antonio Ocaña, y éste es Francisco Cámara.

—¡Di mejor el Muerto y el Cagarro! —dijo una voz desde la bancada de atrás.

El Muerto se dio la vuelta y echó una mirada feroz hacia atrás, pero no dijo nada. Era un hombre de rasgos brutales y a Sancho le cayó mal desde el principio. El Cagarro, más a su derecha, era un ser menudo y rijoso que le reía todas las gracias a su compañero.

—Otros nos han puesto motes desagradables, como ves —dijo el Muerto.

—¿Y a él? —preguntó Sancho, señalando al cómitre, que parecía dormitar en la plataforma de proa—. ¿Por qué le llaman el Cuervo?

—Porque les arranca los ojos a sus enemigos. Es un cabrón muy peligroso. Ahora está ahí, fingiendo que duerme. En realidad no tiene los ojos cerrados del todo, siempre está observándonos. Algún día lo mataré —dijo rascándose el cogote.

—¡Sí, claro, todo el que no te gusta acaba muerto! —Se oyó la misma voz burlona desde el banco de atrás. Sancho comprendió cuál era el origen del mote de Francisco
el Muerto
.

—¿Y qué hay de ti, nuevo? —preguntó el Cagarro.

—Me llamo Sancho de Écija y estoy aquí por ladrón.

—Como todos —dijo el Muerto—. Aunque tú le has caído muy bien al Cuervo, novato.

—Ya, seguro.

—¿Por qué si no iba a ponerte de tercerol?

—Es la posición mejor del banco —apostilló el Cagarro.

—Nadie empieza de tercerol sin pagar un precio —aseguró el Muerto—. Seguro que una noche te llama a su jergón. Le gustan los muchachitos tiernos.

—¡En eso os parecéis, Muerto! —dijo el de atrás—. ¡Vigila tu culo esta noche, novato!

El aludido se volvió, y esta vez había una luz asesina en sus ojos, aunque Sancho no se fijó. Había dejado de prestarle atención al Muerto, porque las manos le dolían demasiado. Le sangraban las palmas y las yemas de los dedos, y no se le ocurría cómo podía detener la hemorragia. Iba a escupirse en las palmas cuando Josué le detuvo y le alargó algo que sacó de entre sus ropas.

Era un saquito de pellejo de cerdo relleno de una pasta espesa. Sancho lo acercó a la nariz y enseguida apartó el rostro. Olía a tierra mezclada con vinagre y orines. Se lo devolvió al negro, negando con la cabeza, pero Josué no parecía dispuesto a aceptar un no por respuesta. Tomó las manos de Sancho y le untó la pasta en las heridas. El joven protestó un poco, pero enseguida sintió cómo el dolor se aliviaba hasta casi desaparecer.

Cuando se oyó el toque de queda de la primera noche, todos los forzados se acomodaron como pudieron sobre los bancos. El negro Josué era tan enorme que tenía que colocar los pies en alto, sobre la crujía.

Sancho, exhausto, se hizo un ovillo y cerró los ojos. A pesar de su cansancio, aún tardó un rato en dormirse, agobiado por el calor insufrible y por el llanto desconsolado de uno de los galeotes, que arrancaba ecos oscuros de la tablazón. Al joven le invadió la tristeza, pero el sueño le venció antes de que un latigazo del cómitre silenciase al llorón.

Despertó al rato, cuando sintió cómo un cuerpo se echaba sobre él. Las sombras del crepúsculo habían dado paso a una oscuridad total, y no supo lo que estaba ocurriendo. Notó una fétida respiración en su mejilla, e iba a dar la alarma cuando oyó un susurro en su oreja, casi imperceptible.

—Gritar durante el toque de queda significa la horca. Aunque no les dará tiempo, porque te mataré yo antes.

Algo punzante le presionaba el cuello, justo bajo la mandíbula. Sintió un hilillo de sangre descender por su piel y el miedo enganchándole los pulmones con una mano helada.

—Estate quieto, muchacho. No tardará mucho —susurró la voz—. Luego me ocuparé de ti. Verás que soy generoso.

Sancho intentó revolverse y luchar, pero el otro le inmovilizó los brazos contra la espalda. Echó la cabeza hacia atrás de golpe con ánimo de romperle la nariz a su agresor, pero el otro lo había previsto y sólo le dio en el hombro.

De repente se oyó un golpe sordo, seguido de otros dos más. Hubo un breve instante de calma, y después Sancho notó como el cuerpo que le aprisionaba desaparecía.

Le costó volver a dormir, temiendo que su agresor volviese, pero al final el agotamiento pudo con él. A la mañana siguiente el Muerto tenía un ojo morado y una ceja partida. No volvió a dirigirle la palabra desde aquel momento, y Sancho supo que se había ganado un enemigo mortal. También que tenía una deuda con el negro Josué que crecía día a día y que no sabía cómo podía pagar.

XXXI

L
as primeras semanas no salieron de la bocana del puerto y de la calma de sus aguas. Los nuevos remeros debían aprender la boga antes de que el capitán de la
San Telmo
se aventurase en mar abierto, y eso era una tarea extremadamente complicada. Sancho llegaba al final de cada turno con las fuerzas justas, y por la noche apenas conseguía vestirse antes de caer dormido sobre el banco.

Las privaciones se veían aumentadas por la dieta tan estricta que llevaban. Por las mañanas les entregaban a cada uno un kilo de bizcocho que debía durarles todo el día. Era un pan horneado dos veces, muy salado y duro como una piedra, y la única manera de no dejarse los dientes para partirlo era remojarlo bien en agua. Mientras estuvieron en el puerto lo tomaban más o menos intacto, pero en los largos meses que siguieron Sancho tuvo que raspar más de una vez la corteza del suyo para apartar el moho o expurgarlo para sacar los gusanos. Vio con asco como algunos galeotes no sólo no los quitaban, sino que los cogían entre los dedos y se los comían. Nunca tuvo arrestos para imitarles.

Además del bizcocho les daban dos escudillas de guiso, en la comida y en la cena. Un día habas, otro garbanzos, en interminable y repetitiva sucesión. Sancho no tardó en descubrir por qué al compinche del Muerto lo llamaban el Cagarro, y más de una vez se alegró de que el cómitre le castigase sin su ración. Había días en que el desempeño de la tripulación no alcanzaba lo que el Cuervo esperaba de ellos, y éste arrojaba al suelo la enorme olla comunal. Luego llamaba a un par de marineros para que echasen baldes de agua, algo que se hacía un par de veces al día para limpiar las inmundicias que los galeotes se veían obligados a hacer sobre la tablazón. Cuando les imponían aquel horrible castigo colectivo se hacía especialmente insufrible el aroma a tocino frito que bajaba desde la cubierta. A Sancho se le agitaban las tripas al atisbar comiendo a los marineros y a los buenas boyas.

Estos últimos eran antiguos galeotes que habían finalizado su condena pero que no encontraban en tierra otro medio de ganarse la vida. Volvían a la galera como remeros voluntarios, cobrando un sueldo. No estaban encadenados, dormían en cubierta y comían lo mismo que los marineros. Los forzados les despreciaban, porque eran el reflejo de lo que ellos podían ser en el futuro. Y a nadie le gusta tener enfrente un presagio de algo tan negro, si es que lograban sobrevivir.

La muerte era, por desgracia, algo demasiado habitual a bordo del barco. Antes de salir a mar abierto Sancho vio morir a dos galeotes, ambos novatos como él, ambos reventados por el esfuerzo de la boga. A finales de abril, cuando por fin el capitán juzgó que el conjunto de remeros era apto para la navegación, la
San Telmo
puso rumbo a Menorca, con órdenes de patrullar las aguas en torno a las islas. Antes de llegar sufrieron otro par de bajas. Uno de los remeros se quedó un día mirando al frente, con una mueca horrible en el rostro, luchando por respirar. Esa misma noche comenzó a arquear la espalda, y a gritar que no podía moverse. El cirujano de a bordo envió un par de hombres a buscar al enfermo, y éstos tuvieron que usar una cuerda para izarle por la trampilla, de tan rígido y encorvado como estaba.

—El pasmo —dijeron unos cuantos de los más veteranos al verle pasar. No hacía falta que explicasen mucho más, pues en el tono de voz ya se adivinaba que aquel hombre estaría muerto muy pronto.

La segunda víctima murió porque no fue capaz de resistir el ritmo. Era uno de los quinteroles de proa, y en un momento en el que el cómitre estaba de espaldas a él, colocó la mano dentro de la rodela de bronce que hacía de rodamiento para el remo. Se oyó un crujido horrendo cuando el pesado remo le aplastó los huesos, y el quinterol aulló como un loco. El Cuervo se dio la vuelta y mandó detener la boga, algo que provocó que el contramaestre asomara la cabeza enfurecido por la trampilla.

—¿Qué diablos sucede, cómitre?

El Cuervo echó un vistazo al hombre que gemía en el suelo y supo instantáneamente lo que había ocurrido. Alzó la vista hacia el contramaestre con una expresión triste.

—Tenemos un desertor, señor.

El contramaestre palideció, pues era un muchacho joven en su primer destino, y se veía obligado a dar por primera vez una orden que le desagradaba. A veces los galeotes intentaban mutilarse para evitar la condena, creyendo ingenuamente que si se volvían inútiles para el servicio el rey les perdonaría. El castigo para esos pobres desesperados sólo podía ser uno, y sin embargo el contramaestre no se atrevía a nombrarlo.

—¿Estáis seguro de ello, cómitre? —dijo inclinándose con ansiedad por la trampilla. Estaba justo encima de Sancho, y el joven temió que si se asomaba un poco más le caería encima.

El Cuervo volvió a echar una mirada al quinterol, que no había dejado de gemir ni un instante y se encomendaba a la Virgen y a todos los santos pidiendo clemencia. Tampoco a él le gustaba dar aquella orden. Detestaba perder piezas de su máquina.

—Me temo que sí, señor —dijo, escupiendo con desprecio sobre la crujía. Quería que aquello terminase cuanto antes. Aún detestaba más interrumpir una boga. Luego no había manera de coger ritmo de arrancada

—Tengo que consultarlo con el capitán.

El contramaestre desapareció de la trampilla.

Sancho se preguntaba si nadie iba a ayudar al pobre quinterol que seguía sufriendo, pero no hubo tiempo para ello. La cabeza del contramaestre volvió a aparecer.

—El capitán ha sido muy claro, cómitre —dijo, sintiéndose más tranquilo al ser otro el que había dado la orden—. Ya sabéis cuál es vuestro deber.

El Cuervo asintió y se acercó a la cadena de la primera bancada. Ya llevaba la llave de la cadena preparada en la mano, y se la entregó a los compañeros de banco del quinterol.

—Soltaos. Los cinco.

No les quitó la vista de encima mientras se sacaban los grilletes, y recogió la llave enseguida.

—Llevadle junto al mástil.

Los compañeros del quinterol lo pusieron en pie. Éste miró alrededor, con la vista nublada por las lágrimas. Se sujetaba el miembro accidentado con la mano derecha. Donde había estado la izquierda ahora había una masa deforme e hinchada que se ponía morada por momentos.

—¿Dónde está el cirujano? —balbuceó.

—No hay cirujano para los desertores.

El quinterol abrió muchos los ojos.

—¿Qué? ¡No soy un desertor! ¡Ha sido un accidente, señoría!

—Tuviste que estirar muchísimo el brazo para tener el accidente, chusma.

Los otros le arrastraron junto al mástil, a pesar de las protestas. La trampilla estaba abierta, y por ella alguien arrojó una cuerda terminada en un lazo.

—¡No! ¡Por Dios! ¡Tened compasión!

El Cuervo no le hizo el menor caso. Le colocó el lazo en torno al cuello y luego dio una voz. La cuerda se estiró de golpe, y el cuerpo del quinterol ascendió un poco. Sus pies aún rozaban la crujía, y las uñas hacían un ruido desagradable contra la madera.

—¡Subidlo más, que así no se muere!

Hubo otro tirón seco, y el quinterol quedó a un palmo del suelo. Aún seguía pataleando cuando el Cuervo se dirigió a los galeotes.

—Este adorno va a colgar aquí un par de días, para recordaros lo poco que os conviene tener accidentes. Y ahora, bogad.

Los días sucesivos fueron horribles para los galeotes. Había quien decía que no era normal, cuatro muertes en tan poco tiempo, y corrió la voz de que el barco estaba maldito. Además, el Cuervo estaba especialmente irascible desde el ajusticiamiento del quinterol, y no contenía el brazo. A la mínima ocasión sacaba el rebenque, y los ánimos de los forzados estaban más bajos que nunca.

Entonces ocurrió el incidente del choque de los remos, y todo cambió a bordo de la
San Telmo
.

En cierto modo era inevitable que sucediese. Con el cómitre marcando un ritmo tan fuerte en la boga, alargando los turnos innecesariamente y castigándoles sin los garbanzos una y otra vez, los hombres estaban al límite de su resistencia.

No era habitual que los bogavantes cometiesen errores. No se les escogía sólo por ser fuertes, sino también por ser muy hábiles. Tenían que mantener una rigurosa concentración para llevar el remo hasta el punto justo, una y otra vez. Debían introducir la pala en el agua en el ángulo correcto, y girarla una vez dentro, pues eso era lo que impulsaba el barco. Al mismo tiempo debían vigilar la maniobra del remo de delante.

Other books

Algoma by Dani Couture
Death Mask by Cotton Smith
The Call by Elí Freysson
Frankenstein Unbound by Aldiss, Brian
Utopia Gone by Zachariah Wahrer
Demonglass by Rachel Hawkins
All Monsters Must Die by Magnus Bärtås
Home Sweet Gnome by Jennifer Zane
The Bachelor Trap by Elizabeth Thornton
Hangtown Hellcat by Jon Sharpe