No finaliza el verso pero baja la escalera, haciendo un gesto a Ann Chase, que se acerca al pulpito con sus notas en la mano, su falda negra roza contra la esquina de nuestro reservado al pasar. El doctor Ward se acuerda de sus modales y le tiende un brazo para ayudarla a subir los escalones, un gesto amable de un caballero a la antigua usanza. Cuando ella toma su brazo, veo que es su mano la que brinda apoyo. Ella le está ayudando más a bajar que él a subir. El doctor Ward camina lentamente hacia la primera fila y se sienta frente al féretro. Fija la vista hacia adelante.
No veía a Ann Chase desde el verano que Lyndley murió. Es un poco mayor que yo, quizá unos cuatro o cinco años. Parece ligeramente apagada pero, aparte de eso, no ha cambiado en estos últimos quince años. Sus rasgos están menos definidos, como la copia de un viejo original hecha por un estudiante de bellas artes, más sugerencia que realidad.
No se presenta. No le hace falta. Con la excepción de Laurie Cabot, Ann Chase es la bruja más famosa de Salem. Es descendiente directa de Giles y Martha Corey, que en su día fueron destacados miembros de la primera iglesia (hasta que fueron ejecutados por brujería durante la histeria). Naturalmente,
no
lo eran. Ahora sus exenciones están expuestas al fondo de esta iglesia para que todo el mundo las vea; la reina Isabel II concedió los indultos a finales de este siglo, demasiado tarde para Giles y Martha y, según algunas personas, demasiado tarde para Ann también. «El pecado de los padres», susurra alguien lo bastante alto para que todo el mundo lo oiga. Pero si Ann lo ha oído, no se ha inmutado.
La mayoría de la gente de esta ciudad cree que Ann se convirtió en bruja en una especie de protesta familiar llevada al extremo, un resarcimiento que respondía al principio «si no puedes vencerlos, únete a ellos», algo como «ya que tengo la fama, bien puedo hacerle justicia». No estoy segura de esto último. Ann Chase ya practicaba la brujería cuando yo me fui de la ciudad. Vivía en una casa hippy en Gables, cultivaba hierbas y preparaba tés de setas alucinógenas para sus amigos. Por aquel entonces no vestía de negro; llevaba largas faldas vaporosas con motivos hindúes hechas del mismo material que los cubrecamas que Lyndley y yo compramos en Harvard Square. Normalmente iba descalza y llevaba tatuajes de henna sobre los nudillos y un anillo en el dedo que iba hasta su tobillo como una enredadera de plata. A ratos, Lyndley y yo pensábamos que era muy exótica. El resto del tiempo, sencillamente opinábamos que era rara y punto. Como aquel día que la vimos salir al final del muelle Derby, imponente al lado del diminuto faro, invocando hechizos de amor para sus amigas, que la seguían a todas partes como cachorros. Solíamos espiarlas desde la bahía, desde el whaler atracado en el amarradero de otra persona. Nos reíamos al observarlas, tapándonos la boca para que no nos oyeran. Pero aquellos hechizos debieron de funcionar, porque las amigas de Ann comenzaron a tener pequeños bebés hip— pies, a los que vestían con diminutas camisetas teñidas y les daban el pecho en lugares públicos. Ni que decir tiene que hacía mucho que habían pasado los sesenta. «Los sesenta no llegaron a Salem hasta los setenta», solía decir Lyndley y, naturalmente, tenía razón. Pero cuando los sesenta finalmente llegaron al viejo puerto de Salem, Ann Chase fue la primera en subirse al carro. Y cuando se volvieron a marchar, Ann se quedó en tierra, despidiéndolos con la mano. Había encontrado su hogar.
En esa época todo el mundo hacía algo de magia, pero Ann lo llevó a un nuevo nivel. En lugar de leer las cartas del tarot o echar el
I Ching
, ella optó por la frenología. Te leía el futuro en los bultos de la cabeza. Te la agarraba con las dos manos y apretaba como si estuviera comprando un melón en el mercado. Al final, te decía cuándo te casarías y cuántos niños ibas a tener. Lyndley fue a verla un par de veces, pero yo no fui nunca porque no me gustaba que me tocaran la cabeza y, además, ya tenía a Eva para leerme el futuro cuando lo necesitaba.
Ann era la mejor con las esencias. Cultivaba hierbas en macetas y comenzó a preparar remedios y a destilar aceites esenciales. Una por una, sus compañeras de piso se mudaron, transformándose primero en yuppies y, después, en mamás de barrio residencial. Ann las sustituyó por gatos. Abrió una herboristería en el muelle Pickering antes de que se convirtiera en un distrito caro y tuvo el suficiente éxito para quedarse cuando pasó a ser el sitio de moda para ir de compras. Finalmente, a medida que la tienda marchaba cada vez mejor, dejó de cultivar las hierbas en macetas y comenzó a comprárselas a Eva. Así fue como se hicieron amigas.
La evolución de Ann hasta convertirse en «la bruja de la ciudad» fue gradual. Si oyeras a Eva explicarlo, creerías que Ann se levantó un día y se dio cuenta de que era una bruja. De hecho, no fue una decisión, sino un proceso. Pero la historia de su familia fue lo que la hizo famosa. Las brujas de Salem —las locales que habían empezado a practicar la brujería o las que ya la practicaban y habían venido a la ciudad porque se había declarado un refugio seguro para brujas— se congregaban alrededor de Ann. Exhibían su relación con ella como una muestra de valor, una que prueba que las brujas han existido siempre en Salem, una especie de «mira hasta adonde hemos llegado». Pero, como es natural, no demuestra nada por el estilo, porque Giles y Martha Corey no practicaban la brujería, sino que sólo fueron desafortunadas víctimas. No obstante, una vez hecha la conexión era difícil eliminarla. Mientras estoy aquí sentada, me pregunto cómo se sentirá Ann por ser su mascota.
Lleva hablando varios minutos: sobre los jardines de Eva y su preservación de las plantas, sobre la que se ha escrito en diversas revistas a lo largo de los años. Quiero escuchar lo que Ann tiene que decir, pero la misma persona está susurrando otra vez e interrumpe mi concentración. Miro a mi alrededor pero no encuentro de dónde procede, así que intentó concentrarme de nuevo en el discurso de Ann y en los detalles de la vida de mi tía.
—Que yo sepa, Eva salvó por lo menos una especie de planta de su extinción —dice Ann.
«Qué exageración, menuda sarta de tonterías», susurra la misma voz, esta vez lo bastante alto para que yo lo oiga. Me doy media vuelta y le pido a las mujeres de mi izquierda que hagan silencio, creyendo que es una de ellas. Me miran extrañadas. «Como si tuvieras dos cabezas», susurra la voz en mi oído, ahora más alto, más cerca. La reconozco. Es la voz de Eva. Habla a un volumen que podría abarcar la iglesia, o al menos llegar a los bancos de mi alrededor, pero está claro que soy la única que la oye.
—Eva Whitney era una de nosotros —comienza Ann, y algunas brujas aplauden—. No oficialmente, por supuesto, pero lo era.
Ahora miro al reverendo, que es a quien Eva quiere que mire. No sé cómo lo sé, pero así es. Él era un buen amigo. Lo recuerdo en casa, debatiendo sobre las Escrituras y literatura hasta altas horas de la madrugada.
Observo al doctor Ward. Estoy segura de que está consternado. Trata de mantener la compostura por el bien de la congregación.
—Me viene a la cabeza una de las citas preferidas de Eva —dice Ann—, «La hierba volverá a reverdecer el año que viene. Pero tú, estimado amigo, ¿volverás tú?» —Me mira directamente a mí mientras recita ese verso.
Ahora Ann desciende los escalones, y el doctor Ward vuelve junto al féretro. Mientras Ann baja la escalera, su vestido se hincha y me viene a la cabeza la imagen de un vuelo, de brujas sobre escobas. Entonces Eva me lanza el fragmento de un recuerdo, de nosotros aquí sentados —Eva, Beezer y yo—, «el día que el hombre voló», o al menos así es como se refirió siempre Beezer al incidente.
Era Nochebuena. Por entonces, el doctor Ward era nuevo, y Eva le estaba mostrando su apoyo asegurándose de que todo el mundo acudiese a las misas. Beezer, junto con otros doce niños, había sido elegido para tocar las campanas ese año, y todos juntos tocaban una peculiar versión del
Himno de la alegría
, cada uno levantando su campana en el momento exacto y agitándola como si su salvación fuera en ello. Cuando Beezer terminó su actuación, volvió al reservado. Estaba rojo a causa de la atención de la que era objeto y también a causa de la calefacción, que el doctor Ward había puesto alta para asegurarse de que los niños estuvieran calentitos en el viejo y frío edificio.
Los bancos del pasillo central están ligeramente elevados, unos quince o veinte centímetros, algo que es poco habitual y que, si lo olvidas aunque sea por un segundo, puede ser muy traicionero. Recuerdo estar sentada en este reservado con Beezer aquella noche. La misa estaba terminando. El coro cantaba, exactamente igual que ahora. Un señor mayor, con prisa por llegar a casa, vio un hueco en la procesión, violó el protocolo y se saltó la cola, pero debió de olvidar que había un escalón. Lo que mejor recuerdo es la cara de Eva cuando el hombre salió disparado hacia nuestro reservado, con la cabeza por delante, como si estuviera volando, con las piernas casi en paralelo al suelo. Beezer lo vio antes que nosotras y gritó: «¡Hostia!», algo por lo que Eva le habría dado un bofetón si hubiéramos estado en casa, pero antes de que pudiera alcanzarlo, estaba tirado en el suelo y me había arrastrado consigo. Todos los presentes en la iglesia se volvieron a tiempo para ver a Eva levantar las manos por encima de su cabeza y coger al hombre en mitad del vuelo, como un entrenador de atletismo que observa a un saltador de pértiga. Modificó la trayectoria del hombre y probablemente lo salvó de romperse el cuello. Por un momento, antes de caer, parecía ingrávido y daba la impresión de que volaba.
Recuerdo que pensé que el hombre estaría bien si sencillamente creía que estaba volando y no a punto de hacerse daño. Pero perdió el control, hizo una mueca y agitó los brazos. Aterrizó pesadamente entre el regazo de Eva y la entrada al reservado, haciendo añicos la caoba al caer. Milagrosamente, el hombre estaba ileso, y Eva también. Recuerdo lo impresionado que se quedó Beezer por la captura de Eva y por su valor. Estuvo hablando de ello durante días.
«¡Hostia!», susurra la voz, y veo a Beezer sonreír. Me doy cuenta de que ese recuerdo era para él, no para mí. Ahora, mientras se acuerda, está medio riendo, medio llorando. Entonces la solista comienza a cantar
Raglan Road
, que es una elección inusual pero acertada; la ha escogido mi hermano y sé que a Eva le habría gustado.
Veo a Ann sonreír al pasar, su falda aún flotando. Hay un pequeño movimiento cuando el espíritu de Eva salta de nuestro reservado hasta ella. Miro a Beezer para ver si él se ha dado cuenta, pero ya está de pie y de camino al altar, junto con los otros portadores del féretro, y no ha visto nada.
Todos seguimos el féretro. Cuando las enormes puertas de la iglesia se abren, el aire fresco del interior se condensa en un sutil vaho que nos vaporiza a medida que nos libera en el ardiente pavimento que hay debajo. Antes de irnos, todo se detiene durante un instante. Nadie quiere volver al exterior. Dar un paso afuera es el final de algo, un cambio importante. Todos lo sentimos. Sin tener en cuenta que allí fuera hay treinta y seis grados de temperatura. Es otra cosa. Durante un segundo el umbral parece demasiado alto para cruzarlo, no sólo para los portadores, también para todos los demás. La eternidad está atrapada en este instante, y todos hemos quedado suspendidos en ella. Finalmente, es el doctor Ward quien rompe el hechizo y sale afuera.
El asfalto de la carretera emana oleadas de calor y distorsiona las figuras de la gente cuando salen a la luz del sol, desdibuja los contornos de todo el mundo, no sólo el de Ann. Es como si todos fueran espíritus y el féretro, con sus líneas oscuras, fuese lo único corpóreo de verdad. La gente se mueve lentamente con deliberación, escaleras abajo, acomodando la vista al resplandeciente sol.
No hay coche fúnebre. Los portadores del féretro han optado por llevarlo hasta el cementerio; Beezer, Jay-Jay y otros hombres jóvenes que no reconozco, tal vez amigos de Eva.
Unas cuantas casas más adelante, en la Casa de la Bruja —residencia de uno de los jueces implicado en los juicios de brujería—, un grupo de párvulos de excursión guardan fila a ambos lados de una gruesa cuerda amarilla con nudos dispuestos cada treinta centímetros. Cada niño se sujeta a un nudo con una mano; algunos están abstraídos, chupándose el pulgar. Otros, los mayores, más acostumbrados al compañerismo que a la cuerda, se sujetan a un nudo con una mano mientras que dan la otra por debajo de la cuerda. Sería difícil caminar por ahí, pero ahora no están caminando, solamente están esperando para entrar. Me asombran las profesoras, llevarlos allí, a la casa de Jonathan Corwin, uno de los jueces que condenaban a la horca, aunque era más escéptico y estaba menos comprometido con esa triste práctica que los demás. No, los niños no lo comprenderán. Pensarán, como yo a su edad, que la Casa de la Bruja era el lugar donde vivían las brujas. Si piensan en algo, pensarán en Halloween y en los caramelos y en qué disfraz llevarán la próxima vez. No entenderán el resto de la oscura historia, lo que, por otra parte, tampoco está mal. Están adormilados por el calor, distraídos, buscando algo que los saque de su aturdimiento. Sus ojos detectan el féretro a medida que éste se mueve lentamente por el camino de entrada de la iglesia; lo observan mientras se balancea calle abajo, clavan la vista, se apuntan al viaje con los ojos, inconscientes de que no deberían hacerlo. No tienen un marco de referencia para la muerte, para ellos es parte de un tour para el que tienen entradas, o quizá piensan que somos como los actores callejeros que han visto deambulando por la ciudad haciendo números de esqueletos, intentando llevarte al Museo de las Brujas de Salem o a las Mazmorras, o incluso a una de las casas encantadas.
Pasamos los jardines de la Mansión de las Cuerdas. Hay coches detenidos en ambas direcciones cuando cruzamos Essex Street y nos dirigimos por Cambridge hacia Chestnut Street, la calle favorita de Eva. Originalmente, los Whitney vivían allí, antes de que los políticos los desplazaran a Washington Square con el resto de los republicanos jeffersonianos. El plan de Beezer es girar a la derecha en Chestnut Street y pasar por delante de la antigua casa de los Whitney antes de subir por Flint Street y bajar por Warren, y después volver otra vez por Cambridge Square hacia el cementerio de Broad Street. Es una idea que sonó bien en su momento (y que habría hecho feliz a Eva), pero es demasiado ambiciosa. El calor hace casi imposible el recorrido. Yo ya estoy agotada y sin aliento. Pienso que sería mejor si fueran directamente y no hicieran el desvío. Trato de hacerle llegar ese pensamiento a Beezer, pero cuando el cortejo alcanza Chestnut Street con Hamilton Hall, Beezer los dirige a la derecha, como estaba planeado, y el féretro sigue adelante y la parte posterior da un bandazo similar al de la popa de un barco.