—¿Y si os pilla el amo? —Fabiola era la viva imagen de la preocupación—. Déjalo, Romulus, o se lo contaré a madre.
—¡Vete! ¡Estoy aprendiendo a luchar como Espartaco!
Su hermana observaba con una mezcla de orgullo y temor.
—Es demasiado peligroso. ¡Déjalo, por favor!
De repente le vino a la cabeza la idea de acercar una espada de verdad al cuello de Gemellus. Romulus redobló el ataque a Juba, que cayó de espaldas con una sonrisa de oreja a oreja en su rostro de ébano.
Sería la última vez que practicaba con el nubio. Cuando hubieron terminado, Romulus regresó a la pequeña celda de la familia embargado por la emoción. Tenía la cabeza llena de imágenes en las que liberaba a todos los esclavos y mataba a Gemellus. Aquella sensación le aterraba y entusiasmaba a partes iguales.
Aquella noche, una vez terminadas sus obligaciones, Velvinna escuchó en boca de su hijo la historia del encuentro con Pertinax otra vez.
—Ten cuidado, Romulus —le dijo, henchida de orgullo—. Que nadie te vea con una espada, sobre todo Servilius. Gemellus no lo tolerará.
—No te preocupes, madre. —A Romulus se le cerraban los ojos del cansancio cuando Velvinna le subió la manta hasta los hombros—. No lo sabe nadie.
El agotamiento hizo que se durmiera de inmediato y soñara que era uno de los soldados del ejército de Espartaco.
Romulus se despertó bruscamente a la mañana siguiente cuando unas frías esposas de metal se le cerraron alrededor de las muñecas. Descubrió, confundido, que estaban unidas por una cadena ligera. El chico se incorporó y miró a su alrededor, aterrorizado. Fabiola y su madre observaban inmóviles a Gemellus desde sus respectivos lechos.
El comerciante se encontraba en el umbral de la puerta, flanqueado por Ancus y Sossius, dos fornidos esclavos de la cocina. Ninguno se atrevía a mirar a Romulus a los ojos. La mayoría de los sirvientes le conocían desde que había nacido.
—¿Probar a usar una espada bajo mi techo? ¡Pequeño bastardo! —exclamó Gemellus—. Para luego acuchillarme mientras duermo, seguro. He sido blando demasiado tiempo. Hoy mismo te vas a la escuela de gladiadores. —Esbozó una sonrisa—. Allí aprenderás a luchar.
Romulus se dio cuenta enseguida de que su vida de esclavo había tocado a su fin.
—No, amo, por favor. —Velvinna se echó a los pies de Gemellus.
Fabiola se incorporó rápidamente del catre con expresión compungida. Aquello era exactamente lo que había temido.
—Levántate, zorra. —Gemellus alzó a Velvinna tirándole del pelo. Gritó de dolor, pero el comerciante le dio un bofetón y ella cayó de espaldas en el catre, sollozando.
—Cogedle —indicó Gemellus con un gesto.
La cadena de Romulus tenía varios metros de longitud. Con un fuerte tirón, Ancus lo sacó del catre y lo tiró al suelo.
A Fabiola se le saltaban las lágrimas.
—¡Hijo mío! —gritó Velvinna.
—Puta inútil. Nunca volverás a verle —aseguró Gemellus con desdén—. Luego vendré a por su hermana.
—No te preocupes, madre. —No fue convincente, pero a Romulus no se le ocurría nada más que decir.
Ella gimió y lloró con más fuerza. Todo el mundo sabía lo que significaba entrar en la escuela de gladiadores.
—Vámonos. No soporto escuchar esto. —Gemellus se dio la vuelta y condujo a sus hombres fuera de la habitación.
—¡Yo no te he delatado! —gritó Fabiola, desesperada—. ¡Romulus!
—¡Cuida de nuestra madre!
Cuando Romulus abrió la boca para volver a gritar, Gemellus hizo un gesto a Sossius, quien se volvió y cerró la puerta de golpe.
Los ecos de desesperación siguieron resonando por el pasillo mientras se lo llevaban vestido tan sólo con un taparrabos. Romulus sabía que Fabiola no mentía. Estaban demasiado unidos. Uno de los otros debía de haber visto a Juba entrenándole y lo había delatado para ganarse el favor del amo. ¿Servilius?
Los esclavos no eran dueños de su vida; podían comprarlos y venderlos a voluntad. Pero Romulus nunca se había imaginado que dejaría de ser propiedad de Gemellus porque no conocía otra vida. Se debatía entre el miedo y la emoción por lo que estaba sucediendo. Si bien le fascinaba la posibilidad de convertirse en luchador, probablemente nunca volviera a ver a su familia. Romulus volvió la cabeza por última vez; los lloros de Velvinna le partían el corazón y deseó haber sido más discreto al practicar con Juba. Pero el hombre que lo llevaba encadenado era el doble de grande que él.
En la cocina solían contar historias sobre gladiadores famosos que luchaban contra los bárbaros y con animales salvajes en la arena. Romulus siempre había disfrutado con esas historias, pero nunca había estado en una escuela de gladiadores ni visto la realidad. Por un momento el corazón le empezó a palpitar y se le llenó de ideas románticas que lo convertían en uno de los héroes del pueblo.
Gemellus lo intuyó y le dio un coscorrón.
—Un chico como tú no durará ni un mes.
A Romulus se le cayó el alma a los pies. Por supuesto. ¿Qué posibilidad tendría un muchacho de trece años contra los gladiadores profesionales?
—Tendrás que demostrar tu valía muy rápido.
Habían llegado al hueco situado junto a la puerta principal. Romulus se asustó al ver que el nubio no ocupaba su lugar habitual.
—¿Te crees que me iba a quedar con alguien que enseña a otros a luchar? —Gemellus se rió—. El bruto va ahora mismo camino del Campo de Marte.
Miró boquiabierto al comerciante porque no le entendía.
—Para que lo crucifiquen.
Romulus embistió a Gemellus con los ojos llenos de rabia asesina.
Ancus tiró de la cadena a su pesar y evitó el ataque incluso antes de que se iniciara. Romulus tropezó y cayó de bruces demasiado consciente de que no podía hacer nada para salvar a Juba.
Gemellus le dio una patada en el vientre.
—¡Nacido esclavo! —Le dio otra patada—. ¡Morirás esclavo! Ahora levántate.
La puerta se abrió con un crujido y el comerciante se situó en cabeza. Nadie prestó la más mínima atención al grupito. Era habitual esposar a los esclavos para salir de casa.
Romulus recordaba poco del trayecto. Agotado, seguía caminando de forma mecánica, embargado por el dolor y el sentimiento de culpa por la suerte que había corrido Juba, cuyo único crimen había sido enseñarle a utilizar la espada. Ahora era culpable de la muerte de un hombre. De la venta de Fabiola. ¿Qué sería de su madre? ¿Cuánto tiempo duraría él en la jungla de la arena?
De la noche a la mañana la vida de los cuatro había cambiado radicalmente. Romulus parpadeó para contener las lágrimas. «No te muestres débil delante de este cabrón. Sé fuerte, igual que Fabiola. —Respiró hondo, se concentró e intentó liberarse de la culpabilidad—. Que Júpiter me proteja y cuide de mi familia.»
Para cuando Gemellus llegó a una serie de puertas de hierro en una arcada, Romulus había recobrado en parte el control de sí mismo; tenía los ojos enrojecidos pero estaba dispuesto a aguantar lo que hiciera falta con valentía.
Encima de la entrada había una piedra cuadrada con dos palabras grabadas. Aunque no sabía leer, Romulus conocía su significado. Aquello era el Ludus Magnus, la mayor de las cuatro escuelas de gladiadores de Roma y origen de los matones de Milo.
El guarda con la cabeza descubierta del exterior llevaba una camisa de cota de malla que le llegaba a medio muslo. Había una lanza larga apoyada en la pared posterior. El hombre llevaba espada corta en el cinturón y en el brazo izquierdo un escudo rectangular decorado con un curioso emblema.
—Di a qué vienes.
—Quiero venderle este mocoso a Memor.
Miró a Romulus de arriba abajo.
—Un poco joven, ¿no crees?
—¿Y a ti qué te importa? —le espetó Gemellus—. ¡Déjanos entrar!
El guarda abrió de mala gana la puerta más cercana, apenas lo suficiente para que pasaran. En cuanto hubieron entrado, se cerró con un golpe metálico.
A Romulus la rotundidad del sonido le aceleró el corazón. Muchos de los internos eran criminales, de ahí que hubiera un centinela. Para muchos, la entrada en el
ludus era
. una condena a muerte, carrera en la que sólo los mejores sobrevivían más de un año o dos. Sus sueños de gloria habían sido ridículos, aunque no conseguía evitar cierto estremecimiento.
Gemellus avanzó por un pasillo corto que conducía a una zona de entrenamiento abierta. El gran edificio de dos plantas tenía una plaza en el centro: todo un mundo entre cuatro paredes. Estaba llena de gladiadores entrenando y luchando entre sí.
Romulus observaba fascinado. Los dos que estaban más cerca formaban el par clásico de reciario contra
secutor
[8]
—Tú serás reciario. —Gemellus señaló al hombre del taparrabos armado con un tridente. Agitaba una red lastrada, preparándose para lanzarla. El comerciante escupió a Romulus en la cara—. El luchador de menor categoría. ¡Buena presa para un perseguidor!
El
secutor
se agachó con cautela, levantando en alto el escudo oval, con una espada corta de madera en la mano derecha. Romulus se fijó en el casco con visera, la canillera de la pierna izquierda y las bandas de cuero para protegerse el brazo derecho. Parecía una lucha muy desigual. El
secutor
iba blindado en comparación con su contrincante, cuya única protección era una armadura en el hombro derecho.
De repente el perseguidor empezó a balancearse de un lado a otro. Embistió hacia la izquierda y luego inmediatamente a la derecha. Pero el reciario calculó el momento perfecto para lanzar la red. El
secutor
cayó con las extremidades enredadas. En cuestión de segundos, el reciario se le puso encima y le acercó el tridente de madera a la garganta. El gladiador vencido levantó una mano con el dedo índice extendido para suplicar clemencia. Riendo, el reciario lo levantó en peso y empezaron a practicar otra vez.
Romulus sintió un ligero atisbo de esperanza. Vio que el comerciante se burlaba del resultado inesperado del combate.
Gemellus iba en cabeza por el borde de la zona de entrenamiento en dirección a un poste de madera, contra el que entrenaban otros gladiadores.
—
El palus
—susurró Ancus—. Si decides luchar con una espada, aquí pasarás los días.
Romulus miró a los esclavos de la cocina. Ninguno de los dos se atrevía todavía a mirarlo a los ojos, pero no estaba enfadado con ellos. Si Ancus y Sossius no hubieran obedecido las órdenes de Gemellus, habrían corrido la misma suerte que Juba en el Campo de Marte.
A un lado
del palus
se encontraba un tipo bajo de pelo entrecano vestido con una lujosa túnica. El cabello largo y gris contrastaba con la piel arrugada y morena. A su lado había un hombre fornido armado con un látigo. Cuando vio acercarse a Gemellus, el
lanista
dejó de gritar órdenes.
—Gemellus, no es habitual verte por aquí. —Observó a Romulus.
El comerciante lo empujó hacia delante.
—¿Cuánto me das por este chico?
—Aquí necesito hombres, no niños.
El hombretón del látigo se rió con la boca desdentada.
—Mira qué cuerpo tiene —protestó Gemellus—. ¡Y sólo tiene trece años!
Unos ojos fríos calibraron el potencial de Romulus.
—¿Sabes luchar con armas?
Romulus lo miró. Si deseaba sobrevivir, no debía denotar temor. Asintió.
—Por eso está aquí el cabroncete —intervino el comerciante.
Memor se frotó la barba incipiente del mentón.
—Mil sestercios.
Gemellus se echó a reír.
—¡Me darán más en el mercado de esclavos! Vale por lo menos tres mil. ¡Mira qué músculos!
—Hoy me pillas de buen humor, Gemellus. Mil quinientos.
—Dos mil quinientos.
—No me hagas perder el tiempo.
—¿Dos mil? —El comerciante seguía albergando esperanzas.
—Mil ochocientos. Ni un sestercio más.
A Gemellus no le quedaba más remedio que aceptar. En el mercado no le pagarían tanto por Romulus.
—De acuerdo.
Memor chasqueó los dedos.
De repente apareció un hombre bajito y esquelético con los dedos manchados de tinta, vestido con una túnica sucia y bolsas de dinero en las manos.
El
lanista
contó las monedas con cuidado, como hacía alguien orgulloso de ser capaz de hacerlo. Al acabar, le tendió un portamonedas a Gemellus.
—Pégale a menudo. Es lo único que entiende.
—¿Y mi hermana, amo? —preguntó Romulus suplicante.
El comerciante sonrió.
—Voy a vender a esa zorra a un burdel. Por un culo como el suyo me darán una buena cantidad. Y con respecto a la puta de tu madre, ya veremos qué me ofrece el capataz de las minas.
Romulus miró a su anterior amo con un odio profundo.
«Un día te mataré, poco a poco.»
Para sorpresa del chico, Gemellus desvió la mirada y dio inedia vuelta sin decir ni pío. Pero Romulus no tuvo tiempo de saborear esa ínfima victoria. Alguien le agarró con mucha fuerza del mentón.
—Ahora eres mío. —El rostro de Memor, surcado de cicatrices, estaba exageradamente cerca. El olor a vino barato era mareante—. En el Ludus Magnus los hombres aprenden a que los maten. Hasta el final de tus días, los luchadores serán tu nueva familia. Comes, entrenas, duermes y cagas con ellos. ¿Está claro?
—Sí.
—¡Haz lo que te diga y no habrá palizas, como ha sugerido ese gordo cabrón! —Memor tensó la mandíbula—. Si no haces lo que te digo, por Hércules que te arrepentirás. Conozco muchas maneras de hacer daño, tantas que ni te imaginas.
Romulus ni siquiera parpadeó.
—¡Presta el juramento del gladiador ante todos los presentes!
El grito de Memor dejó parados a todos los luchadores del patio. Todos ellos habían pasado por aquel ritual.
—¿Juras soportar el látigo? ¿El hierro de marcar? ¿Y juras soportar la muerte por la espada?
Romulus tragó saliva pero, cuando habló, su voz era firme.
—Lo juro.
El círculo de rostros curtidos se relajó un poco. Por lo menos, la nueva adquisición era un joven valeroso.
—Marca al chico y córtale las cadenas —ordenó Memor al ayudante—. Búscale una manta y un lugar donde dormir. ¡Y devuélvemelo rápidamente!
—Vamos, chico. —La voz no le resultó del todo desagradable—. El hierro no te dolerá mucho.
Romulus inspeccionó lentamente el terreno de la pista de entrenamiento y los gruesos muros de piedra del
ludus
. Le gustara o no, aquél era su nuevo hogar. Su supervivencia quedaba en manos de los dioses. Siguió al delgado ayudante con la cabeza bien alta.