Sin más ni más, recibió una nota confusa de parte de la princesa, en la que le pedía que se cuidara y que no fuera tímido; y a continuación Rohn trajo a su cuarto a un anciano lacónico en el que todo delataba su condición de oficial vestido de civil. El caballero de pocas palabras hizo unas cuantas preguntas a Prokop sobre lo que tenía planeado hacer en el futuro. Prokop, algo molesto por el tono, respondió con brusquedad y aires de gran señor que se disponía a sacar provecho de sus descubrimientos.
—¿Descubrimientos de carácter militar?
—No soy militar.
—¿Su edad?
—Treinta y ocho.
—¿Ocupación?
—Ninguna. ¿Y la suya?
La confusión se apoderó del seco caballero.
—¿Tiene usted intención de vender sus descubrimientos?
—No. —Sentía que estaba siendo interrogado e investigado de forma oficial. Aquello lo aburría, cincelaba respuestas breves y sólo de cuando en cuando se dignaba a dejar caer una pizca de su erudición o un puñado de cálculos de balística, al ver que aquello causaba a Rohn una extraña alegría. Ciertamente,
le bon prince
tenía el rostro iluminado y no paraba de mirar al caballero como preguntándole: «Y bien, ¿qué me dice de este prodigio?». El caballero lacónico, sin embargo, no dijo nada, y por fin se despidió amablemente.
Al día siguiente, por la mañana temprano, llegó Carson a toda prisa, frotándose las manos emocionado y con aspecto tremendamente serio. No paraba de parlotear sin ton ni son y de sondearlo. Dejaba caer palabrillas imprecisas, como «futuro», «carrera» o «éxito fabuloso»; no quiso decir más, y Prokop, por su parte, tampoco quiso preguntar. Después llegó una carta de la princesa, escrita en un tono grave y extraño: «Prokop, hoy te verás obligado a tomar una decisión. Yo ya la he tomado y no lo lamento. Prokop, en estos últimos instantes te aseguro que te amo y que te esperaré el tiempo que haga falta. Aunque tuviéramos que distanciarnos durante un tiempo (y así debe ser, porque tu esposa no puede ser tu amante), aunque nos separaran durante años, seré tu obediente prometida. Sólo el mero hecho de serlo, sólo eso, supone tal felicidad para mí, que no puedo expresarlo con palabras. Camino por la habitación como ebria y balbuceo tu nombre. Amor mío, amor mío, no puedes ni imaginar lo infeliz que he sido desde el momento en que nos ha ocurrido esto. Y ahora haz lo necesario para que pueda llamarme de verdad Tu W.».
Prokop no comprendía aquello muy bien; lo leyó un sinnúmero de veces y sencillamente no podía creer que la princesa quisiera decir, sencilla y llanamente… Quiso echar a correr hacia su cuarto, pero la una terrible confusión lo paralizaba. «Quizá sea sólo un estallido de emociones femenino que no se debe tomar al pie de la letra y que no alcanzo a comprender en absoluto. ¿Qué sabes tú de ella?». Mientras meditaba, vino a visitarlo
oncle
Charles acompañado de Carson. Ambos tenían un aire tan… oficial y ceremonioso que a Prokop le dio un vuelco el corazón: «Vienen a decirme que me trasladan a la fortaleza; la princesa ha tramado algo y no tiene buena pinta». Buscó un arma con la mirada, por si se llegara a la violencia; escogió un pisapapeles de mármol y tomó asiento, sobreponiéndose a las palpitaciones de su corazón.
Oncle
Rohn miraba a Carson, y Carson a Rohn, ambos preguntándose mutuamente sin palabras quién iba a empezar. De modo que comenzó
oncle
Rohn.
—Lo que le vamos a decir es… hasta cierto punto… indudable… —Se trataba de las famosas divagaciones de Rohn; pero en seguida recuperó fuerzas y afrontó la cuestión con valentía—: Querido amigo, lo que le vamos a decir es un asunto muy serio y… que requiere la mayor discreción. No revierte únicamente en tu interés que lo lleves a cabo… más bien al contrario… En resumen, ha sido en primer lugar idea de ella y… en lo que a mí respecta, después de madurarla… Por otra parte, a ella no se le pueden marcar límites: es terca… y apasionada. Aparte de este hecho, por lo que parece, se le ha metido en la cabeza… Resumiendo, es mejor para ambas partes encontrar una salida digna —soltó con alivio—. El señor director te lo explicará.
Carson, o sea, el señor director, se puso las gafas, despacio y ceremonioso; tenía un aspecto inquietantemente grave, totalmente diferente al que había tenido hasta ahora.
—Es un honor para mí —comenzó—, transmitirle los deseos… de nuestras élites militares de que ingrese en el cuerpo de nuestro ejército. Es decir, por supuesto a los servicios técnicos especializados que siguen la misma dirección de trabajo que usted, y esto de forma inmediata y con rango, por decirlo de algún modo… Quiero decir que no es en absoluto costumbre activar en el ejercicio militar (salvo en caso de enfrentamiento bélico) a especialistas civiles, pero en nuestro caso (en vista de que la situación actual no se diferencia demasiado de una guerra), teniendo en cuenta su relevancia, realmente extraordinaria, y en las circunstancias actuales aún más acentuada, y… considerando de modo individual su situación, excepcional, o por decirlo con más precisión, sus… sus compromisos, sumamente personales…
—¿Qué compromisos? —lo interrumpió Prokop con voz ronca.
—Bueno —balbuceó Carson algo turbado—, quiero decir… su interés, su relación…
—Yo no les he confesado ningún tipo de interés —lo despachó Prokop bruscamente.
—Jaja —le espetó el señor Carson como reanimado por esa grosería—, está claro que no; tampoco ha hecho falta. Amiguito, tampoco hemos hecho gala de ello aquí arriba, ¿verdad? Claro que no. Sencillamente consideraciones personales, y punto. Una intervención influyente, ¿sabe? Además de eso es usted extranjero… Pero incluso este tema se ha solucionado —añadió de inmediato—. Basta con que presente la solicitud para que se le conceda la ciudadanía de nuestro estado.
—Ahá.
—¿Qué ha querido decir?
—Nada, sólo ahá.
—Ahá. Y eso es todo, ¿no? Decía que basta con presentar una solicitud oficial y… aparte de eso… Bueno, comprenderá que… que hacen falta ciertas garantías, ¿no? Debe hacer algo para merecer el honor que se le otorga… por sus servicios extraordinarios, ¿verdad? Se da por hecho que… que entregará a la comandancia de nuestro ejército… ¿Entiende?, que le entregará… —Se hizo un silencio aterrador.
Le bon prince
miraba por la ventana, los ojos de Carson desaparecieron tras el centelleo de los lentes, y Prokop tenía el corazón aprisionado por la angustia—. … Es decir, que le entregará… simplemente entregará… —tartamudeó Carson, respirando a duras penas por la tensión.
—¿Qué?
Carson escribió una K mayúscula en el aire con uno de sus dedos.
—Nada más —suspiró aliviado—. Al día siguiente recibirá un decreto… su nombramiento en el cargo extraordinario de capitán del cuerpo de ingenieros zapadores… destinado a Balttin. Y listo. Sí.
—Es decir, sólo capitán por el momento —intervino
oncle
Charles—. No hemos podido conseguir más. Pero nos han garantizado que tan pronto como se declare una guerra, de modo inesperado…
—O sea, en un año —espetó Carson—, como mucho en un año.
—… tan pronto como se declare la guerra (sea cuando sea y contra quien sea) serás nombrado general del cuerpo de ingenieros zapadores… con el rango de general de caballería, y si por un casual cambiara (a consecuencia de la guerra) el sistema de gobierno, se le añadirá el título de Excelencia y… en resumen, en primer lugar, de barón. También en este sentido… se nos han dado… garantías desde los más altos cargos.
—¿Y quién les ha dicho que estaría dispuesto a hacerlo? —dijo Prokop, frío como el hielo.
—Pero por dios —exclamó Carson—, ¿quién no querría? A mí me han prometido el título de caballero. A mí estas cosas me dan igual; no lo hago por mí, lo hago por el mundo. Pero para usted esto tendría un significado especial.
—Entonces, ¿ustedes piensan —dijo Prokop muy despacio—, que les voy a entregar la krakatita así como así?
El señor Carson estuvo a punto de estallar, pero
oncle
Charles lo contuvo.
—Estamos convencidos —empezó a decir, muy serio—, de que harás lo que esté en tu mano o que… en todo caso… estarás dispuesto a sacrificar lo que haga falta para proteger a la princesa Hagen de esta situación ilícita… e insostenible. En circunstancias excepcionales… la princesa puede conceder su mano a un militar. Tan pronto como seas capitán, se regularizará vuestra relación…, un compromiso rigurosamente secreto; la princesa, sin embargo, se marchará y regresará cuando… cuando sea posible solicitar a un miembro de la familia real que sea su testigo de boda. Hasta ese momento… hasta ese momento depende de ti merecer un matrimonio del que seáis dignos tanto tú como la princesa. Dame la mano. No tienes que tomar ahora una decisión. Piensa detenidamente qué es lo que quieres hacer, cuál es tu obligación y qué has de sacrificar por ella. Podría apelar a tu ambición, pero le hablo sólo a tu corazón. Prokop, ella está sufriendo por encima de sus fuerzas y ha sacrificado por amor más que ninguna otra mujer. Tú también has sufrido; Prokop, tú sufres por tu conciencia. Pero no te presionaré, porque confío en ti. Sopésalo bien, y luego hazme saber…
El señor Carson asentía, verdadera y profundamente conmovido.
—Así es —dijo—. Aunque yo sólo sea un idiota, un viejo canalla, debo decir que… que… Ya se lo dije, esta mujer es de raza. Dios santo, uno puede verlo en seguida… —Se golpeó el pecho con el puño, sobre su corazón, y parpadeó emocionado—. Amigo, le estrangularía si… si no fuera digno de…
Prokop ya no lo escuchaba; se levantó de un salto y empezó a recorrer la habitación con el rostro crispado y descompuesto.
—Así que… así que debo hacerlo, ¿verdad? —decía entre dientes con voz ronca—. ¿Así que debo hacerlo? Bien, entonces, si debo hacerlo… ¡Me han cogido desprevenido! Yo no quería…
Oncle Rohn se levantó y le puso la mano en el hombro suavemente.
—Prokop —dijo—, has de decidir por ti mismo. No te acuciaremos: arregla cuentas con la parte mejor que hay en ti; apela a Dios, al amor, a tu conciencia o a tu honor. Tan sólo recuerda que no se trata únicamente de ti, sino también de la que te ama hasta tal punto que está dispuesta… a actuar… —Agitó la mano en un gesto de impotencia—. ¡Vámonos!
Era un día encapotado y desapacible. La princesa tosía, tenía escalofríos y estaba ardiendo otra vez, presa de la fiebre, pero no era capaz de quedarse en la cama: esperaba la respuesta de Prokop. Echó un vistazo a través de la ventana para comprobar si había salido, y llamó de nuevo a Paul. Otra vez lo mismo: el señor ingeniero paseaba por su cuarto. ¿Y no decía nada? No, no decía nada. La princesa se paseaba de una pared a otra, arrastrándose, como si quisiera acompañar a Prokop; y de nuevo se sentaba y balanceaba todo su cuerpo para anestesiar aquella inquietud que le provocaba escalofríos.
¡Oh, ya no podía soportarlo! De golpe, se puso a escribirle una larga carta; le suplicaba que la tomara por esposa sin entregar nada a cambio, ninguno de sus secretos, nada de krakatita; le aseguraba que ella entraría en su vida y que sería su sierva, ocurriera lo que ocurriera. «Te amo tanto», escribía, «que ningún sacrificio que hiciera por ti sería suficiente. Sométeme a prueba, sé pobre y desconocido; me marcharé contigo como tu esposa, y nunca jamás podré regresar al mundo que he abandonado. Sé que me amas sólo un poco y en un rincón indeciso de tu corazón, pero te acostumbrarás a mí. He sido orgullosa, malvada e impulsiva. Pero he cambiado; camino entre mis antiguas posesiones como ajena a ellas, he dejado de ser…». Lo leyó y lo rompió en pedazos, entre sollozos ahogados. Era de noche, y seguían sin llegar noticias de Prokop.
«Quizás solicite audiencia él mismo», se le ocurrió a la princesa, y en un arranque de impaciencia mandó que la vistieran con traje de noche. Estaba de pie, disgustada, ante un enorme espejo, examinándose con ojos febriles, terriblemente insatisfecha con el peinado, con el vestido, con todo lo habido y por haber. Cubría sus mejillas calenturientas con capas y más capas de maquillaje, sentía escalofríos en sus brazos desnudos, se acicalaba con joyas: tenía la impresión de ser fea, insufrible y torpe.
—¿No ha venido Paul? —preguntaba cada dos por tres. Por fin llegó: nada nuevo; el señor Prokop estaba sentado a oscuras y no permitía que se encendiera la luz.
Era ya tarde; la princesa, infinitamente cansada, sentada frente al espejo, con el maquillaje descascarillándose en sus incandescentes mejillas, cenicienta, tenía las manos rígidas.
—Desvísteme —ordenó débilmente a la doncella. La muchacha, lozana y de aspecto bovino, le quitaba una joya tras otra, le desabrochó el vestido y le puso un
peignoir
[53]
. Y justo cuando se disponía a peinar su cabellera suelta, Prokop entró atropelladamente por la puerta sin ser anunciado. La princesa se quedó estupefacta y palideció aún más.
—Vete, Marie —murmuró, y cerró el
peignoir
sobre su pecho consumido—. ¿Por qué… has… venido?
Prokop se apoyó en el armario, lívido y con los ojos inyectados en sangre.
—Entonces —dijo ahogadamente—, éste era vuestro plan, ¿verdad? ¡Me habéis tendido una buena trampa!
La princesa se levantó como si la hubieran golpeado.
—¿Qué… qué… qué estás diciendo?
Prokop hizo rechinar los dientes.
—Sé muy bien lo que estoy diciendo. O sea, que se trataba de eso: de que… de que os entregara la krakatita, ¿verdad? Ellos preparan una guerra, y usted, ¡usted —dio un grito sordo—, usted es su herramienta! ¡Usted, con su amor! ¡Usted, con su matrimonio! ¡Usted, espía! Y yo, yo tenía que tragarme el anzuelo para que vosotros asesinarais, para que os vengarais…
La princesa se deslizó hasta el borde de la silla con los ojos, espantados, fuera de las órbitas; un terrible llanto sin lágrimas quebrantó su cuerpo. Prokop quiso abalanzarse sobre ella, pero la princesa lo detuvo haciendo un gesto con su rígida mano.
—¿Quién es usted? —masculló Prokop entre dientes—. ¿Es usted una princesa? ¿Quién la ha contratado? ¡Miserable, hazte cargo de que pretendías asesinar a miles y miles de personas, de que estabas ayudando a que borraran del mapa ciudades enteras y a que nuestro mundo, nuestro (y no vuestro) mundo fuera destruido! ¡Destruido, hecho pedazos, exterminado! ¿Por qué lo has hecho? —gritaba; cayó de rodillas y se arrastró hacia ella—. ¿Qué es lo que querías hacer?
La princesa se incorporó con el rostro atenazado por el horror y la repulsión, y retrocedió ante él. Prokop puso su cara en el sitio en el que ella había estado sentada y se echó a llorar con un llanto pesado, rudo, varonil. Ella estuvo a punto de agacharse junto a él, pero se dominó y se alejó aún más, apretando contra el pecho sus manos, retorcidas en un calambre.