—… aquello explotó.
—Explotó. Sólo una capa, sólo el polvo que dejé caer. Ni siquiera se veía. Ahí… la bombilla… un kilómetro más allá. No fue la bombilla. Y yo… en la poltrona, como un tronco. Ya sabes, cansado. Demasiado trabajo. Y de repente… ¡bum! Salí despedido hacia el suelo. Rompió las ventanas y… adiós bombilla. Una detonación como-como cuando estalla un cartucho de lyddita. Una fuerza explosiva horrible. Yo-yo pensé primero que había reventado esa por-porcena… pon-ce… por-ce-lana, polcelana, porcenala, poncelara, rápido, cómo se…, eso blanco, sabes, el aislante, ¿cómo se llama? Si-li-cato de aluminio.
—Porcelana.
—La caja. Pensé que había reventado la caja, del todo. Así que enciendo una cerilla, y la caja está allí entera, está entera, está entera. Y yo… petrificado… hasta que la cerilla me quemó los dedos. Y fuera… a través del campo… a oscuras… hacia la zona de Břenov o Střešovice… Yy en algún sitio se me ocurrió esa palabra. Krakatoe. Krakatita. Kra-ka-ti-ta. Nono, nonono fue así. Al explotar, salgo despedido hacia el suelo y grito krakatita. Krakatita. Después me olvidé de ello. ¿Quién está ahí? ¿Quién… quién es usted?
—Tu compañero Tomeš.
—Tomeš, ahá. ¡Ese desgraciado! Solía pedirme prestados los apuntes de clase. No me devolvió un cuaderno de química. Tomeš, ¿cómo era su nombre?
—Jiří.
—Ya lo sé, Jirka. Tú eres Jirka, ya lo sé. Jirka Tomeš. ¿Dónde tienes el cuaderno? Espera, te voy a decir una cosa. Cuando salte por los aires lo que queda, tendremos problemas. Amigo, eso hará trizas Praga entera. La barrerá. La borrará del mapa, ¡fiu! Cuando salte por los aires esa cajita de porcelana, ¿sabes?
—¿Qué cajita?
—Eres Jirka Tomeš, ya lo sé. Ve a Karlín. A Karlín o a Vysočany, y mira cómo salta por los aires. ¡Corre, corre, rápido!
—¿Por qué?
—Hice un quintal de eso. Un quintal de krakatita. No, quizás… quizás ciento cincuenta gramos. Allí arriba, en aquella cajita de por-ce-lana. Amigo, cuando salte por los aires… Pero espera, eso no es posible, es un sinsentido —farfulló Prokop agarrándose la cabeza.
—¿Y bien?
—¿Por-por-por qué no explotó también en aquella caja? Si el polvo… por sí mismo… Espera, sobre la mesa hay una plancha… plancha… de ci-cinc… ¿Por qué razón explotó en la mesa? Es-pera, calla, calla —murmuró Prokop entre dientes y, tambaleándose, se levantó.
—¿Qué te pasa?
—La krakatita —refunfuñó Prokop, su cuerpo hizo una especie de movimiento de rotación y cayó rodando al suelo desmayado.
Lo primero de lo que fue consciente Prokop fue que todo a su alrededor temblaba en un chirriante traqueteo y que alguien lo agarraba con firmeza por la cintura. Tenía un miedo horrible a abrir los ojos; pensaba que todo se iba a precipitar sobre él. Pero como aquello no paraba, abrió los ojos y vio ante sí un rectángulo opaco por el que se desplazaban nebulosos círculos y rayas de luz. No sabía cómo explicarlo; miraba confundido aquellos espectros que iban pasando y dando saltos, entregado pasivamente a todo lo que le pudiera ocurrir. Después comprendió que aquel febril traqueteo eran las ruedas de un carruaje y que fuera iban pasando sólo las farolas en la niebla; y cansado de tanto mirar, cerró de nuevo los ojos y se dejó llevar.
—Ahora te vas a echar —dijo susurrando una voz sobre su cabeza—; te tomarás una aspirina y te sentirás mejor. Por la mañana traeré al doctor a verte, ¿de acuerdo?
—¿Quién está ahí? —preguntó Prokop adormilado.
—Tomeš. Estás en mi casa, Prokop. Tienes fiebre. ¿Dónde te duele?
—En todas partes. La cabeza me da vueltas. Así, ¿sabes…?
—Tú quédate ahí tumbado en silencio. Te prepararé un té y dormirás un rato. Es cosa de la excitación, ¿sabes? Una especie de fiebre nerviosa. Se te pasará de aquí a mañana.
Prokop frunció el ceño en un esfuerzo por recordar.
—Ya sé —dijo tras un instante con preocupación—. Escucha, alguien debería tirar esa caja al agua. Para que no explote.
—No te preocupes. Ahora no hables.
—Y… yo quizás podría sentarme. ¿No peso demasiado?
—No, quédate tumbado.
—… Y tienes mi cuaderno de química —recordó Prokop de repente.
—Sí, te lo daré. Pero ahora tranquilo, ¿me oyes?
—Tengo la cabeza tan pesada…
Entretanto el coche de caballos traqueteaba calle arriba por Ječná. Tomeš silbaba flojito una melodía y miraba por la ventana. Prokop respiraba roncamente emitiendo un gemido apagado. La niebla humedecía las aceras y penetraba incluso por debajo del abrigo con su baba, fría y húmeda; las calles estaban desiertas y era tarde.
—Ya llegamos —dijo Tomeš en voz alta. El coche se puso a traquetear con energías renovadas en la plaza y giró a la derecha—. Espera, Prokop, ¿puedes dar un par de pasos? Te ayudaré.
Con esfuerzo, Tomeš arrastró a su invitado hasta el segundo piso. A Prokop le parecía que era ligero y no tenía peso, y prácticamente se dejó llevar escaleras arriba; pero Tomeš resollaba y se limpiaba el sudor.
—Mira, soy como una pluma —dijo sorprendido Prokop.
—Sí, seguro —rezongó el sofocado Tomeš mientras abría la puerta de su piso.
Prokop se sentía como un niño pequeño mientras Tomeš le quitaba la ropa.
—Mi mamá —comenzó a relatar—, cuando mi mamá, hace ya, hace ya mucho tiempo, papá estaba sentado a la mesa, y mamá me llevaba a la cama, ¿entiendes?
Después, ya en la cama, tapado hasta la barbilla, le castañeteaban los dientes y miraba cómo Tomeš se afanaba junto a la chimenea y encendía rápidamente un fuego. Le entraron ganas de llorar por la emoción, la pena y la debilidad, y farfullaba sin parar; se tranquilizó una vez que tuvo en la frente una compresa fría. En ese momento contempló en silencio la habitación; se podía sentir el olor a tabaco y a mujer.
—Eres un canalla, Tomeš —dijo con seriedad—. Sigues siendo un mujeriego.
Tomeš se volvió hacia él.
—Bueno, ¿y qué?
—Nada. ¿En qué trabajas exactamente?
Tomeš hizo un gesto de desdén con la mano.
—Una miseria, amigo. Estoy sin blanca.
—De juerga.
Tomeš negó con la cabeza.
—Pues es una pena lo que pasa contigo, ¿sabes? —comenzó a decir Prokop con preocupación—. Tú podrías… Mira, yo llevo trabajando ya doce años.
—¿Y qué has conseguido? —objetó Tomeš con displicencia.
—Bueno, algo de vez en cuando. Este año he vendido dextrina explosiva.
—¿Por cuánto?
—Por diez mil. Sabes, no es nada, una bobada. Un petardo de lo más tonto, para una mina. Pero si quisiera…
—¿Te encuentras ya mejor?
—Estupendamente. ¡Yo he descubierto métodos! Amigo, el nitrato de cerio, eso sí que es una bestia apasionada; y el cloro, el cloro, el tricloruro de nitrógeno se inflama con la luz. Enciendes una bombilla, y ¡bum! Pero eso no es nada. Mira —explicó, sacando de repente de debajo de la manta una mano demacrada, horriblemente mutilada—, cuando cojo algo en la mano, yo… siento en su interior el zumbido de los átomos. Exactamente como un hormigueo. Cada sustancia tiene un hormigueo diferente, ¿entiendes?
—No.
—Es la fuerza, ¿sabes? La fuerza de la materia. La materia es extremadamente fuerte. Yo… yo puedo palpar ese bullir en ella. Lo mantiene a raya… con gran esfuerzo. En cuanto abres una grieta en su interior, se desintegra, ¡bum! Todo es una explosión. Cuando se abre una flor, eso es una explosión. Cada pensamiento es una especie de estallido en el cerebro. Cuando me das la mano, siento cómo algo explota en ti. Yo tengo un sentido del tacto extraordinario, amigo. Y oído. Todo emite un zumbido, como los polvos efervescentes. No son otra cosa que pequeñas explosiones. Tengo la cabeza como una olla de grillos… Ratatata, como una ametralladora.
—Bien —dijo Tomeš—, y ahora trágate esta aspirina.
—Sí. Aspirina explosiva. Ácido acetilsalicílico perclorado. Eso no es nada. Amigo, yo he descubierto explosivos exotérmicos. En realidad todas las substancias son explosivos. El agua… el agua es un explosivo. La arcilla… y el aire son explosivos. Las plumas, las plumas del edredón son también un explosivo. ¿Sabes?, por ahora esto sólo tiene significado teórico. Yo he descubierto explosiones atómicas. Yo… yo… yo he llevado a cabo explosiones alfa. Se des-in-te-gra en partículas de carga positiva. Nada de termoquímica. Des-truc-ción. Química destructiva, amigo. Es algo impresionante, Tomeš, puramente científico. Tengo en casa unas tablas… ¡Si tuviera los aparatos! Pero yo sólo tengo ojos… y manos… ¡Ya verás cuando escriba todo esto!
—¿No tienes ganas de dormir?
—Sí. Hoy… estoy… cansado. ¿Y qué has estado haciendo tú todo este tiempo?
—Bueno, nada. La vida.
—La vida es un explosivo, ¿sabes? ¡Bum, una persona nace y se desintegra, bum! Y a nosotros nos parece que tarda dios sabe cuántos años, ¿verdad? Espera, ahora he confundido algo, ¿no?
—Todo en orden, Prokop. Es posible que mañana yo haga bum. O sea, a no ser que tenga dinero. Pero da igual, viejo amigo, tú duerme.
—Yo te podría prestar algo, ¿no quieres?
—Déjalo. No tendrías suficiente. Quizás mi padre… —Tomeš agitó la mano.
—Así que tú todavía tienes padre —dijo Prokop tras un instante con repentina suavidad.
—Pues sí. Doctor en Týnice —Tomeš se levantó y comenzó a pasearse por la habitación—. Es una miseria, amigo, una miseria. Lo tengo crudo, ¡sí! Pero no te preocupes por mí. Yo ya… haré algo. ¡Duerme!
Prokop se tranquilizó. Con los ojos entreabiertos vio cómo Tomeš se sentaba frente a la mesa y revolvía unos papeles. En cierto modo le resultaba dulce oír el crujido de los papeles y el sordo rugido del fuego en la chimenea. El hombre inclinado sobre la mesa apoyó la cabeza en la palma de una mano; quizás ni siquiera respiraba; y a Prokop le parecía que estaba tumbado en su casa y que veía a su hermano mayor, a su hermano Josef, estudiando libros de electrotécnica para hacer mañana un examen. Prokop cayó en un sueño febril.
Le pareció oír un estruendo, como el de un sinnúmero de ruedas. «Debe de ser una fábrica», pensó, y corrió escaleras arriba. Sin más ni más se encontró ante unas enormes puertas en las que había una placa de cristal: Plinio. Se alegró una enormidad y pasó al interior.
—¿Está el señor Plinio? —preguntó a una señorita sentada ante una máquina de escribir.
—En seguida viene —dijo la señorita, y en esto se aproximó a él un hombre alto, bien afeitado, vestido con un chaqué y con unas enormes gafas redondas ante sus ojos.
—¿Qué desea? —dijo.
Prokop miró con curiosidad su rostro, extraordinariamente singular. Tenía una bocaza de tipo británico y la frente abombada, llena de prominencias; en la sien una verruga del tamaño de una moneda de veinte céntimos y un mentón como el de un actor de cine.
—¿Usted… usted… no es usted… Plinio?
—Por favor —dijo el hombre alto, y con un gesto seco señaló hacia el interior de su despacho.
—Estoy muy… es para mí… un inmenso honor —tartamudeó Prokop al tomar asiento.
—¿Qué desea? —le interrumpió el hombre alto.
—He desintegrado la materia —anunció Prokop. Plinio no dijo ni mu; sólo jugueteaba con un llavín de acero y cerraba sus pesados párpados tras sus gafas—. En efecto, es del siguiente modo —comenzó a decir Prokop atropelladamente—. Todo se desintegra, ¿no? La materia es frágil. Pero yo haré que se desintegre de golpe, ¡bum! Una explosión, ¿entiende? En pedazos. En moléculas. En átomos. Pero también he desintegrado átomos.
—Es una pena —dijo Plinio circunspecto.
—¿Por qué… una pena?
—Es una pena romper cualquier cosa. Incluso un átomo. Bueno, continúe.
—Yo… desintegraré el átomo. Sé que Rutherford ya… Pero eso fue sólo un muermo con radiación, ¿sabe? No es nada. Eso se debe hacer
en masse.
[1]
Si quiere, haré explotar una tonelada de bismuto; hará saltar en pedazos el mundo entero, pero da igual. ¿Quiere?
—¿Por qué iba usted a hacerlo?
—Es… interesante desde el punto de vista científico —se trabucó Prokop—. Espere, cómo podría… Es… es ex-tre-ma-da-men-te interesante —se agarró la cabeza—. Espere, me va a reventar la ca-be-za; será… desde el punto de vista científico… inmensamente interesante, ¿no? Ahá, ahá —espetó aliviado—, se lo explicaré. La dinamita… la dinamita despedaza la materia en fragmentos, en guijarros, pero el benceno trioxizónico los convierte en polvo; hace tan sólo un pequeño agujero, pero de-desintegra la materia enen-en partículas submicroscópicas, ¿entiende? Eso lo provoca la velocidad de detonación. La materia no tiene tiempo de ceder; ya no puede ni ro-roperse, romperse, ¿sabe? Y yo… yyyo he intensificado la velocidad de detonación. Ozono argónico. Ozono clorargónico. Tetrargón. Y así sucesivamente. Después ni siquiera el aire puede ceder; es igual de rígido que… que una lámina de acero. Se desintegra en moléculas. Y así sucesivamente. Y de pronto… a partir de cierta velocidad… la fuerza de detonación comienza a elevarse de una forma atroz. Crece… cuadráticamente. Me quedo mirando como un idiota. ¿De dónde sale? ¿De de de dónde ha salido de golpe esa energía? —insistía, febril, Prokop—. Dígamelo.
—Bueno, quizás del átomo —propuso Plinio.
—Ahá —anunció Prokop victorioso, y se limpió el sudor—. Ahí está la gracia. Sencillamente del átomo. Hace colisionar los átomos entre sí… y… rrr… rompe la capa beta… y el núcleo no puede sino desintegrarse. Eso es una explosión alfa. ¿Sabe usted quién soy yo? Yo soy la primera persona que ha superado el coeficiente de compresión, caballero. Yo he descubierto la explosión atómica. Yo… yo he extraído tántalo del bismuto. Escuche, ¿sabe usted la cantidad de energía que hay en un gramo de mercurio? Cuatrocientos sesenta y dos millones de kilográmetros. La materia es terriblemente fuerte. La materia es un regimiento que marca el paso: uno, dos, uno, dos; pero dele la orden adecuada y el regimiento se lanzará al ataque,
¡en avant!
[2]
Eso es una explosión, ¿entiende? ¡Hurra!
Prokop se sobrecogió con su propio grito; sentía palpitaciones en su cabeza hasta tal punto que dejó de comprender lo que estaba ocurriendo.
—Disculpe —dijo desviando la conversación para disimular su desconcierto, y buscó con su mano temblorosa la pitillera—. ¿Fuma usted?
— No.
—Los antiguos romanos ya fumaban —aseguró Prokop, y abrió la pitillera; lo único que había allí eran pesados cartuchos—. Encienda uno —insistió—, es un nobel extra, ligerito —él mismo mordió el extremo de un cartucho de tetril y buscó cerillas—. No es nada —empezó a decir—, pero ¿conoce usted el cristal explosivo? Una pena. Escuche, yo puedo fabricarle papel explosivo. Escribe una carta, alguien la tira al fuego y ¡bum! El edificio entero se desmorona. ¿Quiere?