Me pregunto por qué Pontevin no hace públicas estas ideas tan interesantes. Sin embargo, ese historiador doctorado en letras, que se aburre en su despacho de la Biblioteca Nacional, no tiene muchas cosas que hacer. ¿Acaso le importa un bledo dar a conocer sus teorías? Sería decir poco: le horroriza. El que hace públicas sus ideas corre el riesgo, en efecto, de convencer a los demás de su verdad, de influirles y, por lo tanto, de encontrarse en el papel de aquellos que aspiran a cambiar el mundo. ¡Cambiar el mundo! ¡Qué monstruoso propósito para Pontevin! No porque el mundo sea admirable tal como está, sino porque cualquier cambio conduce inevitablemente a lo peor. Y porque, desde un punto de vista más egoísta, cualquier idea hecha pública se volverá tarde o temprano contra su autor y le confiscará el placer de haberla pensado. El caso es que Pontevin es uno de los grandes discípulos de Epicuro e inventa y desarrolla sus ideas tan sólo por gusto. No desprecia a la humanidad, que es para él una fuente inagotable de reflexiones alegremente maliciosas, pero no siente el mínimo deseo de establecer un contacto demasiado estrecho con ella. Se rodea de un grupo de amigos que se reúnen en el Café Gascón y le basta con esa pequeña muestra de la humanidad.
Vincent es el más inocente y el más conmovedor de sus compañeros. Siento por él mucha simpatía y sólo le reprocho (con un poco de celos, por cierto) la adoración juvenil y, a mi juicio, excesiva que siente por Pontevin. Pero incluso esta amistad tiene algo de conmovedor. Vincent es feliz cuando está a solas con él porque hablan de muchos asuntos que le cautivan, de filosofía, de política, de libros. Vincent derrocha ideas curiosas y provocadoras, y Pontevin, también él cautivado, corrige a su discípulo, le inspira, le anima. Pero basta que llegue un tercero para que Vincent se ponga triste, ya que al instante Pontevin se transforma: habla más fuerte y se pone gracioso, demasiado gracioso a juicio de Vincent.
Por ejemplo: están a solas en el café y Vincent le pregunta: «¿Qué piensas de lo que ocurre en Somalia?». Pontevin, pacientemente, le suelta toda una conferencia sobre África. Vincent objeta cosas, discuten, tal vez hagan también alguna broma, pero sin querer lucirse, tan sólo para concederse un respiro durante una conversación del todo seria.
Llega Machu acompañado de una bella desconocida. Vincent quiere seguir la discusión: «Pero dime, Pontevin, ¿no crees que te equivocas al pretender que…?», y desarrolla una interesante polémica contra las teorías de su amigo.
Pontevin hace una larga pausa. Es un maestro de las largas pausas. Sabe que sólo los tímidos las temen y que se precipitan, cuando no saben qué contestar, en frases apuradas que les ridiculizan. Pontevin sabe callar tan soberanamente que incluso la Vía Láctea, impresionada por su silencio, espera, impaciente, la respuesta. Sin decir palabra, mira a Vincent, quien, no se sabe por qué, baja púdicamente los ojos, luego, sonriendo, mira a la señora y, una vez más, se vuelve hacia Vincent con la mirada cargada de simulada solicitud: «Tu manera de insistir, en presencia de una dama, sobre pensamientos tan exageradamente brillantes da fe de un inquietante fluir de tu libido».
En la cara de Machu asoma su ya célebre sonrisa de idiota, la bella dama pasea sobre Vincent una mirada condescendiente y malignamente regocijada, y Vincent se ruboriza; se siente herido: un amigo que, hace un minuto, se mostraba atento con él, de pronto está dispuesto a ponerle en una situación incómoda con la única finalidad de deslumbrar a una mujer.
Luego llegan más amigos, se sientan, charlan; Machu cuenta anécdotas; mediante observaciones muy secas, Goujard exhibe su erudición libresca; algunas mujeres dejan oír su risa. Pontevin se mantiene en silencio; espera; tras dejar madurar suficientemente su silencio, dice: «La chica con quien salgo exige continuamente de mí un trato brutal».
Dios mío, cómo sabe decirlo. Incluso la gente sentada en las mesas de al lado se han callado y escuchan; la risa se estremece en el aire, impaciente. ¿Qué habrá tan gracioso en el hecho de que su amiguita le exija un trato brutal? Todo debe residir en el sortilegio de la voz, y Víncent no puede evitar sentir celos, dado que la suya, comparada con la de Pontevin, es como un pobre pífano que se empeña en competir con un violonchelo. Pontevin habla suavemente, sin jamás forzar la voz, que, no obstante, llena la sala entera y vuelve inaudibles los demás ruidos del mundo.
Sigue: «Trato brutal… ¡Pero si soy incapaz! ¡No soy brutal! ¡Soy demasiado fino!».
La risa se estremece en el aire y para saborear ese estremecimiento Pontevin hace una pausa.
Luego dice: «A veces viene a casa una joven mecanógrafa. Un día, mientras le dictaba, de pronto, lleno de buena voluntad, la agarré por el pelo, la levanté de su silla y la arrastré hacia la cama. A medio camino la solté y me puse a reír: ¡Oh, qué torpe soy, no ha sido usted quien me ha pedido que sea brutal! ¡Oh, perdóneme, señorita!».
Todos en el café ríen, incluso Vincent, que vuelve a amar a su maestro.
Sin embargo, al día siguiente, Vincent le dice en un tono de reproche: «Pontevin, no sólo eres el gran teórico de los bailarines, sino que tú mismo eres un gran bailarín».
Pontevin (un poco apurado): «Confundes los conceptos».
Vincent: «Cuando tú y yo estamos juntos y alguien se une a nosotros, el lugar donde nos encontramos se divide instantáneamente en dos partes, el recién llegado y yo estamos en la platea y tú bailas en el escenario».
Pontevin: «Te digo que confundes los conceptos. La palabra bailarín se aplica exclusivamente a los exhibicionistas de la vida pública. Y yo aborrezco la vida pública».
Vincent: «Ayer, delante de aquella mujer, te portaste como Berck delante de una cámara. Quisiste llamar sobre ti toda su atención. Quisiste ser el mejor, el más ingenioso. Y, contra mí, utilizaste el más vulgar judo de los exhibicionistas».
Pontevin: «Tal vez el judo de los exhibicionistas. ¡Pero no el judo moral! Y por eso te equivocas al calificarme de bailarín. Porque el bailarín quiere ser más moral que los demás. Mientras que yo quise parecer peor que tú».
Vincent: «El bailarín quiere ser más moral porque su gran público es ingenuo y considera como bellos los gestos morales. Pero nuestro pequeño público es perverso y ama la amoralidad. Utilizaste, pues, contra mí el judo amoral y eso no contradice en absoluto tu esencia de bailarín».
Pontevin (de pronto en otro tono y con toda sinceridad); «Si te he herido, Vincent, perdóname».
Vincent (inmediatamente conmovido por las excusas de Pontevin): «No tengo nada que perdonarte. Sé que bromeabas».
No por casualidad se reúnen en el Café Gascón. De sus santos patronos D'Artagnan es el más grande: el patrono de la amistad, único valor que consideran sagrado.
Sigue Pontevin: «En el sentido muy amplio de. la palabra (y, en efecto, en eso tienes razón) el bailarín está sin duda en cada uno de nosotros y te reconozco que yo, cuando veo llegar a una mujer, soy aún diez veces más bailarín que los demás. ¿Qué puedo hacer contra eso? Es más fuerte que yo».
Vincent ríe amistosamente, cada vez más conmovido, y Pontevin sigue en un tono de penitente: «Por otra parte, si soy, como acabas de reconocer tú mismo, el gran teórico de los bailarines, deberá de haber algo en común entre ellos y yo, poca cosa, pero sin lo cual no podría comprenderlos. Sí, Vincent, te lo concedo».
A estas alturas, de amigo arrepentido Pontevin pasa otra vez a ser teórico: «Pero realmente muy poca cosa, porque, en el sentido exacto con el que empleo este concepto, nada tengo que ver con el bailarín. Me parece no sólo posible, sino probable, que un verdadero bailarín como Berck o Duberques se encuentre ante una mujer sin el menor deseo de exhibirse o seducir. No se le ocurriría contar esa historia de la mecanógrafa a la que estira por los pelos hacia la cama por confundirla con otra. Porque el público al que quiere seducir no es el de algunas mujeres concretas y visibles, ¡sino la gran multitud de los invisibles! Mira, éste es otro aspecto que habría que elaborar sobre la teoría del bailarín: ¡la invisibilidad de su público! ¡En eso reside la espantosa modernidad de este personaje! No se exhibe ante ti o ante mí, sino ante el mundo entero. Y ¿qué es el mundo entero? ¡Un infinito sin rostros! Una abstracción».
En medio de su conversación llega Goujard acompañado de Machu, quien, desde la puerta, se dirige a Vincent: «Me dijiste que te habían invitado al congreso de los entomólogos. ¡Tengo noticias para ti! Berck también irá».
Pontevin: «¿Otra vez? ¡Está en todas partes!».
Vincent: «¿Y qué tiene que ver él con eso?».
Machu: «Como entomólogo, deberías saberlo».
Goujard: «Cuando era estudiante, frecuentó durante un año la Escuela de Altos Estudios de Entomología. Durante el congreso, se le nombrará entomólogo de honor.
Pontevin: «¡Habrá que ir a armar jaleo!». Luego, volviéndose hacia Vincent: «¡Debes colarnos a todos!».
Vera duerme ya; abro la ventana que da al parque y pienso en el recorrido que hicieron Madame de T. y su joven caballero al salir del castillo en plena noche, en aquel inolvidable recorrido en tres etapas.
Primera etapa: pasean del brazo, conversan, luego encuentran un banco en el césped y se sientan, siempre del brazo y conversando siempre. Es noche de luna, el jardín baja en bancales hacia el Sena, cuyo murmullo se une al de los árboles. Intentemos captar algunos fragmentos de la conversación. El caballero pide un beso. Madame de T. contesta: «Sí, me gustaría: usted se sentiría demasiado halagado si se lo negara. Su amor propio le haría creer que le temo».
Todo lo que dice Madame de T. es fruto de un arte, el arte de la conversación, que no deja gesto alguno sin comentario, y trabaja su sentido; esta vez, por ejemplo, le concede al caballero el beso que pide, pero tras imponer al sentimiento de él su propia interpretación: si se deja besar es tan sólo para reconducir el orgullo del caballero a su justa medida.
Cuando, mediante un juego del intelecto, ella convierte un beso en un acto de resistencia, nadie se lleva a engaño, ni siquiera el caballero, quien, no obstante, debe tomar sus comentarios con total seriedad, ya que forman parte de una iniciativa del espíritu ante la que debe reaccionarse con otra iniciativa del espíritu. La conversación no está para llenar el tiempo, sino que, al contrario, es ella la que organiza el tiempo, la que lo gobierna e impone las leyes que hay que respetar.
Final de la primera etapa de su noche: al beso que había concedido al caballero para que no se sintiera demasiado halagado le siguió otro, los besos «se atropellaban, entrecortaban la conversación, la reemplazaban». Pero, de pronto, ella se levanta y decide emprender el camino de regreso.
¡Todo un arte de la puesta en escena! Tras la primera confusión de los sentidos, hubo que señalar que el placer del amor no es todavía un fruto maduro; hubo que elevar su precio, hacerlo más deseable; hubo que crear una peripecia, una tensión, un suspense. Al volver con el caballero hacia el castillo, Madame de T. simula un deslizamiento hacia la nada a sabiendas de que en el último momento dispondrá de todo el poder para darle un vuelco a la situación y prolongar la cita. Para ello bastará una frase, una fórmula, como decenas de las que conoce el arte secular de la conversación. Pero por una especie de inesperada conspiración, por una imprevisible falta de inspiración, es incapaz de encontrar alguna. Está como el actor que de repente olvida su texto. Porque, efectivamente, tiene que conocer el texto; no como ahora, cuando cualquier jovencita puede decir, quieres, quiero, ¡no perdamos tiempo!
Para ellos, esta franqueza se encuentra detrás de una barrera que no pueden franquear a pesar de todas sus convicciones libertinas. Si ni a uno ni a otro se le ocurre a tiempo idea alguna, si no encuentran pretexto alguno para seguir con el paseo, se verán obligados, por la simple lógica de su silencio, a volver al castillo y, una vez allí, a despedirse el uno del otro. Cuanto más les apremia a los dos la urgencia de encontrar un pretexto para detenerse y enunciarlo en voz alta, más atadas parecen sus bocas: se ocultan ante ellos todas las frases que podrían acudirles mientras ellos les piden desesperadamente ayuda. Por eso, al acercarse a la puerta del castillo, «gracias a un instinto mutuo, nuestros pasos se hacían más lentos».
Por suerte, en el último momento, como si el apuntador se hubiera por fin despertado, ella vuelve a encontrar su texto: ataca al caballero: «Estoy un poco descontenta de usted…». ¡Por fin, por fin! ¡Todo está salvado! ¡Ella se enfada! Ha encontrado el pretexto en una simulada irritación pasajera que prolongará el paseo: ella era sincera con él; entonces, ¿por qué no le ha dicho una sola palabra de su bienamada, de la Condesa? ¡Rápido, rápido, hay que dar explicaciones! ¡Hay que hablar! Se reanuda la conversación y se alejan otra vez del castillo por un camino que, esta vez, les llevará sin tropiezos al abrazo del amor.
Mientras conversa, Madame de T. va cercando el terreno, va preparando la siguiente etapa de los acontecimientos, dando a entender a su acompañante qué debe pensar y cómo debe actuar. Lo hace con finura, con elegancia, e, indirectamente, como si hablara de otra cosa. Pone al descubierto la egoísta frialdad de la Condesa con el fin de liberarlo a él del deber de fidelidad y de relajarlo para la aventura nocturna que ella prepara. Organiza no sólo el futuro inmediato, sino también el futuro más lejano, insinuándole al caballero que de ningún modo ella quiere entrar en competencia con la Condesa, de la que él no debería querer separarse. Le da una clase condensada de educación sentimental, le enseña su filosofía práctica del amor, que hay que liberar de la tiranía y de las reglas morales y proteger mediante la discreción, la suprema virtud de todas las virtudes. Consigue incluso explicarle, con la mayor naturalidad, cómo deberá comportarse al día siguiente con su marido.
Se sorprende usted: en semejante espacio tan razonablemente organizado, acotado, trazado, calculado, medido, ¿hay algún resquicio para la espontaneidad, para una «locura»?, ¿dónde está el delirio, dónde la ceguera del deseo,
l'amour fou
que idolatraron los surrealistas, dónde está el olvido de sí? ¿Dónde quedan todas estas virtudes de la sinrazón que han formado nuestra idea del amor? No, aquí no tienen nada que hacer. Porque Madame de T. es la reina de la razón. No de la despiadada razón de la marquesa de Merteuil, sino la reina de una razón dulce y tierna, de una razón cuya misión suprema es la de proteger el amor.