La lentitud (10 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

BOOK: La lentitud
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Por fin se pone a nadar. Nada mucho más lentamente que Vincent, la cabeza levantada con torpeza sobre la superficie del agua; Vincent ha recorrido ya tres veces los quince metros de la piscina cuando ella se acerca a la escalerilla para salir. El se apresura a seguirla. Están en el borde cuando, desde el vestíbulo, arriba, les llegan voces.

Movido por la proximidad de invisibles desconocidos, Vincent se pone a gritar: «¡Voy a sodomizarte!», y con una mueca de fauno se lanza sobre ella.

¿Cómo puede ser que en la intimidad de su paseo él no se haya atrevido a susurrarle una sola pequeña obscenidad y que ahora, cuando corre el riesgo de ser escuchado por cualquiera, aúlle semejante enormidad?

Precisamente porque ha abandonado, imperceptiblemente, la zona de intimidad. La palabra pronunciada en un pequeño espacio cerrado significa una cosa distinta que la misma palabra resonando en un anfiteatro. Ya no es una palabra de la que fuera enteramente responsable y que estuviera destinada exclusivamente a la pareja, es una palabra que los demás exigen oír, los que están allí y les miran. El anfiteatro, es cierto, está vacío, pero incluso si lo está, el público, imaginado e imaginario, potencial y virtual, está allí, está con ellos.

Cabría preguntarse de quiénes se compone este público; no creo que Vincent evoque la gente que ha visto en el congreso; el público que ahora le rodea es numeroso, insistente, exigente, agitado curioso, pero a la vez del todo inidentificable, con los rasgos de la cara difuminados; ¿querrá decir que el público que él imagina es aquel con el que sueñan los bailarines?, ¿el público de los invisibles?, ¿aquel sobre el cual Pontevin construye sus teorías?, ¿el mundo entero?, ¿un infinito sin rostros?, ¿una abstracción? No del todo: porque detrás de ese tumulto anónimo se vislumbran rostros concretos: Pontevin y demás compañeros; observan, divertidos, la escena, observan a Vincent, a Julie e incluso al público de desconocidos que les rodea. Para ellos grita Vincent sus palabras, es su admiración y su aprobación las que quiere conquistar.

«¡No me sodomizarás!», grita Julie, que no sabe nada de Pontevin, pero que, ella también, pronuncia esta frase para aquellos que, aun sin estar allí, podrían estarlo, ¿Deseará que la admiren? Sí, pero ella sólo lo desea para complacer a Vincent. Quiere que un público desconocido e invisible la aplauda para que la ame el hombre al que ha elegido para esa noche y, ¿quién sabe?, para muchas otras más. Corre alrededor de la piscina y sus dos pechos se balancean alegremente de un lado para otro.

Las palabras de Vincent son cada vez más audaces; sólo sucarácter metafórico vela ligeramente su vigorosa vulgaridad.

—¡Te atravesaré con mi polla y te clavaré a la pared!

—¡No me clavarás!

—¡Quedarás crucificada en el techo de la piscina!

—¡No me quedaré crucificada!

—¡Te desgarraré el ojo del culo ante todo el universo!

—¡No lo desgarrarás!

—¡Todo el mundo verá tu ojo del culo!

—¡Nadie verá mi ojo del culo! —grita Julie.

En ese momento, oyen de nuevo voces cuya proximidad parece entorpecer el paso ligero de Julie e incitarla a parar: empieza a gritar con voz estridente como si le faltara poco para ser violada. Vincent la agarra y cae encima de ella en el suelo. Ella lo mira, con los ojos muy abiertos, a la espera de una penetración a la que está decidida a no resistirse. Abre las piernas. Cierra los ojos. Inclina ligeramente la cabeza hacia un lado.

35

No ha habido penetración. No la ha habido porque el miembro de Vincent está tan pequeño como una fresa marchita, como el dedal de una bisabuela.

¿Por qué está tan pequeño?

Se lo pregunto directamente al miembro de Vincent y éste, muy sorprendido, contesta: «¿Y por qué no habré de estar pequeño? ¡No he visto la necesidad de crecer!. ¡Créame, realmente no se me ha ocurrido semejante idea! No me habían avisado. De acuerdo con Vincent, he seguido esa extraña carrera alrededor de la piscina, impaciente por ver qué iba a pasar. ¡Me lo he pasado en grande! ¡Ahora usted acusará a Vincent de impotencia! ¡Por favor! Eso me culpabilizaría horriblemente y sería injusto, ya que vivimos en perfecta armonía y, le aseguro, sin jamás decepcionarnos el uno al otro. ¡Siempre me sentí orgulloso de él y él de mí!».

El miembro ha dicho la verdad. De hecho, Vincent no está especialmente contrariado por su comportamiento. Si su miembro actuara así en la intimidad de su apartamento, nunca se lo perdonaría. Pero aquí está dispuesto a considerar su reacción como razonable e incluso más bien decente. Decide pues tomarse las cosas tal como son y se pone a simular un coito.

Tampoco Julie está contrariada ni frustrada. Sentir los movimientos de Vincent encima de su cuerpo y no sentir nada dentro le parece extraño, pero, a fin de cuentas, aceptable, y responde a los vaivenes de su amante con sus propios movimientos.

Las voces que habían escuchado se han alejado, pero un nuevo ruido repercute en el espacio resonante de la piscina: los pasos de un corredor que pasa muy cerca de ellos.

El jadeo de Vincent se acelera y amplía; gruñe y brama mientras Julie emite gemidos y sollozos, en parte porque el cuerpo mojado de Vincent le hace daño al caer una y otra vez sobre ella, en parte porque quiere así dar respuesta a sus rugidos.

36

Al no verles hasta en el último momento, el científico checo no ha podido evitarles. Pero hace como si no estuvieran allí y se esfuerza por mirar hacia otro lado. Está nervioso: todavía no conoce bien la vida en Occidente. En el imperio del comunismo hacer el amor al borde de una piscina era imposible, como muchas otras cosas que, por otra parte, ahora habrá que aprender pacientemente. Llega ya al otro lado de la piscina y le entran ganas de girarse para echar de todos modos un rápido vistazo a la pareja que copula; porque algo le inquieta: ¿tendrá el hombre que copula un cuerpo bien entrenado? ¿Qué es más útil para la cultura corporal, el amor físico o los trabajos manuales? Pero se controla al no querer pasar por un mirón.

Se detiene en el borde opuesto y empieza a hacer ejercicios: primero corre sin moverse levantando muy alto las rodillas; luego se apoya sobre las manos, patas arriba; desde niño sabe mantenerse en equilibrio en esta posición, que los gimnastas llaman hacer la vertical, y hoy lo hace tan bien como antaño; le asalta una pregunta: ¿cuántos grandes científicos franceses sabrán hacerlo como él?, ¿y cuántos ministros? Se imagina uno tras otro a todos los ministros franceses que él conoce por su nombre y por sus fotos, intenta imaginárselos en esa posición, en equilibrio sobre las manos, y se siente satisfecho: tal como los ve, son torpes y débiles. Tras conseguir hacer la vertical siete veces, se tumba boca abajo y se alza sobre los brazos.

37

Ni Julie ni Vincent hacen caso de lo que ocurre a su alrededor. No son exhibicionistas, no intentan excitarse mediante la mirada ajena, ni captar esa mirada, ni observar a quien les observa a ellos; lo que hacen no es una orgía, es un espectáculo, y los comediantes, durante una representación, no quieren encontrarse con la mirada de los espectadores. Aún más que Vincent, Julie se empeña en no ver nada; no obstante, la mirada que acaba de detenerse sobre su rostro es demasiado pesada para que no pueda sentirla.

Levanta la vista y la ve: está en un espléndido vestido blanco y la observa fijamente; su mirada es extraña, lejana y no obstante pesada, terriblemente pesada; pesada como la desesperación, pesada como el noséquéhacer, y Julie, bajo semejante peso, se siente como paralizada. Sus movimientos se hacen más lentos, se amustian, cesan; unos cuantos gemidos más y calla.

La mujer de blanco lucha contra un inmenso deseo de aullar. No puede liberarse de ese deseo que es tanto más fuerte cuanto que aquel para quien quiere aullar no la oirá. De pronto, sin poder aguantar más, emite un grito, un grito agudo, terrible.

Julie sale de su estupor, se incorpora, toma su braguita, se la pone, se tapa deprisa con su ropa en desorden y escapa corriendo.

Vincent es más lento. Recoge su camisa, su pantalón, pero no ve por ninguna parte su calzoncillo.

Unos pasos detrás de él, hay un hombre de pie en pijama, nadie le ve ni él ve a nadie, concentrado como está en la mujer de blanco.

38

Al no poder resignarse a la idea de que Berck la ha rechazado, ha tenido ese loco deseo de ir a provocarlo, de pavonearse ante él en toda su blanca belleza (¿acaso no es blanca la belleza de una inmaculada?), pero su paseo por los pasillos y salones del castillo le ha salido mal: Berck no estaba allí y el cámara la ha seguido, no en silencio como un humilde perro bastardo, sino dirigiéndose a ella con una voz fuerte y desagradable. Ha conseguido llamar la atención sobre ella, pero una atención malvada y burlona, de manera que ha acelerado el paso; así, huyendo, ha llegado al borde de la piscina, donde, al topar con una pareja que copulaba, ha terminado por emitir ese grito.

Ese grito la ha despertado: ve de pronto a plena luz la trampa en la que ha caído: su perseguidor detrás, el agua delante. Comprende lúcidamente que este cerco no tiene salida; que la única salida de que dispone es una salida insensata; que el único acto razonable que le queda es un acto enloquecido; con toda la fuerza de su voluntad elige pues la sinrazón: da dos pasos hacia adelante y salta al agua.

La manera en que ha saltado es bastante curiosa: contrariamente a Julie, sabe zambullirse muy bien; sin embargo, ha caído en el agua con los pies por delante y los brazos abiertos, sin ninguna gracia.

Y es que todos los gestos, además de su función práctica, poseen un significado que va más allá de la intención de aquellos que los ejecutan; el gesto de alguien en traje de baño que se tira al agua es de alegría, pese a la eventual tristeza del que se zambulle. Cuando alguien se tira al agua vestido es muy distinto: sólo se tira vestido al agua el que quiere ahogarse; y el que quiere ahogarse no se tira de cabeza; se deja caer: así lo requiere el idioma inmemorial de los gestos. Por eso Immaculata, aunque sea una excelente nadadora, no ha podido, con su hermoso vestido, tirarse al agua más que de una manera lamentable.

Sin razón razonable alguna se encuentra ahora en el agua; está allí, sometida a su gesto, cuyo significado llena poco a poco su alma; se siente vivir su suicidio, su ahogo, y todo lo que haga a partir de ese momento no será sino baile, una pantomima mediante la cual su gesto trágico prolongará su mudo discurso:

Tras caer al agua, se incorpora. En ese lugar, la piscina es poco profunda, el agua le llega a la cintura; permanece unos instantes de pie, la cabeza recta, el busto hacia fuera. Luego, se deja caer otra vez. En ese momento, se desprende de su vestido un echarpe con pequeñas flores artificiales que flota tras ella, como flotan los recuerdos detrás de los muertos. De nuevo se incorpora, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, los brazos abiertos; como si quisiera correr, avanza unos pasos, allí donde baja el fondo de la piscina, y se sumerge otra vez. Así va progresando, al igual que un animal acuático, que un pato mitológico que deja su cabeza desaparecer debajo de la superficie y la levanta a continuación volcándola hacia arriba. Estos movimientos claman el deseo de vivir en las alturas o de perecer en el fondo de las aguas.

El hombre en pijama cae de pronto de rodillas y llora: «¡Vuelve, vuelve, soy un criminal, soy un criminal, vuelve!».

39

Al otro lado de la piscina, allí donde el agua es profunda, el científico checo, que hace flexiones, mira sorprendido: al principio, ha pensado que la pareja recién llegada ha venido para unirse a la pareja que copula y que por fin iba a asistir a una de esas legendarias orgías de las que tantas veces había oído hablar cuando trabajaba en los andamios del puritano imperio comunista. Por pudor, ha pensado incluso que, en semejante situación de coito colectivo, debía abandonar el lugar e irse a su habitación. Luego el terrible grito le ha atravesado los oídos y, con los brazos tensos, se ha quedado así como petrificado sin poder seguir con sus ejercicios, aun cuando hasta entonces sólo hubiera hecho dieciocho flexiones. Ante sus ojos, la mujer vestida de blanco ha caído al agua, y un echarpe con diminutas flores artificiales, azules y rosas, ha empezado a flotar tras ella.

Inmóvil, el torso levantado, el científico checo termina por comprender que esa mujer quiere ahogarse: se esfuerza por permanecer con la cabeza bajo el agua pero, al no ser su voluntad lo suficientemente fuerte, vuelve siempre a incorporarse. Asiste a un suicidio como jamás habría sabido imaginárselo. La mujer está enferma o herida o perseguida, se incorpora y de nuevo desaparece bajo la superficie, una y otra vez; sin duda no sabe nadar; según va progresando, se sumerge cada vez más de manera que pronto el agua la cubrirá y morirá ante la mirada pasiva de un hombre en pijama que, en el borde de la piscina, arrodillado, la observa y llora.

El científico checo ya no puede dudar: se levanta, se inclina hacia adelante por encima del agua, con las piernas flexionadas y los brazos estirados.

El hombre en pijama ya no ve a la mujer, fascinado como está por la estatura de un hombre desconocido, alto, fuerte, extrañamente deforme que, justo enfrente, a unos quince metros, se dispone a intervenir en un drama que no le concierne, un drama que el hombre en pijama conserva celosamente sólo para él y para la mujer a quien ama. Porque, ¿quién podría dudarlo?, él la ama, su odio es tan sólo pasajero; es incapaz de odiarla realmente y por mucho tiempo, aun cuando ella le haga sufrir. El sabe que ella actúa bajo el dictado de su irracional e indomable sensibilidad, de su milagrosa sensibilidad, que él no comprende y que adora. Incluso si acaba de cubrirla de insultos, sigue convencido, en su interior, de que ella es inocente y de que el verdadero culpable de su inesperada discordia es otra persona. El no lo conoce, no sabe dónde está, pero está dispuesto a arrojarse sobre él. En semejante estado de ánimo, mira al hombre que se inclina deportivamente por encima del agua; como hipnotizado, mira su cuerpo, fuerte, musculoso y curiosamente desproporcionado, con largos muslos muy femeninos y tobillos gruesos e ininteligentes, un cuerpo absurdo como la injusticia misma. No sabe nada de ese hombre, no sospecha nada de él, pero, cegado por su sufrimiento, ve en ese monumento de fealdad la imagen de su inexplicable desgracia y se siente presa de un odio invencible hacia él.

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