La krakatita (38 page)

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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

BOOK: La krakatita
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—¡Atranquen la puerta! —gritó alguien.

La luz se apagó. En ese momento Daimon abrió de una patada la puerta que había tras la pizarra y arrastró a Prokop hacia la oscuridad.

Encendió una linterna de bolsillo. Aquello era un cuchitril sin ventanas: mesas amontonadas unas encima de otras, posavasos para las cervezas, ropas mohosas. Rápidamente arrastró a Prokop hacia delante: el acre agujero negro del pasillo, unas escaleras estrechas y oscuras que descendían. En las escaleras les dio alcance la muchacha desgreñada. «Voy con vosotros», susurró mientras clavaba los dedos en el brazo de Prokop.

Daimon salió a un patio, haciendo oscilar ante él un círculo de luz; la oscuridad era abisal. Abatió la portilla de la entrada y corrió a toda prisa hacia la carretera; y antes de que Prokop alcanzara el coche, mientras intentaba desembarazarse de la joven, el motor ya runruneaba y Daimon estaba de un salto frente al volante.

—¡Rápido!

Prokop corrió hacia el coche; la muchacha tras él. El coche dio una sacudida y se adentró volando en la oscuridad. Hacía un frío gélido; la joven temblaba dentro de su ligero vestido, de modo que Prokop la envolvió en un abrigo de piel y él se apartó al otro rincón. El coche iba a toda velocidad por un camino de tierra espantoso, se zarandeaba de un lado a otro, el motor fallaba para, inmediatamente después, volver a coger velocidad. Prokop se estaba helando y se apartaba cada vez que un envite del coche lo lanzaba hacia la muchacha acurrucada. Ella se deslizó hacia Prokop.

—Tienes frío, ¿verdad? —susurró; abrió el abrigo de piel y envolvió a Prokop en él arrastrándolo hacia sí—. Entra en calor —dijo en voz muy baja y con una cosquilleante risa; y pegó su cuerpo al de Prokop: estaba caliente y esponjoso, como si estuviera desnuda. Su pelo suelto exhalaba un aroma fogoso y salvaje, le hacía cosquillas en la cara y le cegaba los ojos. Ella le hablaba, muy cerca, en un idioma extranjero; repetía lo mismo en voz cada vez más y más baja, atrapaba suavemente el pabellón de la oreja de Prokop entre sus dientes castañeteantes. De repente la encontró tumbada sobre su pecho; la muchacha se introdujo en su boca con un beso vicioso, experimentado, húmedo. La apartó con rudeza. Ella se incorporó extrañada, se sentó algo más lejos ofendida y con una sacudida de hombros se quitó de encima el abrigo. Como soplaba un viento helado, Prokop levantó el abrigo y lo colocó de nuevo sobre los hombros de la muchacha, que se meneó enfadada, se volvió a quitar el abrigo de piel como llevando la contraria y lo dejó hecho un revoltijo en el fondo del coche.

—Como quiera —rezongó Prokop, y se dio la vuelta.

El coche salió de nuevo a una carretera asfaltada y se lanzó a una velocidad vertiginosa. De Daimon no se veía más que la espalda, erizada con los pelos de cabra. Prokop se ahogaba con el viento frío; echó un vistazo a la chica, que se había enrollado el pelo alrededor del cuello y tiritaba de frío en su ligero vestidito. A Prokop le dio lástima: cogió de nuevo el abrigo y se lo echó por encima; ella lo apartó, rebelándose irritada, así que Prokop la envolvió en el abrigo, cabeza y todo incluida, como un paquete, y la inmovilizó con los brazos.

—¡Ni se te ocurra moverte!

—¿Qué? ¿Ya la está montando otra vez? —dejó caer Daimon como si tal cosa desde el volante—. Bueno, pues puedes…

Prokop hizo como si no hubiera oído su cinismo, pero el paquete que tenía en los brazos comenzó a reírse por lo bajo.

—Es una buena chica —continuó Daimon indiferente—. Tu padre era escritor, ¿verdad?

El paquete asintió; y Daimon mencionó a Prokop un nombre tan famoso, tan ilustre e irreprochable, que Prokop se quedó petrificado y sin querer aflojó su rudo abrazo. El paquete comenzó a agitarse y se aupó en su regazo; de debajo del abrigo asomaban dos piernas hermosas, pecaminosas, que se mecían de un modo infantil en el aire. Pasó el abrigo de piel por encima de ellas para que no se congelara. Ella lo tomó seguramente por un juego: se ahogaba en una risa silenciosa y daba pataditas con las piernas. La abrazó lo más abajo que pudo; de nuevo emergió una pletórica mano de muchacha que le invadió el rostro en un juego alocado y erótico: le tiraba del pelo, le hacía cosquillas en el cuello, conquistaba con los dedos los labios cerrados de Prokop. Al final la dejó hacer. Ella le rozó la frente, descubrió que estaba arrugada en un gesto severo y se quedó inmóvil, como si se hubiera quemado: su mano se había convertido en una timorata patita infantil que no sabía lo que le estaba permitido hacer. A hurtadillas, se acercó de nuevo a la cara de Prokop, la tocó, se apartó, volvió a tocarla, la acarició y, con delicadeza, tímidamente, se posó en su tosca mejilla. Dentro del abrigo se oyó un profundo suspiro y no hubo ni un movimiento más.

El coche rodó a través de una ciudad durmiente y descendió hacia campo abierto.

—Y bien —se giró Daimon—, ¿qué dice de nuestros cantaradas?

—Más bajo —murmuró inmóvil Prokop—, se ha quedado dormida.

L

El coche se detuvo en un valle oscuro y boscoso. Prokop distinguió en la oscuridad unas torres de extracción y escombreras.

—Bueno, ya hemos llegado —murmuró Daimon—. Ésta es mi mina de metal y mi siderúrgica; nada del otro mundo. En fin, ¡baje!

—¿La dejo aquí? —preguntó Prokop en voz baja.

—¿A quién? Ahá, a su beldad. Despiértela, nos quedamos aquí.

Prokop se apeó con cuidado llevándola en sus brazos.

—¿Dónde la pongo?

Daimon abrió la cerradura de una casa siniestra.

—¿Cómo? Espere, tengo aquí varias habitaciones. Puede dejarla… Ya los acompaño yo hasta allí.

Encendió la luz y los condujo por fríos pasillos de oficinas; finalmente entró por una puerta y giró el interruptor. Era una espantosa habitación sin ventilar, con una cama deshecha y la persiana echada.

—Ahá —murmuró Daimon—, parece que ha pasado la noche aquí… un conocido. Esto no es muy bonito, ¿no? En fin, como la casa de un solterón. Déjela ahí, en la cama.

Prokop descargó el paquete, que descansaba en silencio. Daimon se paseaba y se frotaba las manos.

—Ahora iremos a nuestra estación. Está arriba, en la colina, a diez minutos de aquí. ¿O quiere quedarse aquí? —Se acercó a la muchacha dormida, desabrochó la cremallera del abrigo y descubrió sus piernas hasta por encima de las rodillas—. Es hermosa, ¿ve? Qué pena que yo sea tan viejo.

Prokop frunció el ceño y le tapó las piernas.

—Muéstreme su estación —dijo lacónico.

Los labios de Daimon se contrajeron en una risilla burlona.

—Vamos.

Lo llevó al patio. Había luz en la sala de máquinas, las máquinas resoplaban, por el patio merodeaba un fogonero arremangado que fumaba en pipa. Un teleférico con cabinas de metal conducía a la parte de arriba de la ladera, y su estructura se dibujaba inerte como el lomo de un lagarto.

—Tuve que cerrar tres túneles —explicaba Daimon—. No sale rentable. Ya la habría vendido hace tiempo, si no fuera por la estación. Venga por aquí.

Se puso a subir por un empinado sendero, colina arriba a través del bosque. Prokop lo seguía sólo gracias al ruido que producía: estaba oscuro como la boca del lobo y de cuando en cuando caía rodando de los abetos algún goterón. Daimon se detuvo jadeante.

—Ya soy viejo —dijo—, no tengo los pulmones que tenía antes. Dependo de la gente cada vez más… Hoy no hay nadie en la estación; el camarada telegrafista se ha quedado allí, con ellos… Da igual. ¡Venga!

La cima de la colina estaba llena de socavones, como un campo de batalla: torres de extracción abandonadas, alambres, enormes escombreras vacías… Y en lo más alto de la escombrera más grande, una caseta de madera con antenas.

—Esa es… la estación —resopló sofocado Daimon—. Está construida… sobre cuarenta mil toneladas de magnetita. Un condensador natural, ¿entiende? Toda la colina… es una enorme red de cables. Algún día se lo explicaré con más detalle. Ayúdeme a subir.

Se encaramaron por la inestable escombrera; un pesado cascote se deslizó con estrépito bajo sus pies. Pero, por fin, ahí, ahí estaba la estación…

Prokop se quedó helado sin creer lo que veían sus ojos: ¡pero si era igual que su laboratorio, allí, en casa, en el campo, sobre Hybšmonka! Esa puerta sin pintar, un par de tablas de un color más claro de la última reparación, los nudos de la madera que parecían ojos… Pasmado, palpó las jambas: ¡allí estaba ese clavo torcido y oxidado que él mismo clavó en cierta ocasión!

—¿De dónde ha salido todo esto? —exclamó excitado.

—¿Qué?

—Esta caseta.

—Está aquí desde hace años —dijo Daimon con indiferencia—. ¿Qué le ha dado con ella?

—Nada. —Prokop recorrió toda la casita palpando las paredes y las ventanas. Sí, allí estaba esa grieta, la madera rajada, el vidrio roto en la ventana, el agujero del nudo que se había caído, sin duda, tapado por dentro con papel. Recorrió con su mano temblorosa aquellos penosos detalles que le eran tan familiares. Todo era como había sido, todo…

—Y bien —dijo Daimon—, ¿ya ha acabado la inspección? Abra, tiene usted la llave.

Prokop hurgó con la mano en el bolsillo. Ciertamente, tenía la llave de su antiguo laboratorio… allí, en casa. La introdujo en el candado, abrió y pasó al interior; y (como en casa) alargó mecánicamente la mano a la izquierda y giró el interruptor, que en vez de botón tenía un clavo (como en casa). Daimon entró tras él. «Dios, ahí está mi catre, todavía sin hacer, mi lavabo, la jarra mellada en un borde, la esponja, la toalla, todo…». Se giró hacia un rincón: ahí estaba la vieja estufa, con el tubo que había reparado con alambre, la caja de carbonilla; y ahí el sillón roto, con las patas que se caían, del que asomaban estopa y alambres retorcidos; allí estaba esa tachuela en el suelo, y aquí el tablón quemado, y el armario, el armario de la ropa… Lo abrió: en su interior se balanceaban unos pantalones deslucidos.

—No es que esto sea una maravilla —hizo notar Daimon—. Nuestro telegrafista es algo…, bueno, extravagante. ¿Qué me dice de los aparatos?

Prokop se giró hacia la mesa como en un sueño. «No, esto no estaba aquí, nonono, éste no es su sitio». En lugar del instrumental químico había, en un extremo de la mesa, una adocenada estación de radio sacada de un barco con los auriculares conectados, un aparato receptor, condensadores, un variómetro, un regulador, bajo la mesa un vulgar transformador; y en el otro extremo…

—Ahí está la estación normal —explicó Daimon—, para las conexiones corrientes. Ésa otra es nuestra estación extintora. Con ella emitimos antiondas, contracorrientes, tormentas magnéticas artificiales o como lo quiera llamar. Éste es nuestro secreto. ¿Sabe cómo funciona?

—No. —Prokop echó un vistazo superficial a aquellos aparatos, que no se parecían en absoluto a nada que conociera. Tenían un montón de resistencias, una especie de rejilla de alambre, algo parecido a un tubo catódico, unas bobinas aisladas o similares, un extraño radioconductor, un relé y un panel con varios contactos; no tenía ni idea de qué era aquello. Dejó el aparato y miró al techo para comprobar si estaba allí aquel extraño dibujo en la madera que tenía en casa y que le recordaba siempre a la cabeza de un anciano. Sí, allí, allí, allí estaba. Y ahí aquel espejito con una esquina rota…

—¿Qué me dice del aparato? —preguntó Daimon.

—Es… eh… un prototipo, ¿verdad? Todavía es demasiado complejo. —Sus ojos se posaron en una fotografía que estaba apoyada en una especie de bobina de inducción. La cogió: era el rostro embriagador de una muchacha—. ¿Quién es? —preguntó ronco.

Daimon lo miró por encima del hombro.

—¿Es que no la reconoce? Es su beldad, la que ha traído en brazos. Una chica preciosa, ¿verdad?

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Daimon hizo una mueca.

—Bueno, creo que nuestro telegrafista la adora. ¿No le apetece encender aquel contacto grande? El de la palanca… Es ese hombrecillo lleno de arrugas, ¿no lo vio? Estaba sentado en el primer banco.

Prokop arrojó la fotografía sobre la mesa y encendió el contacto. Una chispa azulada recorrió la rejilla de alambre. Daimon jugueteó con los dedos en el panel; entonces todo el aparato empezó a destellar con cortas llamaradas azules.

—Así —dijo Daimon satisfecho y en voz baja mientras miraba inmóvil los destellos chisporroteantes.

Prokop agarró la foto con sus manos febriles. «Pues sí, está claro, es la chica de ahí abajo; de eso no hay duda. Pero si… si llevara un velo, y un abrigo de piel, un abrigo de piel cubierto de rocío y subido hasta la boca… y guantes…». Prokop apretó los dientes. ¡No era posible que se parecieran tanto! Cerró bien los ojos para perseguir una huidiza visión: veía de nuevo a la muchacha del velo, que apretaba contra su pecho el sobre lacrado y ahora, ahora le dirigía una mirada pura y desesperada…

Fuera de sí por la emoción, comparaba el retrato con la figura que ya se había desvanecido. «¡Cielos!, ¿qué aspecto tenía? Pero si no lo sé», se sobresaltó. «Tan sólo sé que iba embozada y que era hermosa. Era hermosa e iba embozada, y nada más; no vi nada más. Y esto, este retrato de aquí, estos grandes ojos y esta boca seria y delicada, ¿esto es ésa… ésa… ésa que duerme ahí abajo? Ésa tiene la boca abierta, la boca abierta y pecaminosa, y el pelo suelto, y no mira de este modo tan… tan… El velo cubierto de rocío le tapaba los ojos. No, es absurdo; ésta no es en absoluto esa chica de ahí abajo, ni siquiera se le parece. Éste es el rostro de la mujer del velo, que vino presa de la aflicción y la angustia; su frente está serena y sus ojos ensombrecidos por el dolor; y el velo se adhiere a sus labios, un grueso velo cubierto por el rocío de su aliento… ¡Por qué no lo levantó entonces para que pudiera reconocerla!».

—Venga, le enseñaré algo —escuchó la voz de Daimon, que arrastró a Prokop al exterior. Estaban de pie en lo alto de una escombrera: bajo sus pies la superficie de la tierra, oscura y durmiente, que se extendía hasta el infinito—. Mire hacia allá —dijo Daimon, y señaló el horizonte con la mano—. ¿No ve nada?

—Nada. No, allí veo una lucecilla. Un tenue resplandor.

—¿Sabe lo que es?

Resonó un leve rumor, como si se removiera el viento en medio del remanso nocturno.

—Listo —anunció Daimon solemnemente, y se quitó la gorra—.
Good night
[58]
, camaradas.

Prokop se giró hacia él interrogante.

—¿No lo entiende? —dijo Daimon—. Acaba de llegarnos volando el sonido de la explosión. Cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro. Exactamente dos minutos y medio.

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