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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (34 page)

BOOK: La ladrona de libros
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—Hola, Max.

—Hola, Liesel.

Se sentaban y leían.

Ella lo observaba a veces, y decidió que la mejor manera de definirlo era con una imagen de pálida concentración: piel de color beige, una ciénaga en cada ojo y respiración de fugitivo, desesperada pero muda. Lo único que delataba que estaba vivo era su pecho.

Cada vez más a menudo, Liesel cerraba los ojos y le pedía a Max que le preguntara las palabras que no le salían. Si aun así seguían resistiéndosele, se le escapaba una palabrota, se levantaba y las pintaba en la pared, una y otra vez. Juntos, Max Vandenburg y Liesel Meminger aspiraban los vapores de la pintura y el cemento.

—Adiós, Max.

—Adiós, Liesel.

En la cama, despierta, lo imaginaba en el sótano. En sus imágenes nocturnas, siempre dormía completamente vestido, zapatos incluidos, por si acaso tenía que volver a salir huyendo. Dormía con un ojo abierto.

El hombre del tiempo: mediados de mayo

Liesel abrió la puerta y la boca al mismo tiempo.

Su equipo había dado una paliza al de Rudy por 6 a 1 en Himmelstrasse, por lo que irrumpió triunfante en la cocina para anunciar a sus padres que había marcado un gol. A continuación, bajó al sótano como una exhalación para contárselo a Max con pelos y señales. El hombre dejó el periódico y la escuchó atento, riendo con ella.

Nada más acabar de relatar la historia del gol, el silencio se impuso entre ellos hasta que Max levantó la vista, lentamente.

—Liesel, ¿me harías un favor?

Todavía exaltada por el gol de Himmelstrasse, la niña se levantó de un salto sin decir nada, aunque el gesto manifestó a las claras su disposición a hacer lo que le pidiera.

—Lo sé todo sobre el gol, pero no sé qué día hace ahí arriba —dijo—. No sé si has marcado bajo un sol radiante o si estaba cubierto de nubes —mientras se pasaba la mano por el cabello lleno de trasquilones, sus ojos cenagosos no pudieron suplicarle nada más sencillo—. ¿Te importaría subir y decirme qué tiempo hace?

Evidentemente, Liesel subió corriendo las escaleras. Se detuvo a unos pasos de la puerta manchada de escupitajos y se volvió en redondo, observando el cielo.

Cuando volvió al sótano, se lo contó.

—Hoy el cielo está azul, Max, y hay una enorme nube alargada, desenrollada como una cuerda. Al final de la nube, el sol parece un agujero amarillo…

Max supo al instante que sólo un niño podría darle un informe meteorológico como ese. Pintó en la pared una larga cuerda de fibras muy apretadas con un chorreante sol amarillo en un extremo, en el que daba la impresión de que uno podía zambullirse. Dibujó dos figuras sobre la nube anudada, una niña y un judío mustio, que caminaban balanceando los brazos hacia el sol chorreante. Escribió lo siguiente debajo del dibujo:

LAS PALABRAS QUE ESCRIBIÓ

EN LA PARED MAX VANDENBURG

Era lunes y paseaban por una cuerda floja hacia el sol.

El boxeador: finales de mayo

Max Vandenburg contaba con cemento fresco y tiempo de sobra para compartir con este.

Los minutos eran crueles.

Las horas mortificantes.

Durante los momentos de desvelo, sobre él pendía inexorablemente la mano del tiempo, la cual no dudaba en estrujarlo. Le sonreía, lo retorcía y lo dejaba vivir. Qué gran maldad puede encubrir la prolongación de una vida.

Al menos una vez al día, Hans Hubermann bajaba los escalones del sótano y charlaba un rato con él. Rosa le llevaba de vez en cuando un mendrugo de pan que sobraba. Sin embargo, hasta que bajaba Liesel, Max no volvía a interesarse por la vida. Al principio intentó resistirse, pero día tras día, cada vez que la niña aparecía con un nuevo informe meteorológico anunciando un cielo azul puro, unas nubes de cartón o un sol que se había abierto camino como si Dios se hubiera desplomado en su asiento después de hartarse a comer, le resultaba más difícil.

A solas, lo asaltaba la sensación de haber desaparecido. Todas sus ropas eran grises —lo fueran en un principio o no—, desde los pantalones hasta el jersey de lana o la chaqueta que ahora le resbalaba como si fuera agua. Solía comprobar si se estaban descamando porque tenía la sensación de que se disolvía.

Necesitaba nuevos proyectos. El primero fue el ejercicio. Empezó con las flexiones, se tumbó boca abajo sobre el frío suelo de cemento del sótano y se dio impulso con los brazos. Creyó que se le partirían por los codos e imaginó su corazón desprendiéndose, seco, de su cuerpo y cayendo patéticamente al suelo. En Stuttgart, de pequeño, podía hacer cincuenta flexiones de una sentada, y sin embargo ahora, con veinticuatro años y unos siete kilos menos de los que solía pesar, apenas consiguió completar diez. Al cabo de una semana, completaba tres tandas de dieciséis flexiones y veintidós abdominales. Cuando acababa, se apoyaba contra la pared del sótano con sus amigos, los botes de pintura, sintiendo el pulso en los dientes. Los músculos parecían de bizcocho.

A veces se preguntaba si valía la pena sacrificarse de esa manera. Otras, sin embargo, cuando controlaba el latido del corazón y su cuerpo recuperaba la funcionalidad, apagaba la lámpara y se quedaba a oscuras en medio del sótano.

Tenía veinticuatro años, pero seguía fantaseando.

—En el rincón azul —comentaba en voz baja—, tenemos al campeón mundial, la perfección aria: el Führer —respiraba y se volvía—. Y en el rincón rojo, tenemos al aspirante judío cara de rata Max Vandenburg.

Todo cobraba forma a su alrededor.

Una luz blanca iluminaba el cuadrilátero y el público se apiñaba en torno a ellos; se oía ese mágico murmullo de una multitud hablando al unísono. ¿Cómo podían tener tanto que decir al mismo tiempo? El cuadrilátero era perfecto. Lona intacta y cuerdas sólidas. Incluso los filamentos deshilachados de las gruesas sogas estaban impecables y relucían bajo el foco de luz blanca. La sala olía a tabaco y cerveza.

En el ángulo opuesto, Adolf Hitler esperaba en el rincón con su séquito. Sus piernas asomaban por debajo de una bata roja y blanca, con una esvástica negra grabada a fuego en la espalda. Tenía el bigote soldado a la cara. Su entrenador, Goebbels, le susurraba unas palabras. Hitler saltaba apoyándose primero en un pie y luego en el otro, y sonreía. Su sonrisa se hizo más ostensible cuando el presentador enumeró sus muchas victorias, rabiosamente aplaudidas por la multitud rendida.

—¡Invicto! —proclamó el maestro de ceremonias—. ¡Vencedor de judíos y de cualquier otra amenaza que se cierna sobre el ideal alemán! ¡Herr Führer —concluyó—, los aquí presentes te saludan!

El público: la apoteosis.

A continuación, cuando todo el mundo había vuelto a sentarse, llegó el turno del contendiente.

El maestro de ceremonias se volvió hacia Max, solo en el rincón del aspirante. Sin bata. Sin séquito. Un solitario y joven judío de aliento pestilente, pecho descubierto y manos y pies cansados. Por descontado, sus calzones eran grises. Él también saltaba apoyándose primero en un pie y luego en el otro, pero lo justo, para ahorrar energía. Había sudado mucho en el gimnasio para lograr el peso.

—¡El aspirante! —rugió el maestro de ceremonias— De… —e hizo una pausa efectista— sangre judía —el público lo abucheó, como una horda de demonios humanos—. Con un peso de…

Los insultos de las gradas ahogaban sus palabras; no se oyó nada más. Max vio que su contrincante se había quitado la bata y se acercaba al centro del cuadrilátero para escuchar las reglas y estrecharle la mano.


Guten Tag
, herr Hitler —lo saludó Max, con una pequeña inclinación de cabeza, pero el Führer se limitó a enseñarle sus dientes amarillentos y a esconderlos de nuevo tras los labios.

—Caballeros —empezó a decir un fornido árbitro vestido con pantalones negros, camisa azul y pajarita—, ante todo quiero una pelea limpia —se volvió hacia el Führer—. A no ser, herr Hitler, que empiece a perder, claro está. En ese caso, estaría más que dispuesto a hacer la vista gorda ante cualquier táctica inadmisible que pudiera emplear para machacar sobre la lona este montón de maloliente basura judía —asintió con la cabeza, muy cortés—. ¿Está claro?

El Führer habló por primera vez.

—Como el agua.

El árbitro sólo le hizo una advertencia a Max.

—En cuanto a ti, amigo judío, yo que tú me andaría con mucho cuidado, con mucho, mucho cuidado.

Y los enviaron a sus respectivos rincones.

Se hizo un breve silencio.

La campana.

El primero en salir fue el Führer, patizambo y huesudo, se lanzó sobre Max y lo alcanzó con fuerza en la cara. El público vibró, con el eco de la campana todavía en sus oídos, y sus satisfechas sonrisas saltaron las cuerdas. Hitler despedía aliento a tabaco mientras sus manos buscaban insidiosas el rostro de Max y lo alcanzaban varias veces, en los labios, en la nariz, en la barbilla… y Max no se había aventurado siquiera más allá de su rincón. Para amortiguar los golpes, levantó las manos, pero entonces el Führer apuntó a las costillas, los riñones, los pulmones… Ah, los ojos, los ojos del Führer. Eran de un marrón delicioso, como los ojos de los judíos, y tenía una mirada tan implacable que incluso Max quedó paralizado unos instantes al atisbarlos entre la copiosa lluvia de borrosos puñetazos.

Hubo un único asalto, y duró horas, y todo se mantuvo igual la mayor parte del combate.

El Führer machacó el saco de arena judío.

Había sangre judía por todas partes.

Como nubes rojas de lluvia sobre el cielo de lona blanca, a sus pies.

Al final, las rodillas de Max empezaron a ceder, sus pómulos protestaban en silencio y la expresión complacida del Führer iba minándolo cada vez más, hasta que, derrotado, vencido y deshecho, el judío se desplomó.

Primero, un rugido.

Luego, el silencio.

El árbitro contó. Tenía un diente de oro y un montón de pelillos le salían por la nariz.

Lentamente, Max Vandenburg, el judío, se puso en pie y consiguió enderezarse. Le tembló la voz. Una invitación. «Vamos, Führer», dijo y, esta vez, cuando Adolf Hitler atacó a su rival judío, Max dio un paso a un lado y lo lanzó hacia un rincón. Lo golpeó siete veces y en todo momento dirigió sus puñetazos hacia un único objetivo.

El bigote.

Erró el séptimo. La barbilla del Führer recibió el impacto. De repente, Hitler chocó contra las cuerdas, se dobló sobre sí mismo, como una hoja de papel, y cayó de rodillas. Esta vez nadie contó. El árbitro dio un respingo en el rincón. El público tomó asiento y se concentró en la cerveza. De rodillas, el Führer comprobó si sangraba y se alisó el pelo, de derecha a izquierda. Cuando volvió a ponerse en pie, para gran conmoción de las más de mil personas allí congregadas, avanzó poco a poco e hizo algo muy extraño: dio la espalda al judío y se sacó los guantes.

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