La leyenda del ladrón (21 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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Por un momento Sancho sintió una oleada de amargura. Aquélla era su última oportunidad, la manera de salvar a Bartolo y al mismo tiempo escupir en la cara de todos los poderosos. ¿Por qué diablos no se le ocurría una solución?

—El dinero entra —dijo Sancho, de golpe—. Así que también tiene que salir.

—Sé que hoy habrá un envío importante, ¡pero no puedo deciros nada! Perderé mi puesto...

Hubo más presión bajo la cintura del aprendiz, que se retorció de miedo. Sancho se sintió culpable por lo que estaba haciendo, pero intentó dominarse para que el otro no lo notase.

—¿Quieres ser padre algún día, Ignacio?

—Está bien, está bien —respondió el chico, llorando—. Os lo diré si prometéis no hacerme nada.

—Habla.

—Mi señor tiene que verse hoy con alguien en las Gradas, un funcionario de la Casa de la Contratación. Va a llevarle una cartera. No sé lo que es, pero le oí hablar con otro empleado del banco. Decía que lo que hay dentro vale una fortuna.

Sancho aflojó un tanto la presión sobre el pecho del aprendiz y lo miró de pies a cabeza. Acababa de discurrir un arriesgado plan.

—Muy bien, Ignacio. Ahora quítate la ropa.

XXIV

S
i el Arenal de Sevilla era el lugar de comercio más importante de la cristiandad y la plaza de San Francisco era el centro neurálgico de la ciudad, las Gradas de la catedral eran el epicentro del mundo. Sobre aquellos escalones se tomaban las más importantes decisiones, se cambiaban chismes y se cerraban acuerdos. Nobles, mercaderes, diplomáticos y espías de la Corona rotaban sobre sus posiciones en un baile de poder que tenía sus propias reglas.

Aquellos que llevaban noticias para sus amos se dirigían directamente a ellos, como lobos en un bosque humano. Los mensajeros solían ser habituales, así que todos los que se congregaban en las Gradas sabían quién acababa de recibir información privilegiada.

Aquellos que pretendían escuchar un cotilleo, acercarse a un hombre poderoso o simplemente solicitar un favor, se colocaban en la parte baja y volvían de tanto en tanto la mirada hacia el objeto de su interés. Si el poderoso consideraba oportuno recibirlos hacía un gesto con la mano o bien le indicaba a un asistente que le llamase.

Y finalmente, aquellos que regían el destino de España y de las Indias se colocaban sobre los escalones, tanto más alto cuanto más importante fuese su posición. Para hablar con otro de sus semejantes caminaban hacia ellos como los dueños del lugar, que es lo que realmente eran. Sobre sus cabezas, un impresionante bajorrelieve del pasaje evangélico en el que Cristo echaba a los mercaderes del templo se encontraba sobre los muros de la catedral. La ironía no pasaba desapercibida a aquellos que sólo tenían por encima al rey, a quien consideraban un mero obstáculo en sus carreras.

Vargas se situaba en el penúltimo peldaño de las Gradas. Él no era más que un comerciante, por lo que a pesar de ser uno de los más ricos de Sevilla no podía ocupar el más alto de los peldaños, como sí hacían otros hombres de negocios menos importantes que tenían la nobleza por derecho de sangre o por haberla adquirido. En Andalucía había menos nobleza de cuna que en el resto de España, rica en hidalgos pobres. Los que ostentaban un título nobiliario en Andalucía solían tener grandes ingresos provenientes de sus tierras, una situación económica que se iba degradando progresivamente. Para ellos trabajar estaba vetado socialmente, y sólo algunos de entre los nobles se rebajaban a hacer negocios. Por contra, aquellos que como Vargas tenían un origen plebeyo y habían hecho fortuna, aspiraban a adquirir marquesados o baronías que elevasen sus apellidos.

El comerciante no era menos modesto que ellos en sus aspiraciones. Su difunta mujer siempre le había incitado a comprar un título de cualquier clase, pero Vargas se había resistido. Él sería duque o no sería nada, tal y como había jurado sobre el cuerpo de su hermano muerto cuatro décadas atrás.

«Mira cómo se pavonean Mendoza, De las Heras y Taboada. El año próximo estaréis aquí abajo, alzando la vista hacia mí —pensaba Vargas—. Si no se me hubieran hundido los barcos...»

Los últimos reveses en su fortuna le habían alejado de una gloria que esperaba conquistar pronto. Pero para ello el complot que había trazado cuidadosamente con Malfini debía salir bien, o de lo contrario todo su imperio se derrumbaría. Por eso estaba aquella mañana sobre las Gradas, apoyado en un bastón que ahora, igual que el dolor del pie, era su compañero vitalicio.

Mientras escuchaba sólo a medias a un sedero de Flandes, que hablaba de un anormal aumento en la demanda de tinturas, Vargas escrutaba la multitud en busca de Malfini.

«¿Dónde diablos se habrá metido ese gordo genovés? Hace un rato que debería haber llegado.»

—¿Os encontráis bien, mi señor? Os noto un tanto ausente esta tarde —dijo el sedero.

—Estoy perfectamente, maese Van der Berg. Continuad, os lo ruego.

—¿Vuelve a daros problemas esa pierna vuestra?

Una veintena de pasos hacia su derecha, Vargas reconoció al funcionario de la Casa de la Contratación. Era un hombre pálido, bajo y menudo. Estaba en un corrillo en la zona baja de las Gradas, y llevaba un bonete tocado con una pluma azul, tal y como habían convenido. Comenzaba a dar muestras de impaciencia y a pesar del frío no paraba de secarse el sudor de la frente con un pañuelo.

«Maldito Malfini, emperrado en hacer el intercambio a plena vista. “Así no habrá riesgo de que ese desgraciado nos tienda una trampa, y será menos sospechoso”, decía. Excepto si ese cobarde sarasa se pone nervioso en mitad de la operación», pensó Vargas mordiéndose el labio inferior. La lógica retorcida del banquero, tan brillante el día anterior, ahora le parecía una completa locura.

—Gracias por preguntar, viejo amigo. La pierna va mejor. Habladme, por favor, de esos nuevos tonos de rojo que dicen habéis logrado en vuestros talleres.

El sedero arrancó una feliz perorata a la que Vargas no hizo ningún caso. Seguía escrutando la muchedumbre en busca de su socio. No pudo contener un suspiro de alivio cuando vio aparecer a Malfini, acompañado por uno de los guardias del banco. En la mano llevaba un delgado cartapacio de piel. El genovés hizo un gesto a su acompañante para que se lo guardase mientras se sumergía entre la multitud.

Vargas iba a volverse hacia el sedero cuando una cara que nunca había visto surgió a un par de metros de Malfini. Era un joven delgado, vestido con el clásico atuendo negro de los aprendices y pasantes en los bancos y casas de cuentas. No le hubiera llamado la atención de no ser porque al volverse Malfini hacia el funcionario de la Casa, el joven miró brevemente en su dirección. La intensidad de aquellos ojos le dejó helado. Él había visto antes aquella mirada en su propio rostro. Eran los ojos de un depredador.

«Algo va mal.»

Malfini estaba a sólo un par de pasos del funcionario de la Casa cuando tropezó y cayó al suelo con toda su gordura. Hubo un revuelo mientras una veintena de manos se prestaron a ayudar al veneciano, que aullaba de dolor como si hubiera caído sobre brasas ardientes en lugar de baldosas. Pero a Vargas todo aquello no le importó. Él observaba al joven aprendiz, que se agachó también para ayudar al genovés.

Luego, desapareció.

Vargas renqueó hacia adelante arrollando al sedero en su camino, pero ya era demasiado tarde. No había llegado aún hasta Malfini cuando los gritos de éste le anunciaron que le habían robado.

XXV

A
quella taberna de Triana era un antro oscuro y lleno de humo. Ningún cartel en el exterior anunciaba el establecimiento, ni tampoco era lugar donde un transeúnte despistado quisiera parar a tomar un vaso de vino.

El capitán Groot había estado allí en más de una ocasión, siempre con oscuros propósitos. Nunca se había arredrado ante los matones de mirada torva que desenvainaban el acero y no le dejaban entrar hasta que daba razón de quién era y qué asuntos lo llevaban hasta allí. Fuerte como un buey y consumado espadachín, Groot temía a pocas personas en este mundo. No era un hombre valiente en el sentido general del término, puesto que para que exista valor hay que conocer el miedo. Su ausencia de temor iba unida a una carencia notable de imaginación. En muchos sentidos Groot era como una bestia, incapaz de prever más allá del día presente o de buscar más satisfacción que la de sus instintos inmediatos.

Vargas nunca le había preguntado a Groot qué había hecho para acabar en la cárcel de la que le había sacado. El flamenco se lo hubiese dicho encantado si no estuviese seguro de que su jefe conocía de sobra su historia, pues nunca daba un paso sin saber cuántas cucarachas se escondían debajo de la piedra que estaba a punto de pisar. Ésa era la razón por la que el capitán le rendía una obediencia ciega, pues si algo no le convenía a Groot era fijar su propio destino. Tenía sobradas pruebas de lo que ocurría si tomaba él las decisiones.

Se había criado en una granja a las afueras de Rotterdam, sin más compañía que las mieses ni más ocupación que afilar las hoces sobre la amoladera. Capturaba pequeños animales, como ratones y mapaches, y probaba sobre ellos los filos de las cuchillas, observándolos morir con expresión bovina y vacía, preguntándose qué se sentiría al clavar un hierro en una persona.

Su familia notó pronto que algo no marchaba bien en la cabeza del joven Erik. Aunque nunca lo dijesen abiertamente, el niño les daba miedo. Con doce años medía ya seis pies de alto y era capaz de levantar y colocar en su eje la rueda del molino cuando ésta se salía de su trayectoria. Sin saber muy bien cómo lidiar con él, procuraban mantenerlo lejos de los vecinos. A pesar de vivir a diez millas de la ciudad más grande de Flandes, el niño jamás había pisado sus calles.

Tenía trece años la tarde de agosto en la que se fugó de la granja y marchó camino de Rotterdam, llevándose sólo una hogaza de pan y dos libras de queso. Aparentaba cinco años más de los que tenía, por lo que no le fue difícil conseguir trabajo como estibador en el puerto, descargando fardos de lana que le doblaban en tamaño. Allí se codeó con criminales de todas clases y echó a andar por los caminos del vino y las prostitutas a la edad en la que muchos niños aún van a la escuela. Aprendió a luchar con sus enormes manos y le rompió el brazo cruelmente a un estibador al que condenó a la mendicidad, pero seguía sin ser capaz de llenar los abismos de su interior. En su fuero interno seguía deseando por encima de todo matar a otro ser humano.

Tenía dieciséis años cuando alguien le habló de las escuelas de esgrima que proliferaban en el centro de la ciudad. Ahorró algo de dinero para apuntarse a una de ellas, pero cuando acudió frente al maestro de armas éste quedó impresionado por el tremendo físico de Groot y se ofreció a darle clases gratis a cambio de pequeños trabajos en la escuela. En pocos meses se convirtió en un alumno aventajado, y en el plazo de un par de años era un esgrimidor famoso en todo Rotterdam. Lo que le faltaba en técnica lo suplía con creces con fiereza y brutalidad, hasta tal punto que nadie quería enfrentarse a él ni siquiera en un vulgar entrenamiento. Aquella etapa de fama culminó trágicamente cuando por fin vio cumplido su deseo. A pesar de que los duelos a muerte estaban prohibidos bajo pena capital, Groot consiguió provocar suficientemente a alguien como para desafiarle.

El cadáver del joven al que asesinó no había comenzado a enfriarse cuando Groot se unió a las levas del ejército del rey Felipe, evitando la justicia. La vida militar le constreñía, pero la guerra era el terreno natural para alguien como él, un mundo en el que las normas de Dios y de los hombres desaparecían. Lo que sus superiores tomaban por valentía lo acabó llevando hasta el rango de capitán, y después a la cárcel de la que lo rescató Vargas. Allí le habían encerrado cuando se supo que había acuchillado por la espalda a un capitán español por negarse a seguirle en una incursión nocturna. Encerrado en la prisión volvió a sentirse de nuevo tan roto y vacío como en la granja en la que había nacido. Cuando Vargas lo eligió para que entrase a su servicio lo tomó al principio como una salida temporal de la situación en la que se encontraba, pero pronto encontró que bajo la tutela del comerciante podía tener una vida regalada y dar de tanto en tanto rienda suelta a sus instintos depredadores. Vargas, por su parte, encontraba muy útil a un hombre sin moral ni miedo.

Sin embargo, el hombre con quien hoy iba a encontrarse le causaba temor incluso a Erik Van de Groot. Jamás lo había visto en persona, aunque habían hecho tratos en el pasado. Era extraño que saliese fuera de su Corte, y poca gente podría describirle con precisión.

Groot se acercó al mostrador y cambió unas palabras en voz baja con el tabernero. El hombre negó con la cabeza. El capitán arrojó un par de monedas de plata sobre la madera y el hombre volvió a negar, esta vez más despacio. Groot arrojó otras dos y el tabernero lo acompañó a una mesa libre. Le sirvió una jarra de vino y luego fue a hablar con los matones de la puerta. Uno de ellos abandonó el local.

Una hora y dos jarras de vino más tarde, una figura embozada apareció junto al capitán. La capa le cubría el rostro, dejando ver apenas dos ojos oscuros como pozos resecos.

—Buenas noches, capitán Groot —dijo con voz ronca.

El flamenco, que no había perdido la puerta de vista, se sorprendió. Aquel hombre parecía haber salido de la nada. El local debía de tener alguna entrada secreta, algo muy conveniente para que Monipodio pudiera rehuir a sus enemigos. O para deshacerse discretamente de un cadáver, llegado el caso.

—¿Con quién tengo el gusto de hablar? —dijo Groot, sospechando alguna trampa.

—Mi nombre ya lo sabéis —respondió Monipodio, apartando la capa y mostrando su rostro. Se sentó frente a Groot.

El tabernero sirvió más vino, que el hampón bebió despacio, observando a su interlocutor. El flamenco tamborileó con los dedos sobre la mesa, manteniendo la mirada de Monipodio con cierta dificultad. Al igual que dos lobos se cruzan en un calvero del bosque, desafiándose sin llegar a enseñar los dientes, ambos esperaron a que el otro hiciese el primer movimiento. Finalmente fue Groot quien no resistió el silencio.

—Celebro conoceros por fin.

—No acostumbro atender personalmente los asuntos que suele encargar vuestro señor Vargas, capitán.

—En este caso se trata de un negocio muy diferente —dijo Groot—. No hay que hacer desaparecer nada, sino de que algo que ha sido perdido aparezca.

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