Rozan tuvo que obedecer. Laure esperó a que estuviera en el rellano para decir rápidamente al oído de Larsonneau:
—¡Eh! Gran Lar, soy de palabra… Mételo en su coche.
Cuando la señora rubia se despidió de los caballeros para subir a su piso, que estaba en la planta superior, Saccard se extrañó de que Maxime no la siguiera.
—¿Cómo es eso? —le preguntó.
—No, a fe mía —respondió el joven—. He reflexionado… —Después tuvo una idea que le pareció muy divertida—: Te cedo el sitio, si quieres. Date prisa, aún no ha cerrado la puerta.
Pero el padre se encogió suavemente de hombros, diciendo:
—Gracias, tengo algo mejor de momento, pequeño.
Los cuatro hombres bajaron. En la calle, el duque se empeñaba en llevarse a Larsonneau en su carruaje; su madre residía en el Marais, dejaría al agente de expropiaciones en su portal, en la calle de Rivoli. Este se negó, cerró la portezuela él mismo, le dijo al cochero que se marchase. Y se quedó en la acera del bulevar Haussmann con los otros dos, sin alejarse.
—¡Ah! ¡Pobre Rozan! —dijo Saccard, que comprendió de pronto.
Larsonneau juró que no, que eso le traía sin cuidado, que él era un hombre práctico. Y, como los otros dos seguían bromeando y el frío era muy vivo, acabó por exclamar:
—¡Mala suerte, a fe mía! ¡Voy a llamar!… Caballeros, son ustedes unos indiscretos.
—¡Buenas noches! —le gritó Maxime cuando la puerta volvió a cerrarse.
Y cogiendo a su padre del brazo, subió con él por el bulevar. Hacía una de esas noches claras de helada, en las que es tan agradable caminar sobre la tierra dura, en el aire glacial. Saccard decía que Larsonneau estaba en un error, que con la de Aurigny había que ser simplemente un compañero. Partió de eso para declarar que el amor de esas mujeres era realmente malo. Se mostraba moral, encontraba sentencias y consejos de sorprendente sabiduría.
—Ya ves —le dijo a su hijo—, no hay más que una vida, pequeño… Uno pierde la salud y no saborea la verdadera felicidad. Sabes que no soy un burgués. ¡Bueno!, pues estoy harto, voy a sentar la cabeza.
Maxime reía burlón; paró a su padre, lo contempló al claro de luna, declarando que tenía «una pinta excelente». Pero Saccard se puso aún más serio:
—Bromea cuanto quieras. Te repito que no hay nada como el matrimonio para conservar a un hombre y hacerlo feliz.
Entonces le habló de Louise. Y caminó más despacito, para rematar este asunto, decía, ya que hablaban de eso. La cosa estaba totalmente arreglada. Lo informó incluso de que había fijado con el señor De Mareuil la fecha de la firma de las capitulaciones para el domingo siguiente al tercer jueves de cuaresma. Ese jueves iba a haber un gran sarao en el palacete del parque Monceau y aprovecharía para anunciar públicamente la boda. A Maxime todo eso le pareció muy bien. Se había desembarazado de Renée, ya no veía ningún obstáculo, se entregaba a su padre como se había entregado a su madrastra.
—¡Bueno, de acuerdo! —dijo—. Sólo que no hables de eso con Renée. Sus amigas se burlarían de mí, me tomarían el pelo, y prefiero que sepan la cosa al mismo tiempo que todos.
Saccard le prometió silencio. Después, cuando llegaban hacia lo alto del bulevar Malesherbes, le dio de nuevo multitud de excelentes consejos. Le enseñaba cómo debía comportarse para hacer de su hogar un paraíso.
—Sobre todo, nunca rompas con tu mujer. Es una tontería. Una mujer con la que ya no tienes relaciones te cuesta un ojo de la cara… Ante todo, hay que pagar a alguna fulana, ¿no? Y, además, el gasto es mucho mayor en la casa: son los vestidos, los placeres particulares de la señora, las amiguitas, todo el diablo y su corte. —Se hallaba en una hora de extraordinaria virtud. El éxito del asunto de Charonne ponía en su corazón ternuras idílicas—. Yo —continuo— había nacido para vivir feliz e ignorado en el fondo de un pueblo, con toda mi familia al lado… ¡No me conocen bien, pequeño!… Tengo una pinta así, muy de cabeza de chorlito. Pues bien, ¡nada de eso!: me encantaría quedarme al lado de mi mujer, abandonaría de buen grado mis negocios por una renta modesta que me permitiera retirarme a Plassans… Vas a ser rico, construye con Louise un hogar donde viviréis como dos tortolitos. ¡Es tan estupendo! Yo iré a veros, eso me hará bien.
Acababa por tener lágrimas en la voz. Mientras tanto, habían llegado a la verja del palacete y charlaban, al borde de la acera. En aquellas alturas de París soplaba el cierzo. Ni un ruido ascendía en la noche pálida, de una blancura helada. Maxime, sorprendido por los enternecimientos de su padre, tenía desde hacía un instante una pregunta en los labios.
—Pero tú —dijo por fin—, me parece…
—¿Qué?
—¿Con tu mujer?
Saccard se encogió de hombros.
—¡Eh! ¡Sí, claro! Yo era un imbécil. Por eso te hablo con conocimiento de causa… Pero hemos vuelto a juntarnos, ¡oh!, del todo. Pronto hará seis semanas. Voy a su cuarto por la noche, cuando no vuelvo demasiado tarde. Hoy, la pobre nena tendrá que pasarse sin mí; he de trabajar hasta que amanezca. ¡Está tan bien formada!… —Al tenderle Maxime la mano, lo retuvo y agregó, en voz más baja, con tono de confidencia—: ¿Conoces la cintura de Blanche Muller? ¡Pues bueno!, así, pero diez veces más flexible. ¡Y qué caderas! Tienen un dibujo, una delicadeza… —Y concluyó diciendo al joven, que se marchaba—: Tú eres como yo, tienes corazón, tu mujer será feliz… ¡Hasta la vista, pequeño!
Cuando Maxime se desembarazó, por fin, de su padre dio rápidamente la vuelta por el parque. Lo que acababa de oír le sorprendía tanto que experimentaba la irresistible necesidad de ver a Renée. Quería pedirle perdón por su brutalidad, saber por qué había mentido mencionando al señor De Saffré, conocer la historia de las ternuras de su marido. Pero todo ello confusamente, con el solo deseo claro de fumar junto a ella un puro y de reanudar su camaradería. Si estaba bien dispuesta, pensaba incluso anunciarle su boda, para darle a entender que sus amores debían permanecer muertos y enterrados. Cuando hubo abierto la puertecita, cuya llave había conservado, afortunadamente, acabó por decirse que su visita, tras la confidencia de su padre, era necesaria y totalmente decorosa.
En el invernadero silbó como la víspera, pero no esperó. Renée fue a abrirle la puerta acristalada de la salita, y subió delante de él sin hablar. Acababa de regresar de un baile en el ayuntamiento. Estaba aún vestida con un traje blanco de tul abullonado, sembrado de lazos de raso; los faldones del cuerpo de raso estaban enmarcados por un ancho encaje con abalorios blancos, que la luz de los candelabros tornasolaba de azul y rosa. Cuando Maxime la miró, arriba, quedó impresionado por su palidez, por, la honda emoción que entrecortaba su voz. No debía de esperarlo, estaba toda estremecida al verlo llegar como de ordinario, tranquilamente, con su aire mimoso. Céleste regresó del vestidor, donde había ido a buscar un camisón, y los amantes continuaron en silencio, a la espera de que la muchacha no estuviera allí. No solían recatarse ante ella, pero los asaltaba el pudor ante las cosas que se sentían a punto de decir. Renée quiso que Céleste la desvistiera en el dormitorio, donde había un gran fuego. La camarera quitaba las horquillas, retiraba las prendas una a una, sin apresurarse. Y Maxime, aburrido, cogió maquinalmente el camisón, que estaba a su lado, sobre una silla, y lo calentó ante la llama, inclinado, con los brazos abiertos. Era él quien, en los días felices, le prestaba ese pequeño servicio a Renée. Ella se enterneció al verle poner delicadamente el camisón al fuego. Después, como Céleste no acababa, él le preguntó:
—¿Te divertiste en ese baile?
—¡Oh, no! Ya sabes, siempre lo mismo —respondió ella—. Demasiada gente, un auténtico barullo.
Él le dio la vuelta al camisón, que ya estaba caliente por un lado.
—¿Qué llevaba Adeline?
—Un traje malva, bastante mal concebido… Es bajita, y tiene la manía de los volantes.
Hablaron de las otras mujeres. Ahora Maxime se quemaba los dedos con el camisón.
—¡Vas a chamuscarlo! —dijo Renée, cuya voz tenía caricias maternales.
Céleste cogió el camisón de manos del joven. Éste se levantó, fue a mirar la gran cama gris y rosa, se detuvo en uno de los ramos briscados de la tapicería, para volver la cabeza, para no ver los senos desnudos de Renée. Era instintivo. Ya no se creía su amante, no tenía ya derecho a ver. Después sacó un puro del bolsillo y lo encendió. Renée le había permitido fumar en sus habitaciones. Por fin, Céleste se retiró, dejando a la joven al amor de la lumbre, muy blanca con su ropa de noche. Maxime anduvo todavía unos instantes, silencioso, mirando de reojo a Renée, que temblaba de nuevo, al parecer. Y, plantándose delante de la chimenea, con el puro entre los dientes, preguntó con voz brusca:
—¿Por qué no me dijiste que era mi padre quien se encontraba contigo, ayer por la noche?
Ella levantó la cabeza, los ojos muy abiertos, con una mirada de suprema angustia; luego, una oleada de sangre encendió su cara y, anonadada de vergüenza, ocultó el rostro entre las manos, balbució:
—¿Lo sabes? ¿Lo sabes?… —Se recobró, intentó mentir—: No es cierto… ¿Quién te lo ha dicho?
Maxime se encogió de hombros.
—¡Caray! Mi propio padre, que te encuentra espléndidamente formada y que me ha hablado de tus caderas. —Había dejado traslucirse un ligero despecho. Pero continuó caminando, y prosiguió con voz gruñona y amistosa, entre dos bocanadas—: Realmente, no te entiendo. Eres una mujer singular. Ayer, si yo estuve grosero, la culpa fue tuya. Si me hubieras dicho que era mi padre me habría marchado tranquilamente, ¿entiendes? Yo no tengo derecho… Pero ¡se te ocurre mencionar al señor De Saffré!
Ella sollozaba, las manos sobre el rostro. Él se acercó, se arrodilló delante de ella, le separó las manos a la fuerza.
—Vamos, dime por qué me mencionaste al señor De Saffré.
Entonces, apartando aún la cabeza, Renée respondió, entre lágrimas, en voz baja:
—Creía que me dejarías si sabías que tu padre…
El se levantó, recogió su puro, que había dejado en una esquina de la chimenea, y se contentó con murmurar:
—¡Pues sí que eres graciosa!…
Ella ya no lloraba. Las llamas de la chimenea y el fuego de sus mejillas secaban sus lágrimas. El asombro de ver a Maxime tan calmado ante una revelación que creía que iba a aplastarlo le hacía olvidar toda su vergüenza. Le miraba caminar, lo escuchaba hablar como en un sueño. Él le repetía, sin dejar el puro, que ella no era razonable, que era muy natural que hubiera tenido relaciones con su marido, que él no podía pensar en enfadarse. Pero ¡mira que confesar un amante cuando no era verdad! Y volvía siempre a eso, a esta cosa que no podía comprender, y que le parecía verdaderamente monstruosa. Habló de las «locas imaginaciones» de las mujeres.
—Estás un poco chiflada, querida; hay que cuidar eso. —Acabó por preguntar curiosamente—: Pero ¿por qué el señor De Saffré y no cualquier otro?
—Me hace la corte —dijo Renée.
Maxime contuvo una impertinencia; iba a decir que, sin duda, se había creído un mes más vieja, al confesar al señor De Saffré como amante. Sólo sonrió maligno ante esta maldad y, tirando el puro al fuego, fue a sentarse al otro lado de la chimenea. Allí habló con sentido común, le dio a entender a Renée que debían seguir siendo buenos amigos. Las miradas fijas de la joven lo turbaban un poco, no obstante; no se atrevió a anunciarle su boda. Ella lo contemplaba largamente, con los ojos aún hinchados por las lágrimas. Lo encontraba mezquino, estrecho, despreciable, y seguía amándolo, con el cariño que sentía por sus encajes. Estaba guapo a la luz del candelabro, colocado al borde de la chimenea, a su lado. Cuando él echaba atrás la cabeza, el resplandor de las velas le doraba el pelo, se deslizaba sobre su cara, por la leve pelusilla de las mejillas, con un color rubio precioso.
—Voy a tener que irme —dijo en varias ocasiones.
Estaba muy decidido a no quedarse. Renée no habría querido, además. Los dos lo pensaban, lo decían: ya no eran sino dos amigos. Y cuando Maxime hubo estrechado, por fin, la mano de la joven y estuvo a punto de salir de la habitación, ella lo retuvo aún un instante, hablándole de su padre. Lo elogiaba muchísimo.
—Ya ves, yo tenía demasiados remordimientos. Prefiero que haya ocurrido esto… No conoces a tu padre; me ha asombrado encontrarlo tan bueno, tan desinteresado. ¡El pobre hombre tiene tantas preocupaciones en este momento! —Maxime se miraba la puntera de los botines, sin responder, con aire violento. Ella insistía—. Mientras él no venía por esta habitación, me daba igual. Pero después… Cuando lo veía aquí, tan cariñoso, trayéndome un dinero que había tenido que recoger por todos los rincones de París, arruinándose por mí sin una queja, me ponía enferma… ¡Si supieras con cuánto cuidado ha velado por mis intereses!
El joven volvió despacito hacia la chimenea, contra la cual se adosó. Seguía embarazado, la cabeza gacha, con una sonrisa que ascendía poco a poco a sus labios.
—Sí —murmuró—, mi padre es muy listo para velar por los intereses de la gente. —El tono de su voz extrañó a Renée. Lo miró, y él, como para defenderse—: ¡Oh! Yo no sé nada… Digo sólo que mi padre es un hombre hábil.
—Te equivocarías si hablaras mal de él —prosiguió ella—. Debes de juzgarlo un poco atolondrado… Si yo te contara todos sus apuros, si te repitiera lo que me confiaba todavía esta tarde, verías lo engañados que están cuando creen que le importa el dinero…
Maxime no pudo contener un encogimiento de hombros. Interrumpió a su madrastra con una risa irónica.
—Vamos, lo conozco, lo conozco muy bien… Lindas cosas ha debido de decirte. Cuéntamelo, pues.
Este tono burlón la hería. Entonces insistió aún más en sus elogios, opinó que su marido era un hombre muy grande, habló del asunto de Charonne, de aquel chanchullo del que no había entendido nada, como de una catástrofe en la que se le habían revelado la inteligencia y la bondad de Saccard. Agregó que firmaría al día siguiente la escritura de cesión y que, si se trataba realmente de un desastre, aceptaba ese desastre en castigo de sus faltas. Maxime la dejaba seguir, riendo burlón, mirándola al soslayo; al final, dijo a media voz:
—Eso es, eso mismo… —Y en alto, poniendo la mano en el hombro de Renée—: Querida mía, te lo agradezco, pero ya sabía la historia… ¡Tú sí que eres de buena pasta!
Hizo de nuevo ademán de irse. Experimentaba un furioso prurito por contarlo todo. Ella lo había exasperado, con sus elogios de su marido, y olvidaba que se había prometido no hablar, para evitarse cualquier disgusto.