—Buen trabajo.
Su instructor era un ex mercenario capturado por los romanos hacía quince años. La formación militar le había ayudado a sobrevivir más tiempo que a la mayoría. Cuando al final le habían concedido la libertad, Cotta había decidido quedarse en el Ludus Magnus. Romulus se había quedado sobrecogido al escuchar la historia del último combate de Cotta. Superó a más de seis contrincantes, por lo que había sido una prueba de resistencia extraordinaria. El dictador Mario se había quedado tan impresionado que había liberado al
secutor
allí mismo.
Cotta, un esbelto libio de estatura mediana, seguía en forma aunque ya tenía más de cuarenta años y el brazo izquierdo medio paralizado, legado del día que había ganado el
ruáis
, la espada de madera que simbolizaba la libertad. Prácticamente todos los gladiadores del
ludus
le temían y respetaban. Incluso Memor se paraba a mirar alguna que otra vez cuando el veterano de pelo entrecano instruía a sus hombres.
—Me gustas desde que te marcaron con el hierro —reconoció Cotta—. La mayoría grita cuando nota el hierro.
Romulus miró las marcas rojas en relieve que tenía en la parte superior del brazo derecho: «L M.» Lo identificaban como propiedad del Ludus Magnus. El dolor del metal candente le había resultado casi insoportable pero, sin saber muy bien por qué, había conseguido no llorar e ignorar la agonía y el hedor a piel chamuscada. Al igual que su voto de obediencia, tal proceso había sido una prueba de valentía decisiva.
—Algo me impulsó a elegirte —reconoció el viejo gladiador, convencido—. Tienes cualidades que te distinguen de la chusma habitual.
Romulus tenía suerte de contar con Cotta, de entrenarse como
secutor
bien armado. Tenía muchísimas más posibilidades de sobrevivir que un reciario inferior, la función más probable para un jovencito de trece años. A su llegada al
ludus
, los hombres eran seleccionados para ser un tipo de gladiador u otro dependiendo de su corpulencia, su fuerza y su habilidad con las armas. Pocos hubieran sabido ver el potencial suficiente en Romulus. Los hombres tenían que entrenar duro durante varios meses para llegar a ser gladiadores decentes, preparados para el combate. Dedicó en silencio una oración de agradecimiento a Júpiter y le prometió hacerle una ofrenda más adelante en el altar de su celda.
—Memor quiere que estés listo en un mes. Tienes muchas posibilidades si sigues entrenando así. —Cotta señaló con el pulgar al grupo de reciarios que había en el extremo opuesto del patio—. Probablemente te enfrente a un reciario. Y no será novato. —Guiñó el ojo—. Eso sería demasiado fácil para ti. Para el público tiene más aliciente ver a un
secutor
novato luchando contra un viejo reciario astuto.
Romulus redobló sus esfuerzos con
el palus
, astillándolo con cada golpe. Sabía que el libio autodidacta pasaba más tiempo con él que con el resto de los gladiadores. Como había advertido la sed de conocimiento de Romulus, Cotta también le enseñaba tácticas militares de forma regular. Le resultaba sumamente reconfortante enterarse de los detalles de batallas como la de Cannas, en la que Aníbal aniquiló ocho legiones romanas, y la de las Termopilas, en la que trescientos espartanos habían repelido a un millón de persas. También le contaba historias más recientes, relatos estremecedores sobre las increíbles victorias de César contra las tribus galas. Romulus ya estaba al corriente de los elementos básicos del arte de la guerra y sabía que las mentes privilegiadas eran capaces de superar contratiempos abrumadores. Si bien su cuerpo estaba encerrado entre las cuatro paredes del
ludus
, su mente, alentada por las clases de Cotta, viajaba mucho más allá. Más que nunca, deseaba ser libre.
—Estaré preparado, maestro Cotta —murmuró—. Lo juro.
El viejo gladiador sonrió alejándose y dando instrucciones a gritos.
Tras cinco meses de ejercicio intensivo, Romulus tenía el cuerpo muy musculoso y se había dejado largo el pelo negro. Se lo sujetaba con una fina cinta de cuero que le dejaba al descubierto el rostro moreno. El muchacho se estaba convirtiendo en un apuesto joven. Ya era tan alto y rápido como algunos gladiadores, a pesar de carecer de experiencia en el combate.
Cuando por fin Cotta le permitió dejarlo, a Romulus le ardían los brazos. Dejó caer el escudo a un lado por el cansancio y se marchó fatigosamente de la zona de entrenamiento.
Tres de los cuatro laterales del edificio cuadrado estaban destinados a las celdas que alojaban a los instructores y luchadores, mientras que la cuarta albergaba las termas, las cocinas, el depósito de cadáveres y el arsenal. En la segunda planta se encontraban las oficinas, la enfermería y los lujosos aposentos de Memor. Aparte de las prostitutas y los clientes ricos, pocas personas habían pisado los dominios del
lanista.
La diminuta habitación que compartía con otros tres gladiadores estaba a tan sólo doce pasos. Apenas había espacio en ella para las camas y un altar para los dioses. Sextus era el recluso más amable, un español duro y bajito de pocas palabras. Lentulus, un godo con dos años de experiencia y un genio de mil demonios, era de una edad similar a la suya. El último era Gaius, un reciario de espalda ancha y poco cerebro cuyas flatulencias eran el tema de conversación principal de la celda.
Por suerte, a los compañeros de celda de Romulus no les atraían los jovencitos y había podido dormir tranquilo desde su llegada. A juzgar por las miradas que le dedicaban otros luchadores, Romulus sabía que lo violarían si conseguían acorralarlo algún día. Ya había tenido la suerte de escapar en varias ocasiones. Ponía especial cuidado en no ir a la zona de los baños solo y siempre llevaba una daga afilada en el cinturón. Aunque Memor no permitía que hubiera espadas o armas mayores en las celdas, los puñales estaban permitidos. Los arqueros del
lanista
no tenían nada que temer.
La humedad corría por las paredes de la habitación, muy poco iluminada. Cualquiera que durmiera junto a ellas tenía la cama constantemente mojada. Y como él había sido el último en llegar, le había tocado el peor catre. Aceptó su destino en silencio pues sabía que formaba parte del ritual de integración. Cada mañana sacaba diligentemente su lecho de paja al exterior para que se secara mientras los otros se reían. Por la noche lo metía en la celda.
Romulus cargó con el pesado lecho que estaba junto a la puerta y se paró. Entró después de respirar hondo.
—¡Sigues siendo un blandengue, chico!
—¡Demasiado acostumbrado a la buena vida!
Romulus se sonrojó. Las bromas contenían parte de razón. La vida en el
ludus
era mucho más dura que al servicio de Gemellus. Dejó caer el lecho sobre las burdas tablillas que le servían de somier.
—Ya verás cuando llegue el invierno —se burló Lentulus—. ¡Entonces sí que te enterarás de lo penoso que es ese rincón!
A Romulus le desagradaba el joven godo, bajo y robusto, que siempre buscaba la forma de hostigarlo. De repente, harto de las constantes pullas, Romulus le plantó cara.
—Pues a lo mejor me cojo tu cama.
Gaius lo miró con recelo.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —Lentulus se echó a reír—. ¿Clavándome esa mierda de espada?
El reciario se rió burlonamente.
Lentulus se tumbó en la cama y se puso a escarbarse los dientes podridos con una astilla.
Romulus cogió la daga.
—Vas a ver lo que es bueno —dijo lentamente.
El godo se puso tenso y recogió algo del suelo con la mano. El hierro chirrió en la piedra cuando deslizó el
gladius
que tenía escondido debajo de la cama.
Romulus sintió una oleada de adrenalina mezclada con miedo. «Mejor será enzarzarse en una pelea en el patio, no en un sitio tan cerrado.» Y cuando tuviera algo más que un puñal o una espada de madera con lo que luchar. La suya estaba cerrada bajo llave con el resto, en el arsenal. A treinta pasos y toda una vida de distancia. Quizás había sido un error replicarle.
Lentulus se dispuso a incorporarse con el
gladius
encima de las rodillas.
—Tranquilo, Lentulus —dijo una voz conocida—. Todos estamos cansados y hambrientos.
Romulus miró agradecido a Sextus.
El pequeño español era uno de los gladiadores más temidos del
ludus
, con una habilidad feroz en el manejo del hacha. La especialidad del
scissores
era abatir a los hombres débiles y heridos en la arena.
Lentulus calló porque no le apetecía ganarse la hostilidad de Sextus, pero Romulus sabía que acabaría llegando a las manos con el malévolo godo: sólo era cuestión de tiempo. Y el
scissores
no siempre estaría presente para calmar las aguas. Tarde o temprano tendría que enfrentarse a Lentulus. La idea llenó a Romulus de una mezcla de temor y emoción. Aparte de tener cinco o seis años menos, era mucho más bajo que el
secutor
, que había salido ileso de media docena de combates individuales, trayectoria respetable para cualquier gladiador.
El sonido metálico del gong anunció la cena.
Sextus sonrió y se levantó.
—Hora de comer.
Lentulus hizo el gesto de apuñalar y a Romulus no se le escapó.
Se miraron con furia, negándose los dos a apartar la mirada.
—Es la hora de la cena —repitió el
scissores.
Romulus tomó su escudilla y salió precipitadamente dejando que Sextus se colocara entre él y Lentulus. La próxima vez tendría más cuidado. Dejó de pensar en el asunto porque le sonaban las tripas.
—¡Sigue frotando!
El
unctor
vertió más gotas de aceite aromático en la ancha espalda del galo y le masajeó los músculos con manos expertas.
Brennus yacía desnudo en una mesa de madera, disfrutando del masaje. Memor cuidaba a los gladiadores más famosos y les concedía privilegios con los que los demás sólo podían soñar. Cuando el
unctor
terminara, disfrutaría de un largo baño, seguido de un ágape preparado por Astoria, su mujer.
—Hoy has matado al
murmillo
demasiado rápido. Tardé meses en organizar el dichoso combate.
Brennus abrió los ojos y vio que Memor había entrado en la sala.
—Pues parece que al público le ha gustado —contestó, como si tal cosa.
—Es caprichoso —comentó el
lanista
—. ¿Cuántas veces te he dicho que alargues las luchas lo máximo posible?
Hacía años que a Memor le fastidiaba la costumbre del galo de despachar rápido a los hombres. Pero a pesar del
modus operandi
poco ortodoxo de Brennus, la gente había acabado adorándole, lo cual fastidiaba todavía más al
lanista
. No estaba dispuesto a hacer sufrir a los hombres y Memor lo sabía.
Brennus gruñó cuando el
unctor
le encontró un nódulo en un hombro.
—¡Presta atención, maldita sea!
El galo cerró los ojos.
—Te he oído.
Aquella falta de respeto hizo que Memor se sonrojara.
—¡Sigues siendo mi esclavo! —Tocó la marca de Brennus en la pantorrilla izquierda—. ¡No lo olvides!
Brennus alzó la mirada.
—La próxima vez mataré lentamente. ¿Estás contento?
Nervioso, el
unctor
interrumpió el masaje.
—¿Te he dicho que pares?
El otro enseguida volvió a masajearlo.
—A ver si es verdad. —Memor no pensaba castigar a su mejor luchador de forma severa. El galo valía demasiado dinero. Pero los muchos años de trato con los gladiadores habían convertido al
lanista
en un hombre muy astuto—. Y así no le pasará nada a esa puta que tienes —añadió, casi como si se le acabara de ocurrir.
El
unctor
se quedó consternado cuando Brennus saltó de la mesa. El frasco de aceite salió disparado y se hizo añicos en el suelo. Pisando las esquirlas, el hombretón desnudo cerró los puños y se acercó airado a Memor. Cinco años antes no había tenido la oportunidad de defender a su esposa. No permitiría que le volviera a ocurrir.
El
lanista
retrocedió varios pasos precipitadamente.
—¡Oye, pedazo de mierda romana! —El rostro de Brennus estaba a dos centímetros de su cara—. ¡Si le tocas un pelo a Astoria, te comerás tus cojones antes de que te arranque el corazón!
Memor no se inmutó.
—Tú y tus amigos no podéis vigilar a Astoria constantemente. —Se encogió de hombros con aire de disculpa—. Podría sufrir un accidente desagradable. Es muy fácil, ¿sabes? Un carro que se descontrola por la calle. Un ladrón que la acuchilla en un callejón.
Brennus apretó los dientes de rabia; sabía de sobra que la bella nubia no podía disfrutar de su protección constante.
—Muy bien, mi amo. —Las palabras estuvieron a punto de atragantársele—. La próxima vez lucharé mejor. Más despacio.
Memor sonrió.
—¿Dónde está el portamonedas de César?
Brennus señaló la ropa que había junto a la mesa. El
lanista
vació más de la mitad de las monedas en una bolsita de cuero.
—Quedan muchas… para un esclavo. —Memor esparció el resto por el suelo. Se marchó, contento de haber metido en cintura al galo.
Brennus subió al banco con resignación y le hizo un gesto al
unctor
para que continuara.
Antes de enamorarse de Astoria, la vida en el
ludus
había sido sencilla. Salvo mediante amenazas de tortura o muerte, no había demasiadas formas de controlar a Brennus. No temía a nadie y el
lanista
lo sabía. Los treinta latigazos recibidos poco después de su llegada habían hecho que el galo se riera de Memor en la cara. Desde que los romanos mataran a toda su tribu, no le importaba si vivía o moría. Se sentía completamente vacío. Había perdido para siempre a Brac, a su mujer y a su hijo. Las personas a las que Brennus había jurado proteger estaban muertas por su culpa. Las predicciones de Ultan se habían quedado en nada.
Aquello no le daba motivos para vivir.
Al comienzo Brennus había intentado por todos los medios encontrar la muerte, pero siempre se le había escapado. Nadie vencía al galo en un combate y había matado con su espada a docenas de contrincantes. Se había hecho rico con las recompensas que le prodigaban los
editores
, los hombres prominentes como Julio César que organizaban los juegos que se estaban convirtiendo en un elemento habitual de la vida en Roma.