La lentitud (6 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

BOOK: La lentitud
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Si una gran negociación comercial, si los encuentros en la cumbre de los grandes de este mundo, son importantes noticias de actualidad, y también se iluminan, se filman, se comentan; ¿por qué no despiertan en sus protagonistas el mismo conmovido sentimiento de orgullo?

Me apresuro a hacer una última precisión: el científico checo no había sido agraciado con cualquier Actualidad Histórica Planetaria, sino con la que se llama Sublime. La Actualidad es Sublime cuando el hombre situado en el proscenio sufre mientras al fondo resuena el crepitar de los fusiles y por encima planea el Arcángel de la muerte.

Esta es, pues, la fórmula definitiva: el científico checo está orgulloso por haber sido agraciado con la Actualidad Histórica Planetaria Sublime. Sabe muy bien que esta gracia le distingue de todos los noruegos y daneses, de todos los franceses e ingleses presentes en la sala.

18

En la mesa de la presidencia hay un lugar en el que van alternándose los oradores; él no los escucha. Espera su turno, toquetea de vez en cuando en su bolsillo las cinco hojas de su corta intervención, que no es, él lo sabe, muy brillante: al haber sido apartado durante veinte años del trabajo científico, sólo ha podido resumir lo que ya hizo público cuando, siendo un joven investigador, había descubierto y descrito una especie desconocida de mosca que él había bautizado
Musca Pragensis
. Luego, al oír al presidente pronunciar las sílabas que seguramente significan su apellido, se levanta y va hacia el lugar reservado a los oradores.

Durante los escasos veinte segundos de su desplazamiento, le ocurre algo inesperado: sucumbe a la emoción: Dios mío, después de tantos años se encuentra de nuevo entre la gente a quien estima y que le estima a él, entre científicos afines que pertenecen al mismo ambiente del que su destino le había arrebatado; cuando se detiene frente a la silla vacía que le está destinada, no se sienta; por una vez, quiere obedecer a sus sentimientos, ser espontáneo y decir a sus colegas desconocidos lo que siente.

«Perdónenme, damas y caballeros, por expresarles mi emoción, que no me esperaba y que me ha sorprendido. Después de casi veinte años de ausencia puedo dirigirme de nuevo a la asamblea de quienes reflexionan sobre los mismos problemas que yo, animadospor la misma pasión que yo. Vengo de un país en el que una persona, sólo por decir en voz alta lo que pensaba, podía verse privado del sentido mismo de su vida, ya que para un hombre de ciencia el sentido de su vida no es otra cosa que su ciencia. Como ustedes sabrán, decenas de miles de hombres, toda la
inteüigentsia
de mi país, fueron alejados de sus puestos después del trágico verano de 1968. Hace tan sólo seis meses, todavía trabajaba como albañil. No, no hay nada humillante en ello, aprendes muchas cosas, trabas amistad con gente sencilla y admirable, y también te das cuenta de que nosotros, gente de ciencia, somos unos privilegiados, porque hacer un trabajo que es a la vez una pasión es un privilegio, sí, amigos míos, el privilegio que jamás han conocido mis compañeros albañiles, porque es imposible cargar vigas con pasión. Vuelvo a tener este privilegio, que me fue arrebatado durante veinte años, y me siento como embriagado. Esto explica, queridos amigos, por qué vivo estos momentos como una verdadera fiesta, aun cuando esta fiesta sea para mí algo melancólica.»

Al pronunciar estas últimas palabras, siente que las lágrimas le inundan los ojos. Esto le molesta un poco, le asalta la imagen de su padre, que, siendo ya anciano, estaba continuamente conmovido y lloraba a la más mínima, pero después se dijo, por qué no abandonarse por una vez: esta gente debería sentirse honrada de su emoción, que él les brinda como un pequeño recuerdo de Praga.

No se ha equivocado. Los asistentes, ellos también, están emocionados. En cuanto ha pronunciado la última palabra, Berck se levanta y aplaude. La cámara ya está allí, enfoca su rostro, sus manos que aplauden, y enfoca también al científico checo. Toda la sala se levanta, lenta o rápidamente, con el semblante sonriente o serio, todos aplauden y eso les gusta tanto que ya no saben cuándo parar, el científico checo está de pie frente a ellos, alto, muy alto, torpemente alto, y cuanta más torpeza emana de su estatura, más conmovedor es y más emocionado se siente, hasta el punto de que las lágrimas ya no se le arremolinan discretamente bajo los párpados, sino que le bajan solemnemente por la nariz, hacia la boca, hacia el mentón, a la vista de todos sus colegas, que se ponen a aplaudir aún más fuerte si cabe. Por fin, se atenúa la ovación, la gente vuelve a sentarse y el científico checo dice con voz temblorosa: «Se lo agradezco, queridos amigos, se lo agradezco de todo corazón». Se inclina y se dirige hacia su lugar. Sabe que está viviendo el momento más importante de su vida, el momento de gloria, sí, de gloria, por qué no decir la palabra, se siente grande y hermoso, se siente célebre y desea que el recorrido hasta su silla sea largo y no acabe nunca.

19

El silencio reinaba en la sala mientras iba hacia su silla. Tal vez sea más exacto decir que reinaban silencios. El científico no distinguía más que uno: el silencio emocionado. No se daba cuenta de que, progresivamente, como la imperceptible modulación que hace que una sonata pase de un tono a otro, el silencio emocionado había pasado a ser un silencio incómodo. Todo el mundo había comprendido que aquel señor con un apellido impronunciable estaba hasta tal punto conmovido por sí mismo que había olvidado leer la intervención que debía de haberles informado acerca de sus descubrimientos de nuevas moscas. Y todo el mundo sabía que habría sido de mala educación recordárselo. Tras una larga pausa, el presidente del congreso carraspea y dice: «Agradezco al señor Checoshipi… (se calla un buen rato para dar al invitado una última ocasión de acordarse) … y doy la palabra al siguiente ponente». En ese momento el silencio queda brevemente interrumpido por una risa ahogada en el fondo de la sala.

Sumergido en sus pensamientos, el científico checo no oye ni la risa ni la intervención de su colega. Siguen otros oradores hasta el momento en que un científico belga, que se ocupa como él de moscas, le arranca de su ensimismamiento: ¡Dios mío, ha olvidado pronunciar su discurso! Lleva la mano a su bolsillo, las cinco hojas siguen allí como prueba de que no está soñando.

Arden sus mejillas. Se siente ridículo. ¿Puede aún salvar algo? No, sabe que no puede salvar nada en absoluto.

Tras unos instantes de vergüenza, una extraña idea acude a consolarle; es cierto que ha hecho el ridículo; pero no hay en ello nada negativo, nada vergonzoso o desconsiderado; ese ridículo que le ha tocado en suerte intensifica aún más la melancolía inherente a su vida, vuelve aún más triste su destino y, por lo tanto, aún más grande y hermoso.

No, el orgullo jamás abandonará la melancolía del científico checo.

20

Todos los congresos tienen sus desertores, que se reúnen en algún salón contiguo para beber. Vincent, harto de escuchar a los entomólogos y no suficientemente entretenido con la curiosa actuación del científico checo, se reúne en el vestíbulo con otros desertores, alrededor de una larga mesa cerca del bar.

Tras permanecer callado largo tiempo consigue intervenir en la conversación de los desconocidos: «Tengo una novia que quiere que sea brutal con ella».

Cuando lo dice Pontevin, hace una pequeña pausa durante la que el auditorio cae en un atento silencio. Vincent intenta hacer la misma pausa y, en efecto, oye elevarse una risa, una gran risa; eso le anima, sus ojos se iluminan, hace un gesto con la mano para calmar a sus oyentes, pero en ese mismo momento comprueba que todos miran hacia el otro lado de la mesa, divertidos por la discusión de dos señores que se echan sapos y culebras.

Tras uno o dos minutos, consigue una vez más que le escuchen: «Les decía que mi novia quiere que yo sea brutal con ella». Esta vez todo el mundo le escucha y Vincent ya no comete el error de hacer una pausa; habla cada vez más rápido como si quisiera huir de alguien que le persiguiera para interrumpirlo: «Pero no puedo, soy demasiado fino», y como respuesta a estas palabras se pone a reír él solo. Al comprobar que su risa cae en el vacío, se apresura a seguir y acelera aún más el flujo de su discurso:

—Una mecanógrafa viene con frecuencia a mi casa, le dicto…

—¿Escribe con ordenador? —pregunta un hombre que se muestra repentinamente interesado.

Vincent contesta:

Sí.

—¿Qué marca?

Vincent dice una marca. El hombre tiene uno igual y se pone a contarle historias de su ordenador, que ha adquirido la mala costumbre de jugarle malas pasadas. Todo el mundo ríe a carcajadas.

Y Vincent, tristemente, recuerda una vieja idea suya: uno cree siempre que las oportunidades de un hombre están más o menos determinadas por su aspecto exterior, por la belleza o la fealdad de su rostro, por la altura, por el pelo o su ausencia. Error. Es la voz lo que lo decide todo. Y la de Vincent es débil y demasiado aguda; cuando empieza a hablar nadie se da cuenta, de modo que se ve obligado a forzar la nota y entonces todo el mundo tiene la impresión de que grita. Pontevin, en cambio, habla muy bajo, y su voz baja resuena en toda la habitación, agradable, hermosa, poderosa, de tal manera que todo el mundo le escucha sólo a él.

¡Ah, maldito Pontevin! Había prometido acompañarle al congreso con todo su grupo, luego se desinteresó, fiel a su naturaleza, más proclive a los discursos que a la acción. Por un lado, Vincent lo lamentaba, pero, por otro, se sentía aún más obligado a no traicionar la exhortación que le había hecho su maestro el día anterior a su partida: «Tienes que representarnos. Te doy plenos poderes para actuar en nuestro nombre, por nuestra causa común». Por supuesto, era una exhortación algo bufa, pero la pandilla del Café Gascón está convencida de que en nuestro mundo fútil sólo las exhortaciones bufas merecen obedecerse. Al recordarlo, Vincent ve, junto a la cabeza del sutil Pontevin, la enorme bocaza de Machu, que sonríe aprobadora. Animado por ese mensaje y por esa sonrisa, se decide a actuar; mira a su alrededor y descubre, en el grupo que rodea la mesa del bar, a una joven que le gusta.

21

Los entomólogos son unos curiosos patanes: desatienden a la joven incluso cuando ella les escucha con la mejor voluntad del mundo, dispuesta a reír cuando hay que hacerlo y a aparentar seriedad cuando ellos se ponen serios. Es evidente que no conoce a ninguno de los que están allí y sus afanosas reacciones, que nadie percibe, ocultan un alma temerosa. Vincent se levanta de la mesa, se acerca al grupo en el que está la joven y se dirige a ella. Pronto se separan de los demás y se pierden en una conversación que, desde el comienzo, se anuncia fácil y sin fin. Se llama Julie, es mecanógrafa, y ha hecho algún trabajo para el presidente de los entomólogos: al no tener ya mucho más que hacer aquella tarde, ha aprovechado la ocasión para pasar la noche en aquel célebre castillo entre gente que la intimida pero que, al mismo tiempo, despierta su curiosidad, porque hasta el día anterior nunca en su vida había visto a ningún entomólogo. Vincent se siente a gusto con ella, no se ve obligado a levantar la voz, al contrario, la baja para que los demás no los escuchen. Luego, la lleva a una mesita a la que pueden sentarse uno junto al otro y le pone una mano sobre la suya.

—Sabes —dice él—, todo depende de la fuerza de la voz. Es más importante que tener una cara bonita.

—Tu voz es bonita.

—¿Te parece?

—Sí, me parece.

—Pero débil.

—Es lo que la hace agradable. Yo tengo una voz fea, chirriante, como un graznido, como el de un vieja corneja, ¿no crees?

—No —dice Vincent con cierta ternura—, me gusta tu voz, es provocativa, irrespetuosa.

—¿Tú crees?

—¡Tu voz es como tú! —dice Vincent afectuosamente—. ¡Tú también eres irrespetuosa y provocativa!

A Julie le gusta oír lo que le dice Vincent:

—Sí, es verdad.

—Toda esa gente es muy gilipollas —dice Vincent.

Ella está de acuerdo:

—Sí, del todo.

—Unos chulos engreídos. Unos burgueses. ¿Has visto a Berck? ¡Un cretino!

Ella está completamente de acuerdo. Se han portado con ella como si fuera invisible y le encanta oír todo eso contra ellos, se siente vengada. Vincent le parece cada vez más simpático, es guapo, alegre y sencillo, y no es en absoluto un chulo.

—Tengo ganas —dice Vincent— de armar un gran jaleo…

Suena bien: como la promesa de un motín. Julie sonríe, querría aplaudir.

—¡Te traigo un vaso de whisky! —le dice él y va hacia el otro extremo del vestíbulo, hacia el bar.

22

Entretanto, el presidente clausura él con los participantes abandonan ruidosamente la sala y el vestíbulo se llena enseguida. Berck se acerca al científico checo:

—Me ha conmovido mucho su… —vacila adrede para dejar sentir hasta qué punto le resulta difícil encontrar una palabra lo bastante delicada como para calificar el upo de discurso que ha pronunciado el checo—, por su… testimonio. Tendemos a olvidar demasiado deprisa. Quiero que sepa que me afectó mucho lo que ocurría en su país. Usted es el orgullo de Europa, que, por cierto, no tiene muchos motivos para sentirse orgullosa.

El científico checo hace un vago gesto de protesta para dar cuenta de su modestia.

—No, no proteste —siguió Berck—, insisto en decírselo. Ustedes, precisamente ustedes, los intelectuales de su país, al manifestar una obstinada resistencia a la opresión comunista, han dado prueba del valor que tantas veces nos hace falta, han dado prueba de tal sed de libertad, yo diría incluso de tal voluntad de libertad, que se han convertido para nosotros en el ejemplo a seguir. Además, —añade para dar a sus palabras un toque de familiaridad, una señal de connivencia— Budapest es una magnífica ciudad, viva y, permítame recalcarlo, del todo europea.

—Querrá usted decir Praga —dice tímidamente el científico checo.

¡Ah, maldita geografía! Berck ha comprendido que ésta le ha hecho cometer un pequeño error y, dominando la irritación por la falta de tacto de su colega, dice:

—Sí, claro, me refería a Praga, pero también quería referirme a Cracovia, a Sofía, a San Petersburgo, pienso en todas esas ciudades del Este que acaban de librarse de un enorme campo de concentración.

—No diga campo de concentración. Perdíamos con frecuencia nuestro empleo, pero no estábamos en campos.

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