—Era una mujer extraordinaria.
—Me alegro de que la conocieras.
—Ella hablaba sobre ti sin cesar.
Odio la idea de que Eva hablara de mí, y él se da cuenta. Intento disimular, pero es demasiado tarde.
—Siempre cosas buenas —dice él, pero no me cabe ninguna duda de que sabe más que las cosas buenas. Todo el mundo en esta ciudad sabe más que las cosas buenas sobre mí; es de dominio público. Soy incapaz de imaginarme las conversaciones que pudo tener sobre mí con Eva acerca de mi hospitalización. Dios santo, si le picó la curiosidad y buscó mis antecedentes penales, habrá tenido material para hablar sobre mí durante un año.
—Necesito sentarme —digo, y sólo me doy cuenta de que es cierto una vez que lo he dicho.
Ha sido un día largo, y se supone que no debería tener días largos. La cabeza me da vueltas a causa del ruido de todo lo que no se dice en esta habitación. No me quedan fuerzas para apartar los pensamientos de la gente. Oigo todas sus preguntas no formuladas: «¿Por qué demonios ha vuelto?» «¿Cuán loca crees que está?» Antes de que Rafferty tenga oportunidad de protestar, me escabullo al interior de la casa.
Cruzo la habitación para poner distancia entre nosotros y me dirijo a una mesa junto a la ventana que da a la bahía. Rafferty viene un minuto después. Recorre la multitud con la mirada hasta que me ve, entonces se acerca y se inclina sobre mí.
—Lo siento —dice—. Ha sido otro intento pésimo de sacar conversación.
No encuentro fuerzas para sonreír.
—Eva me decía una y otra vez lo mal que se me daban estas cosas.
Siento compasión por él. Lo está intentando. Lo miro y me doy cuenta de que sus pensamientos secretos, sean cuales sean, son probablemente los únicos de esta habitación que no estoy leyendo esta noche.
—Me repetía que me haría descuento para una de sus clases de buenas maneras —dice él.
Se produce una larga pausa. Se mueve incómodo.
—Supongo que debería haberle hecho caso.
Sigo pensando algo que contestarle, algo amable que no sea personal. Al fin lo tengo. Le hablo con las palabras de la tía Eva:
—Me gusta la sopa. ¿Te gusta la sopa?
Es un test para comprobar cuánto sabe. Si ha hablado con Eva tanto como creo que lo ha hecho, conocerá la frase. Era una de sus favoritas. Sobre todo cuando hablaba de la destreza o la incapacidad de mantener conversaciones cordiales. Aprender a hablar sobre la sopa era la primera lección que Eva daba.
Me observa con curiosidad. Estoy mirando sus ojos, esperando un signo de reconocimiento. No refleja nada.
—¿Perdona? —dice lentamente, con deliberación.
Lo miro fijamente, tratando de leer sus pensamientos. Su mente está o bien intencionadamente en blanco o es ilegible. Sus ojos están alertas. Podría estar diciendo la verdad, o quizá es sólo un policía extraordinario. No soy capaz de discernir la respuesta.
En este momento, Irene ha vuelto a la habitación, está bajándose la falda mientras camina.
—¿Qué me he perdido?
—Cuéntale lo de la estatua —le dice Jay-Jay a Beezer—, Eh, Reenie, tienes que oír ésta.
—Le estaba contando a Anya lo de aquella vez que Cal estaba intentando que retiraran la estatua de Roger Conant —explica Beezer.
Irene sonríe al acordarse.
—¿Porque parece un brujo? —pregunta Anya.
—Porque parece que se está masturbando —dice Irene.
—¿Qué?—exclama Anya, echando un vistazo por la ventana a la estatua del padre fundador de Salem, que está justo al otro lado de la plaza—. Pero, por favor, no parece eso en absoluto.
—Lo juro por Dios. —Jay-Jay se hace la señal de la cruz sobre el corazón.
Irene se acerca a la ventana e intenta hacerle indicaciones a Anya, que está escudriñando a través del jardín a oscuras, tratando de obligarse a verlo.
—¿Dónde? —pregunta Anya.
—Justo ahí. El modo en el que se sujeta sus asuntos.
—Su arma, mejor dicho —dice Jay-Jay, e incluso Irene piensa que ha ido demasiado lejos.
—Tengo que volver al trabajo —dice Rafferty entonces. Me dispongo a levantarme para acompañarlo a la puerta—. ¿Quieres que me lo lleve? —señala a Jay-Jay.
—No es necesario —digo.
Rafferty se encoge de hombros.
—Gracias por venir —digo.
—Nos volveremos a ver.
—Sí —respondo.
Lo escolto hasta la puerta y lo observo mientras baja la escalera hasta el coche negro. Se queda allí sentado durante un minuto, después arranca y hace un giro ilegal en la plaza, esquivando un coche aparcado por los pelos.
Ann Chase está limpiando, recogiendo platos de las mesas y llevándolos a la cocina. La sigo.
—¿Ves? ¿Allí? Verdaderamente parece que se está haciendo una paja.
—No lo parece —dice Anya, pero ahora se está riendo, un tipo de campechana risa noruega.
«Silo parece», dice la voz de Lyndley en mi cabeza, trayendo de repente un recuerdo al azar. El verano antes de morir, Lyndley descubrió la estatua de Roger Conant. No me refiero a que la descubriera literalmente: habíamos visto esa estatua toda la vida, pero ese verano, cuando la observó, vio algo completamente diferente. Se reía de tal manera que casi no podía contarnos por qué. Se quedó en el bordillo dirigiéndonos, haciéndonos dar vueltas y más vueltas alrededor de la estatua, mirándola desde todos los ángulos hasta que vimos lo que ella había visto. Fue Beezer quien lo vio primero, y se puso colorado como un tomate. Estaba tan avergonzado que volvió a casa, a pesar de que estoy segura de que ahora no lo recordaría. A mí me llevó mucho más tiempo. Para cuando lo vi, los coches se habían detenido y tocaban el claxon para que me apartara. Lyndley se estaba riendo y gritándoles a los conductores, diciéndoles que «se metieran en sus asuntos», una expresión que había aprendido ese invierno y que utilizaba para todo. Finalmente, un conductor se puso a tocar el claxon ininterrumpidamente y Lyndley le hizo un corte de mangas. Fue entonces cuando di con el ángulo apropiado del viejo Roger Conant y empecé a reírme como una histérica. No sé si fue la expresión de la cara del conductor, o la de Lyndley, o la visión de nuestro distinguido padre fundador vestido con túnica y sujetando un objeto que desde el ángulo apropiado parecía un pene erecto. No sé cuál de esas cosas disparó el resorte, pero no pude parar de reír hasta que Eva vino, me llevó hasta la acera y me obligó a volver a casa. No me preguntó de qué me reía; tuve la impresión de que no quería saberlo.
—No lo veo —dice Anya.
—No se ve tan bien desde aquí —le dice Beezer—, Se ve mejor desde fuera. —A continuación le explica la historia de cómo Eva salvó la estatua sin ayuda, y el enfado monumental que cogió Cal, que convirtió a Eva en la heroína de la ciudad desde ese momento en adelante.
Recojo algunos platos y sigo a Ann Chase a la cocina. Está de pie delante del fregadero, retirando con cuidado una pieza de encaje que se ha quedado pegada a un platillo de un juego de té.
—Yo diría que se lo está pasando bien con nosotros esta noche —me dice Ann.
—¿Quién? —pregunto, pensando que se refiere a Anya, o tal vez a Irene.
—Eva —dice ella.
No digo nada, no sé cuál podría ser la respuesta apropiada.
Despega el encaje y lo mira.
—¿Lees? —pregunta refiriéndose al encaje.
—No.
—¿Cómo es eso?
Me encojo de hombros.
—Ella me contó lo buena que eras.
—Supongo que la lectura de encaje no me parece muy precisa.
—De verdad —dice; es tanto una pregunta como una afirmación. No se lo cree.
—Por una cosa —le digo sin saber por qué; no siento la necesidad de demostrar nada, pero soy incapaz de detenerme—. Eva me dijo que tendría una hija.
—¿Y no la tendrás?
—No hay ninguna posibilidad —digo. Sólo estaba intentando despistarla. Quería evitar hablar de Lyndley, pero ahora se nota la aspereza en mi voz.
Es evidente que Ann no sabe qué decir.
—Eva nos enseñó a unas cuantas a leer el encaje —dice—. Me temo que se me da mucho mejor leer cabezas.
Clava la vista en el encaje, hasta que se da por vencida y lo dobla.
—Bueno, unas veces la magia funciona, otras no.
La miro con extrañeza.
—Es una cita —me mira—, de
Pequeño gran hombre.
—Ya sé de dónde es —replico, y oigo cómo se pronuncia la aspereza en mi voz—. Disculpa, no quería decir eso.
—Culpa mía —dice ella—. Soy entrometida por naturaleza.
Las dos sonreímos. Me ofrece el encaje.
—Era mi amiga, ¿sabes? —dice—. Lo era mucho antes de que estuviera de moda serlo. —Me tiende la mano, sujetando todavía el encaje.
—¿Por qué no te lo quedas? —sugiero sin cogerlo.
Ella parece dudar.
—Estoy segura de que le gustaría que lo tuvieras.
—Gracias —dice, y comienza a andar hacia la sala, pero se detiene en la puerta.
Entonces otra mujer entra, una agente inmobiliaria, creo. Es alguien que Jay-Jay me ha presentado antes. Echa una ojeada a la cocina. Me doy cuenta de que esperaba pillarme a solas, puesto que parece desilusionada. Aun así, decide intentarlo.
—Menuda discusión están manteniendo ahí fuera —me dice.
Ann vuelve a los platos.
La agente inmobiliaria saca su tarjeta de visita y me la da.
—Me preguntaba si habríais pensado ya qué hacer con la casa.
—¿La casa? —pregunto estúpidamente.
—Bueno, ya sé que es prematuro, pero no estoy al tanto de si tu familia había pensado en venderla.
—Vender la casa.
—Sí.
Noto cómo se altera la energía de Ann. No le gusta esa mujer.
Está claro que no tengo una respuesta.
—Quizá me he precipitado un poco —dice la agente inmobiliaria.
Ahora Ann se ha dado media vuelta. Está ahí mirándonos de frente, con un trapo de cocina en la mano.
—¿Tú crees? —Su tono es sarcástico.
—Lo siento —dice la mujer, rebuscando en su bolso y sacando otra tarjeta de visita, olvidando que ya me ha dado una—. Te llamaré más adelante —asegura. Luego, al ver la expresión de Ann, añade—: O mejor llámame tú.
Abandona la habitación.
—Encantadora —dice Ann.
Ann prepara té para las dos. Nos sentamos a la mesa de la cocina. Se da cuenta de que estoy demasiado extrañada para hablar de ello, así que se sienta conmigo sin más, rellenando mi taza, limpiando la mesa con el trapo, puliéndola, por hacer algo. Finalmente otra de las brujas asoma la cabeza.
—¿Estás lista? —pregunta la chica.
Ann le hace un gesto para que la espere fuera.
—Debo irme —dice—. Tengo que llevarlas a casa.
—Gracias —digo yo.
—Estarás bien —señala—. Simplemente tómatelo con calma.
Asiento con la cabeza.
—Llámame si necesitas algo —dice—. Estoy en la guía.
—Gracias —repito.
Termino de recoger la cocina. No me ha dejado mucho por hacer, pero ordeno un poco. Entonces me doy cuenta de lo cansada que estoy, también me doy cuenta de que la escalera de atrás está bloqueada por cajas y de que tengo que atravesar la entrada para subir por ella. Empujo la puerta reuniendo valor.
La fiesta todavía sigue en marcha. Han vuelto a las frases hechas de Eva, compitiendo unos con otros.
—La verdad saldrá a la luz —dice Jay-Jay.
—Los trapos sucios se lavan en casa —replica Beezer.
—Oh, por qué enmarañada red navegamos —otra vez Jay-Jay.
—El que tuvo retuvo —Beezer.
—Ande yo caliente, muérase la gente —dice Jay-Jay erróneamente.
Beezer se ríe.
—No mezcles las churras con las merinas.
—Qué pena tener marido y… —Jay-Jay.
—Le falta un jugador… —dice Beezer, utilizando la frase hecha de Eva pero señalando a Jay-Jay.
—Le falta un hervor —Jay-Jay le devuelve la pelota.
—Es más tonto que las palomas —Anya.
—Tiene menos luces que una cueva —Jay-Jay.
—Tiene menos luces que una carretilla —otra vez Anya.
—Tiene menos luces que una cueva —dice Beezer, y otra vez están histéricos, los dos. También están empezando a tener problemas para hablar.
—Ya habías dicho ésa —replica Jay-Jay—, Más tonto que Abundio.
—¿Es una cita o te refieres a mí? —Beezer se vuelve hacia él fingiendo que está alterado.
—Cuando el río suena… —dice Jay-Jay, y se cae al suelo de la risa.
—Agua pasada no mueve molino —sugiere Irene.
—Pero ésa no es de Eva, es de Johnnie Cochran
[3]
—replica Beezer.
—Ninguna es de Eva —intercede Anya en defensa de Irene—, si nos ponemos puntillosos.
—¿Ah, no? —dice Beezer fingiendo estar aterrorizado—. No me digas eso. No destruyas mis ilusiones infantiles. —Ahora Anya está bebiendo armañac, sirviéndoselo en su vaso pequeño.
—Hay otra —oigo que dice Beezer desde la otra habitación—. Una que decía a todas horas. Ahora no puedo recordarla.
—¿Cuál? —A Jay-Jay le gusta ese juego.
—Tú sabes cuál —me dice Beezer, intentando que yo participe.
—Me voy a la cama —digo cogiendo una de las cajas de fotos y llevándomela conmigo.
—Ésa no es —dice Beezer.
—Aguafiestas —Irene se está envalentonando.
—Estoy seguro de que ella no decía «aguafiestas» —dice Jay-Jay, y emite un pitido como el de los concursos cuando alguien falla.
—No me refería a Eva, lo decía por Towner —repone Irene partiéndose de risa.
No me conoce lo suficiente para eso.
—Ya lo tengo —dice Beezer de repente—. Era algo sobre coser.
—¿Coser? —Jay-Jay se ríe—. No recuerdo que dijera nada de coser.
—Coser —dice Beezer—, Algo sobre agujas.
—Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja… —comienza Anya.
—Una puntada a tiempo —interrumpo. Ya estoy a media escalera y mi voz resuena espiral abajo, haciendo llegar el mensaje.
—¡Exacto! ¡Una puntada a tiempo! —Beezer está encantado.
—Sí, ahora me acuerdo —dice Jay-Jay—, Pero seguía.
—No, no seguía —replica Beezer. Ya están metidos de nuevo en el juego.
—Una puntada a tiempo… hace algo —dice Jay-Jay.
—¿Towner? —Beezer busca el desempate.
—Buenas noches —digo yo, que no quiero entrar al trapo.
—Te ahorra nueve —dice Irene.
—¿Qué? —Beezer la mira.
—Te ahorra nueve —repite ella—. Ésa es la frase. Una puntada a tiempo te ahorra nueve.