—¿Y por qué estaba llorando? —murmuró Prokop.
—Porque había pasado ya tanto tiempo… y no había venido —resonó la sorprendente respuesta. Algo se debilitó en Prokop, quizás su voluntad.
—Usted… usted me… ¿quiere? —consiguió decir Prokop a duras penas, y se le escapó un gallo, como si fuera un adolescente de catorce años. La cabeza hundida bajo su brazo hizo un gesto afirmativo, enérgico y sin reservas.
—Puede que… tuviera que haber ido a buscarla —susurró Prokop anonadado. La cabeza se sacudió, dando a entender que no.
—Aquí… me siento mejor —dijo Anči con un hilo de voz después de un rato—. ¡Esto es tan hermoso!
Quizá nadie logre comprender qué hay de hermoso en un áspero abrigo de caballero que apesta a tabaco y a humanidad, pero Anči hundió su cara en él y por nada del mundo la habría girado hacia las estrellas: era tan feliz en aquel oscuro y profundo refugio… Su cabello hacía cosquillas en la nariz a Prokop y emanaba un aroma encantador. Prokop le acariciaba los hombros encogidos, acariciaba su joven nuca y su pecho, y encontraba sólo una trémula entrega. Entonces, olvidándose de todo, se abalanzó sobre su rostro e intentó besar sus húmedos labios. Pero vaya, Anči se resistía, se quedó rígida por el horror y empezó a balbucear: «no, no, no»; y ocultó la cara en el abrigo de Prokop, que podía sentir cómo latía el corazón alarmado de la joven. Prokop comprendió de golpe que era su primer beso.
Se avergonzó de sí mismo, se enterneció profundamente y no se atrevió más que a acariciarle el pelo: «Esto está permitido, esto está permitido. ¡Por dios, pero si es todavía una cría y una tontuela! Y ahora ya ni una palabra, ni una, que pueda herir la inaudita inocencia de esta blanca ternerilla. ¡Ni un pensamiento para intentar explicar groseramente los confusos impulsos de esta noche!». Ciertamente no sabía lo que estaba diciendo: tenía una cadencia torpe, como de oso, y carecía por completo de sintaxis; trataba alternativamente de las estrellas, el amor, Dios, esa hermosa noche y cierta ópera, cuyo nombre y argumento Prokop no lograba recordar por mucho que lo intentara, pero cuyos violines y voces resonaban en él con un efecto embriagador. A ratos le parecía que Anči se estaba quedando dormida, de modo que se calló hasta que sintió de nuevo en el hombro el feliz aliento de su adormecida atención.
Finalmente Anči se incorporó, cruzó las manos en su regazo y se quedó pensativa.
—Yo ni siquiera sé, no sé —dijo con dulzura—, ni siquiera me parece posible.
Una estrella atravesó el cielo con una brillante estela. Se sentía el aroma de la celinda; ahí dormían las esferas de las peonías, cerradas; una especie de aliento divino susurraba en las copas de los árboles.
—Me gustaría tanto quedarme aquí —murmuró Anči.
Una vez más, Prokop se vio obligado a librar una batalla con la tentación.
—Buenas noches, Anči —profirió—. Si… si volviera su padre. —Anči se levantó obedientemente.
—Buenas noches —dijo ella dudando; así se quedaron, de pie uno frente a otro, sin saber qué hacer o cómo finalizar. Anči estaba pálida, pestañeaba agitada y daba la impresión de que intentaba decidirse a llevar a cabo una heroicidad. Pero cuando Prokop (perdiendo ya definitivamente la cabeza) llevó la mano hacia su codo, se apartó acobardada y emprendió la retirada. Así que caminaron por el sendero del jardín guardando una distancia de por lo menos un metro. Sin embargo, cuando alcanzaron el lugar en que estaba la más oscura de las sombras, era obvio que habían perdido el rumbo, ya que Prokop fue a dar con los dientes contra una frente, besó apresurado una nariz fría y su boca encontró unos labios desesperantemente cerrados. Los horadó con ruda superioridad, casi quebrando el cuello de la muchacha forzó aquellos dientes castañeteantes y besó sin compasión la ardiente humedad de aquella boca abierta que no paraba de gemir. Después Anči se zafó de entre sus brazos, se paró junto a la portezuela del jardín y comenzó a sollozar. Entonces Prokop corrió a tranquilizarla: la acarició, la cubrió de besos en el pelo y la oreja, en el cuello y la espalda, pero no sirvió de nada. Suplicó, giró hacia sí aquella cara húmeda, aquellos ojos húmedos, aquellos labios húmedos que hacían pucheros. Tenía la boca llena del sabor salado de las lágrimas. La besó y la acarició, y de repente se dio cuenta de que ella ya no se defendía, de que se había rendido incondicionalmente y de que más bien lloraba su horrible derrota. Pues bien, de golpe se despertó en Prokop toda su viril caballerosidad: liberó de su abrazo a ese colmo de la desgracia e, infinitamente conmovido, besó sólo aquellos desesperados dedos, empapados en lágrimas y temblorosos. «Así, así está mejor». Pero ella puso de nuevo su cara en una de las toscas zarpas de Prokop y él la besó con un beso húmedo, abrasador, y con su ardiente aliento, y con la pulsación de sus pestañas, cubiertas de lágrimas, sin permitir que la apartara. En ese instante incluso él parpadeó y contuvo la respiración, para no dejar escapar un suspiro por el tormento que le estaba provocando la ternura.
Anči levantó la cabeza. «Buenas noches», dijo en voz baja, y ofreció con total sencillez sus labios. Prokop se inclinó, apenas exhaló sobre ellos un beso, lo más delicado que pudo, y ya ni siquiera se atrevió a acompañarla. Se quedó allí parado, de pie, y se estremeció; a continuación se tranquilizó en el otro extremo del jardín, al cual no podía llegar ni un rayo de luz de la ventana de Anči: se quedó allí parado y parecía que rezaba. En absoluto, no era una oración; era la noche más hermosa de su vida.
Al amanecer ya no podía aguantar en casa: se propuso ir corriendo a coger flores; después las pondría en la puerta de la alcoba de Anči, y cuando ella saliera… En alas de la alegría, Prokop salió a hurtadillas de la casa como a las cuatro de la madrugada. Señores, aquello era una maravilla; todas las flores centelleaban como si fueran ojos (ella tiene grandes ojos tranquilos de ternero) (tiene unas pestañas tan largas) (ahora está durmiendo; tiene unos párpados ovalados y delicados como los huevos de una paloma) (dios, si pudiera conocer sus sueños) (si tiene las manos cruzadas sobre el pecho, se moverán al ritmo de su respiración; pero si las tiene bajo la cabeza, seguro que se le ha levantado la manga y se verá su codo, ese redondel áspero y rosado) (la otra mañana dijo que dormía todavía en una cama infantil de hierro forjado) (dijo que en septiembre cumplirá los diecinueve) (tiene en el cuello una marca de nacimiento) (cómo es posible que me quiera, es tan extraño), verdaderamente nada es comparable a la belleza de una mañana de verano, pero Prokop miraba al suelo, sonreía, si es que era capaz de hacerlo, y deambuló entre paréntesis hasta el río. Allí descubrió (aunque en la otra orilla) unos nenúfares; desdeñando todo peligro se desvistió, se lanzó al espeso limo del remanso, se hizo un corte en la pierna con una caña traicionera y regresó con los brazos llenos de nenúfares. El nenúfar es una flor poética, pero emana agua sucia de sus gruesos tallos. Así que Prokop corrió a casa con su poético botín y pensó con qué podría hacer un envoltorio digno de su ramo. Ahá, en el banco que había frente a la casa el doctor había olvidado el número del día anterior de
Politika.
Prokop lo desgarró con entusiasmo, pasando completamente por alto cierta movilización en los Balcanes, e incluso el hecho de que se tambaleaba un ministerio y de que alguien, en un recuadro negro, había muerto y era llorado por toda la nación, y envolvió con él los peciolos mojados. Cuando después se dispuso a mirar con orgullo su obra, le dio un vuelco el corazón. En efecto, en el envoltorio hecho de papel de periódico encontró una palabra. Era KRAKATITA.
Durante unos instantes la observó sin creer lo que veían sus propios ojos. Después deshizo a una velocidad escalofriante el envoltorio de periódico, esparciendo la exquisitez de los nenúfares por el suelo, y finalmente encontró este anuncio: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson, edif. correos». Nada más. Prokop se frotó los ojos y leyó de nuevo: «Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson». Pero por todos los demonios… ¿quién era ese Carson? Y cómo sabía, cáspita, cómo podía saber… Prokop leyó por quincuagésima vez el misterioso anuncio: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección». Y después: «Carson, edif. correos». De aquello no se podía deducir nada más.
Prokop estaba sentado como si hubiera recibido un mazazo. «¿Por qué, por qué tuve que coger ese condenado periódico?», relampagueó con desesperación en su cabeza. ¿Cómo es que estaba eso ahí? «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección». El ingeniero P., eso significaba Prokop; y la krakatita, ése era justo aquel maldito lugar, ese lugar de su cerebro que estaba empañado, ese grave tumor, eso en lo que no se atrevía a pensar, con lo que iba dándose cabezazos contra la pared, lo que ya no tenía nombre… ¿Cómo es que estaba ahí? «¡KRAKATITA!». A Prokop se le salieron los ojos de las órbitas por el impacto. De repente vio… cierta sal plúmbea, y de golpe se desenrolló la confusa película de su recuerdo: una larguísima, furiosa lucha en el laboratorio con esa pesada, ruda, apática sustancia; una porquería de experimentos sin salida, en los que fallaba todo; su tacto corrosivo cuando, iracundo, la deshacía y trituraba con los dedos; su sabor cáustico y el humo acre; el cansancio que le hacía dormirse en la silla, la vergüenza, la obstinación, y repentinamente (quizás en un sueño), la idea definitiva, un experimento paradójico y milagrosamente sencillo, un truco físico que hasta entonces no había utilizado. Vio unas finas agujas blancas que finalmente introdujo en una caja de porcelana, convencido de que al día siguiente explotaría sin problemas cuando la encendiera dentro de una zanja de tierra, allí en el campo, donde estaba su muy ilegal área de pruebas. Vio el sillón de su laboratorio, del que asomaban estopa y alambres; y hacia él dirigió sus pasos como un perro cansado, y obviamente se quedó dormido, ya que había una oscuridad total cuando, en medio de una espantosa explosión y del ruido de los cristales, se desplomó en el suelo con sillón incluido. Después apareció aquel súbito dolor en la mano derecha, pues algo se la había hecho pedazos. Y después… después…
Prokop frunció el ceño por los recuerdos, dolorosamente inesperados. «Es verdad, aquí está esta cicatriz que atraviesa mi mano. Y después intenté encender la luz, pero las bombillas habían reventado. Luego empecé a palpar todo, a tientas, para descubrir qué es lo que había pasado: la mesa estaba llena de cascos, y ahí, donde estaba trabajando, había una chapa de cinc arrancada de la mesa, retorcida y totalmente achicharrada, y una tabla de roble rajada, como si la hubiera alcanzado un rayo. Y después encontré esa caja de porcelana, y estaba entera, y sólo entonces me asusté. Eso, sí, eso, en efecto, era la krakatita. Y después…».
Prokop ya no podía aguantar sentado; pasó por encima de los nenúfares esparcidos por el suelo y corrió por el jardín mordiéndose los dedos, totalmente agitados. «Luego corrí hacia alguna parte, a través del campo, de los sembrados, caí desplomado unas cuantas veces, dios, ¿dónde ocurrió exactamente?». Allí se cortaba definitivamente la secuencia de recuerdos; lo único que era indudable era aquel horrible dolor bajo los huesos frontales y cierto incidente con la policía.
«Luego hablé con Jirka Tomeš y fuimos a su casa; no, fui allí en carruaje. Estaba enfermo y él me atendió. Jirka es buena persona. Por dios, ¿qué ocurrió a continuación? Jirka Tomeš dijo que venía aquí, a casa de su padre, pero no ha venido. Veamos, esto es extraño; mientras yo estaba durmiendo o… En ese momento sonó un timbrazo corto y delicado; fui a abrir, y en el umbral había una muchacha con la cara cubierta por un velo».
Prokop soltó un gemido y se cubrió el rostro con las manos. Ni siquiera era consciente de que estaba sentado en el banco donde esa misma noche se había visto obligado a acariciar y apaciguar a otra persona. «"¿Vive aquí el señor Tomeš?", preguntó sofocada. Seguramente había venido corriendo, tenía el abrigo de piel cubierto de gotas de lluvia, y de repente, de repente levantó la mirada…».
El sufrimiento casi hizo aullar a Prokop. La estaba viendo como si hubiera sido ayer: sus manos, manos pequeñas en unos guantes ajustados, el rocío de su respiración sobre el grueso velo, su mirada limpia y llena de pesar; hermosa, triste y valerosa. «Usted lo salvará, ¿verdad?». Ella lo miró muy de cerca con ojos serios, perturbadores, apretujando en sus manos un paquete, un abultado sobre lacrado varias veces; lo apretaba contra el pecho con sus manos agitadas e intentaba controlarse por todos los medios…
Prokop se sintió como si lo hubieran golpeado en la cara. «¿Dónde he metido ese paquete? Sea quien sea esa chica, le prometí que se lo entregaría a Tomeš. Durante mi enfermedad… he olvidado todo; o… más bien… no quería pensar en ello. Pero ahora… Ahora hay que encontrarlo, eso está claro».
De un salto, salió corriendo a su habitación y desparramó el contenido de los cajones. «No está, no está, no aparece por ninguna parte». Por vigésima vez cogió sus cuatro bártulos, carta por carta, uno por uno; después se sentó en medio de aquel horrible desorden como sobre las ruinas de Jerusalén, y se exprimió la cabeza. Bien lo cogió el doctor, bien Anči, o bien la risueña Nanda; no cabía otra posibilidad. Cuando dedujo esto de un modo tan incontrovertible como detectivesco, sintió cierto malestar, cierta confusión, y, como en un sueño, se dirigió a la chimenea, metió la mano muy dentro y sacó… el paquete extraviado. Tenía la indefinida sensación de que lo había puesto allí él mismo, en algún momento, cuando todavía no estaba… totalmente sano. Recordaba vagamente que en aquel estado de desfallecimiento y delirio lo tuvo constantemente en la cama y que ardía en cólera cuando se lo quitaban; y que, a la vez, le tenía un miedo terrible, porque asociaba a él una intranquilidad y una angustia torturantes. Evidentemente lo escondió allí de sí mismo, con la astucia de un loco, para tener tranquilidad. Por otra parte, el diablo sabrá de los misterios del subconsciente. Ahora lo tenía ante él, ese sobre grueso atado con cuerda y con cinco lacres, y en él estaba escrito: «Para el señor Jiří Tomeš». Intentó deducir algo más personal de aquella escritura madura y firme, pero en vez de eso vio a la chica del velo estrujando el paquete entre sus temblorosos dedos (ahora, ahora levanta la mirada de nuevo…). Olisqueó ansioso el paquete: desprendía un olor débil y remoto.