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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (35 page)

BOOK: La ladrona de libros
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El público se quedó perplejo.

—Se ha rendido —susurró alguien.

No obstante, al cabo de un momento, Adolf Hitler se había subido a las cuerdas y se dirigía a las gradas.

—Conciudadanos alemanes —empezó—, esta noche os habéis dado cuenta, ¿verdad? —con el pecho descubierto, con mirada victoriosa, señaló a Max—. Os habéis dado cuenta de que nos enfrentamos a algo mucho más siniestro y poderoso de lo que habíamos imaginado. ¿Lo habéis visto?

—Sí, Führer —contestaron.

—¿Os dais cuenta de que este enemigo ha encontrado la manera, la despreciable manera, de atravesar nuestra coraza y que, evidentemente, yo solo no puedo hacerle frente y combatirlo? —las palabras eran visibles; se desprendían de su boca como si fueran piedras preciosas—. ¡Miradlo! Observadlo bien —lo miraron. Al sanguinolento Max Vandenburg—. Mientras hablamos, él está maquinando cómo infiltrarse en vuestros barrios. Se ha trasladado a la casa de al lado. Os infecta con su familia y está a punto de apoderarse de vosotros. Él… —Hitler le echó un rápido vistazo, con desprecio—. Se convertirá en vuestro dueño y llegará el momento en que no será él quien os atienda detrás del mostrador de la tienda de la esquina, sino quien se siente en la trastienda a fumar en pipa. Antes de que os deis cuenta, estaréis a sus órdenes por un salario irrisorio mientras que él apenas podrá caminar de tanto que le pesarán los bolsillos. ¿Os quedaréis ahí parados? ¿Se lo permitiréis? ¿Os quedaréis de brazos cruzados como lo hicieron vuestros gobernantes en el pasado, cuando entregaban vuestra tierra a cualquiera, cuando vendían vuestro país por unas cuantas firmas? ¿Os quedaréis ahí parados, impotentes? —trepó a la siguiente cuerda—. ¿O subiréis a este cuadrilátero conmigo?

Max se estremeció. El terror le revolvió el estómago.

Adolf acabó con él.

—¿Subiréis aquí conmigo para poder derrotar juntos a este enemigo?

En el sótano del número treinta y tres de Himmelstrasse, Max Vandenburg sintió los puños de toda una nación. Uno a uno, subieron al cuadrilátero y lo vapulearon. Lo hicieron sangrar. Lo dejaron sufrir. Millones, hasta que al fin, cuando consiguió ponerse en pie…

Miró a la siguiente persona que trepaba por las cuerdas. Era una niña y, a medida que avanzaba por la lona, se fijó en la lágrima que le rodaba por una de las mejillas. Llevaba un periódico en una mano.

—El crucigrama está sin hacer —dijo con dulzura, y se lo tendió.

Oscuridad.

Sólo oscuridad.

Sólo el sótano. Sólo el judío.

Un nuevo sueño: pocas noches después

Era por la tarde. Liesel bajó las escaleras del sótano. Max estaba a mitad de sus flexiones.

Se lo quedó mirando unos momentos, sin que él se diera cuenta, y cuando apareció a su lado y se sentó, él se levantó y se apoyó contra la pared.

—¿Te he contado que últimamente tengo un nuevo sueño? —le preguntó a Liesel, que cambió de postura para poder verle la cara—. Pero sólo cuando estoy despierto —señaló la mortecina lámpara de queroseno con un gesto—. A veces apago la luz y me quedo de pie a esperar.

—¿Qué aparece?

—No qué, sino quién —la corrigió Max.

Liesel no dijo nada. Era una de esas conversaciones que requieren cierto tiempo entre las intervenciones.

—¿A quién esperas?

Max no se movió.

—Al Führer —lo dijo con toda la naturalidad del mundo—. Por eso me entreno.

—¿Por eso haces flexiones?

—Por eso —se acercó a la escalera de cemento—. Todas las noches espero en la oscuridad y el Führer baja por estos escalones. Nos pasamos horas peleando.

Liesel se había puesto en pie.

—¿Quién gana?

Al principio iba a contestarle que nadie, pero entonces se fijó en los botes de pintura, en las sábanas viejas y en la creciente pila de periódicos que se amontonaban hasta donde le alcanzaba la vista. Miró las palabras, la nube alargada y los monigotes de la pared.

—Yo —contestó.

Fue como si hubiera abierto la mano de Liesel, le hubiera dado las palabras y se la hubiera vuelto a cerrar.

Bajo tierra, en Molching, Alemania, dos personas charlaban en un sótano. Parece el principio de un chiste: «Estaban un judío y una alemana en un sótano, ¿sí?…».

No obstante, no era un chiste.

Los pintores: principios de junio

Otro de los proyectos de Max guardaba relación con las páginas que quedaban del
Mein Kampf
. Las había arrancado con cuidado y las había esparcido por el suelo para darles una capa de pintura. A continuación, las había tendido para que se secaran y las había vuelto a colocar entre las cubiertas. Cuando Liesel bajó ese día después de clase, encontró a Max, a Rosa y a su padre pintando varias páginas. Muchas ya colgaban de la cuerda sujetas con pinzas, igual que debían de haberlo estado las páginas destinadas a
El vigilante
.

Los tres levantaron la cabeza y dijeron algo.

—Hola, Liesel.

—Ahí tienes un pincel.

—Justo a tiempo,
Saumensch
. ¿Dónde te habías metido?

Cuando empezó a pintar, Liesel imaginó a Max Vandenburg peleando con el Führer tal y como él se lo había contado.

VISIONES EN EL SÓTANO

JUNIO DE 1941

Se lanzan puñetazos, el público se encarama por las paredes. Max y el Führer luchan a muerte, rebotan contra la escalera. El Führer tiene sangre en el bigote y en la raya del pelo, en la parte derecha. «Vamos, Führer», lo anima el judío y le hace un gesto para que se acerque a él. «Vamos, Führer.»

Cuando las visiones se desvanecieron y terminó la primera página, el padre le guiñó un ojo. La madre la criticó por acaparar la pintura. Max examinaba todas y cada una de las hojas; tal vez entonces ya veía lo que tenía planeado que apareciera en ellas. Muchos meses después también pintaría la tapa del libro y le pondría un nuevo título, el de una de las historias que escribiría e ilustraría.

Esa tarde, en el cubil secreto bajo el número treinta y tres de Himmelstrasse, los Hubermann, Liesel Meminger y Max Vandenburg prepararon las páginas de
El árbol de las palabras
.

Era agradable ser pintor.

El combate: 24 de junio

Y llegó la séptima cara del dado. Dos días después de que Alemania invadiera Rusia. Tres días antes de que Gran Bretaña y los soviéticos unieran sus fuerzas.

Todo comenzó más o menos una semana antes del 24 de junio. Liesel rapiñó un periódico para Max Vandenburg, como era habitual. Rebuscó en un cubo de basura cerca de Münchenstrasse y se lo puso bajo el brazo. En cuanto se lo entregó a Max y este empezó la primera lectura, la miró y le señaló una fotografía de la portada.

—¿No es este el tipo al que le llevas la colada y la plancha?

Liesel se apartó de la pared y se acercó. Había escrito la palabra «discusión» seis veces junto al dibujo que Max había hecho de la nube anudada y el sol chorreante. Max le tendió el periódico y ella se lo confirmó.

—Sí, es él.

Liesel se dispuso a leer el artículo, que afirmaba que Heinz Hermann, el alcalde, había declarado que a pesar del magnífico avance de la guerra, la gente de Molching, como todos los alemanes responsables, debía tomar las medidas oportunas y prepararse para la posibilidad de que llegaran tiempos más difíciles. «Nunca se sabe —aseguraba— lo que pueden estar tramando nuestros enemigos o qué métodos emplearán para hacernos desfallecer.»

Desgraciadamente, las palabras del alcalde se hicieron realidad una semana después. Liesel se había pasado por la Grandestrasse, como de costumbre, y estaba leyendo
El hombre que silbaba
en el suelo de la biblioteca del alcalde. La mujer del alcalde no mostró ninguna señal extraña (o, para ser francos, ninguna fuera de lo habitual) hasta que llegó la hora de irse.

En ese momento, cuando le ofreció
El hombre que silbaba
, insistió en que se lo quedara.

—Por favor —la instó, rozando la súplica. Le tendía el libro con firmeza y comedimiento—. Llévatelo, hazme el favor, llévatelo.

Liesel, conmovida por la excentricidad de aquella mujer, no se atrevió a decepcionarla una vez más. El libro de tapas grises y páginas amarillentas acabó en su mano y Liesel se volvió hacia el pasillo. Estaba a punto de preguntarle por la colada cuando la mujer del alcalde le dirigió una última mirada de pena envuelta en albornoz. Rebuscó en una cómoda y sacó un sobre. Su voz, grumosa por la falta de uso, tosió las palabras.

—Lo siento, es para tu madre.

A Liesel se le cortó la respiración.

De repente sintió que los zapatos le venían grandes. Algo se burló de su garganta y se puso a temblar. Al tender la mano y recibir la carta, reparó en el ruido que hacía el reloj de la biblioteca. Apesadumbrada, se dio cuenta de que los relojes no suenan a nada que se parezca siquiera a un tictac, sino al ruido que hace un martillo, arriba y abajo, golpeando una y otra vez contra el suelo. El sonido de una sepultura. Deseó que fuera la suya, porque Liesel Meminger quiso morirse en ese momento. No le había dolido tanto que los demás decidieran prescindir de sus servicios, porque siempre le quedaba el alcalde, la biblioteca y las horas que pasaba con la mujer. Además, era la última clienta, la última esperanza… Perdidas. Esta vez se sintió traicionada.

¿Cómo iba a enfrentarse a su madre?

Las monedillas que Rosa se sacaba con esa faena la habían sacado de apuros. Un puñado adicional de levadura. Un taco de manteca.

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