La jauría (29 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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—Pero, bueno, ¿qué quiere usted que le diga a ese hombre?

—Que no estoy en venta —respondió Renée, que tenía un pie en la acera.

Y le pareció oír a Sidonie murmurar al cerrar violentamente la puerta: «¡Pues lárgate, furcia! Me las pagarás».

«¡Caray! —pensaba al volver a subir a su cupé—, prefiero incluso a mi marido».

Regresó directamente al hotel. Por la noche, le dijo a Maxime que no fuera: estaba indispuesta, necesitaba reposo. Y, al día siguiente, cuando le entregó los quince mil francos para el joyero de Sylvia, se quedó cortada ante su sorpresa y sus preguntas. Era su marido, dijo, que había hecho un buen negocio. Pero a partir de ese día se mostró más antojadiza, cambiaba a menudo las horas de cita que daba al joven, y a menudo incluso lo acechaba en el invernadero para despedirlo. Él no se inquietaba mucho con estos cambios de humor; le agradaba ser una cosa obediente en manos de las mujeres. Lo que le fastidió más fue el giro moral que tomaban a veces sus conversaciones de enamorados. Ella se ponía muy triste, incluso a veces tenía gruesas lágrimas en los ojos. Interrumpía su cancioncilla sobre «el hermoso joven» de
La bella Helena
, tocaba los cánticos del internado, preguntaba a su amante si no creía que el mal era castigado tarde o temprano.

«Decididamente, está envejeciendo —pensaba él—. A lo sumo resultará divertida un año o dos más».

La verdad es que ella sufría cruelmente. Ahora, habría preferido engañar a Maxime con el señor De Saffré. En casa de Sidonie se había rebelado, había cedido a una instintiva altivez, al asco de aquel grosero trato. Pero, en los días siguientes, cuando soportó las angustias del adulterio, todo zozobró en su interior, y se sintió tan despreciable que se habría entregado al primer hombre que hubiera empujado la puerta del cuarto de los pianos. Si hasta entonces la idea de su marido se había presentado alguna vez en el incesto, como una pizca de voluptuoso horror, el marido, el hombre en sí, entró a partir de entonces con una brutalidad que cambió sus sensaciones más delicadas en dolores intolerables. Ella, que se complacía en los refinamientos de su falta y que soñaba de buen grado con un rincón de paraíso sobrehumano, donde los dioses disfrutan de sus amores en familia, se precipitaba al vulgar desenfreno, a compartir a dos hombres. En vano intentó gozar con la infamia. Tenía aún los labios calientes de los besos de Saccard cuando los ofrecía a los besos de Maxime. Su curiosidad descendió al fondo de esas voluptuosidades malditas; llegó hasta mezclar esos dos cariños, hasta buscar al hijo en los abrazos del padre. Y salía más despavorida, más lastimada de ese viaje a lo desconocido del mal, de esas tinieblas ardientes en las que confundía a su doble amante, con terrores que ponían un estertor en sus alegrías.

Se guardó ese drama para sí misma, dobló su sufrimiento con las fiebres de su imaginación. Habría preferido morir a confesarle la verdad a Maxime. Sentía un sordo temor a que el joven se rebelara, la abandonara; profesaba sobre todo una fe tan absoluta en su monstruoso pecado y la condenación eterna que de mejor gana hubiera cruzado desnuda el parque Monceau antes de confesar su vergüenza en voz baja. Seguía siendo, por lo demás, la atolondrada que asombraba a París con sus extravagancias. La asaltaban alegrías nerviosas, caprichos prodigiosos, de los que hablaban los periódicos, designándola con sus iniciales. Fue en esa época cuando quiso seriamente batirse en duelo, a pistola, con la duquesa de Sternich, que había derramado, con mala idea, decía ella, un vaso de ponche sobre su traje; su cuñado el ministro tuvo que enfadarse. Otra vez, apostó con la señora de Lauwerens que daría la vuelta a la pista de Longchamp en menos de diez minutos, y sólo la retuvo una cuestión de vestuario. El propio Maxime empezaba a espantarse con aquella cabeza en la que la locura ascendía, y en la cual creía oír, de noche, en la almohada, todo el alboroto de una ciudad en celo tras los placeres.

Una noche, fueron juntos al Théâtre Italien. Ni siquiera habían mirado el cartel. Querían ver a una gran trágica italiana, la Ristori, que convocaba entonces a todo París, y por quien la moda les ordenaba interesarse. Ponían
Fedra
[21]
. Él recordaba bastante su repertorio clásico, ella sabía bastante italiano para seguir la pieza. E incluso este drama les causó una emoción particular, en aquella lengua extranjera cuyas sonoridades les parecían, a veces, un simple acompañamiento de orquesta que sostenía la mímica de los actores. Hipólito era un mozo alto, pálido, muy mediocre, que lloraba su papel.

—¡Qué ganso! —murmuraba Maxime.

Pero la Ristori, con sus fuertes hombros estremecidos por los sollozos, con su cara trágica y sus rollizos brazos, conmovía hondamente a Renée.
Fedra
era de la sangre de Pasifae, y se preguntaba de qué sangre podía ser ella, ella, la incestuosa de los nuevos tiempos. No veía de la pieza sino aquella mujer alta arrastrando por las tablas el crimen antiguo. En el primer acto, cuando
Fedra
le hace a Enone la confidencia de su cariño criminal; en el segundo, cuando se declara, muy ardiente, a Hipólito; y más adelante, en el cuarto, cuando el regreso de Teseo la abruma, y se maldice, en una crisis de sombrío furor, ella llenaba la sala con tal grito de fiera pasión, con tal necesidad de sobrehumana voluptuosidad, que la joven sentía pasar por su carne cada temblor de su deseo y de sus remordimientos.

—Espera —murmuraba Maxime a su oído—, vas a oír el relato de Terámenes. ¡Tiene una pinta estupenda, ese viejo!

Y murmuró con voz hueca:

A pei ne nous sortions des portes de Trézène
,

Il étail sur son char

[22]

Pero Renée, cuando habló el anciano, ya no miró, ya no escuchó. La araña la cegaba, un calor sofocante le llegaba de todas aquellas caras pálidas tendidas hacia el escenario. El monólogo continuaba, interminable. Ella estaba en el invernadero, bajo el follaje ardiente, y soñaba que su marido entraba, la sorprendía en brazos de su hijo. Sufría horriblemente, perdía el conocimiento, cuando el postrer estertor de
Fedra
, arrepentida y moribunda entre las convulsiones del veneno, le hizo abrir los ojos. El telón caía. ¿Tendría fuerzas para envenenarse, un día? ¡Qué mezquino y vergonzoso era su drama, comparado con la epopeya antigua! Y mientras Maxime le anudaba bajo la barbilla su salida de teatro, oía aún retumbar a sus espaldas la ruda voz de la Ristori, a la cual respondía el murmullo complaciente de Enone.

En el cupé, el joven habló solo, encontraba en general la tragedia «pesada», y prefería las piezas del Teatro Bufo. Sin embargo
Fedra
era «escabrosa». Se había interesado, porque… Y apretó la mano de Renée, para completar su pensamiento. Después se le pasó una idea por la cabeza, y cedió al deseo de hacer una frase:

—Soy yo —murmuró—, el que tenía razón al no acercarme al mar, en Trouville.

Renée, perdida en el fondo de su doloroso sueño, callaba. Él tuvo que repetir su frase.

—¿Por qué? —preguntó asombrada, sin entender.

—Pues por el monstruo…

Y soltó una risita burlona. Esta broma heló a la joven. Todo se trastornó en su cabeza. La Ristori ya no era más que un gran pelele que se levantaba el pelo y le sacaba la lengua al público como Blanche Muller en el tercer acto de
La bella Helena
; Terámenes bailaba el cancán, e Hipólito comía rebanadas de pan con mermelada metiéndose los dedos en la nariz.

Cuando un remordimiento más agudo estremecía a Renée, ésta sentía rebeliones soberbias. ¿Cuál era pues su crimen, y por qué iba a ruborizarse? ¿Es que no caminaba cada día sobre infamias mayores? ¿Es que no se codeaba, en los ministerios, en las Tullerías, por doquier, con miserables como ella, que tenían sobre su carne millones y a quienes se adoraba de rodillas? Pensaba en la vergonzosa amistad de Adeline de Espanet y de Suzanne Haffner, a cuenta de la cual se sonreía a veces en los lunes de la emperatriz. Se acordaba del negocio de la señora De Lauwerens, a quien los maridos ensalzaban por su buena conducta, su orden, su puntualidad en pagar a sus proveedores. Nombraba a la señora Daste, la señora Teissiére, la baronesa de Meinhold, esas criaturas cuyo lujo pagaban sus amantes, y que se cotizaban en la buena sociedad como los valores en la Bolsa. La señora de Guende era tan tonta y tan bien formada, que tenía por amantes a la vez a tres oficiales superiores, sin poder distinguirlos, a causa de su uniforme; lo cual hacía decir a ese demonio de Louise que ante todo los obligaba a quedarse en camisa, para saber con cuál de los tres hablaba. La condesa Vanska, por su parte, se acordaba de los patios donde había cantado, de las aceras a lo largo de las cuales se decía que la habían visto, vestida de india, merodeando como una loba. Cada una de esas mujeres tenía su vergüenza, su lacra desplegada y triunfante. Y además, dominándolas a todas, la duquesa de Sternich se erguía, fea, vieja, cansada, con la gloria de haber pasado una noche en el lecho imperial; era el vicio oficial, ella lo conservaba como una majestad del desenfreno y una soberanía sobre aquella pandilla de ilustres busconas.

Entonces la incestuosa se acostumbraba a su falta, como a un traje de gala cuya tiesura la hubiera molestado al principio. Seguía las modas de la época, se vestía y se desvestía a imitación de las otras. Acababa por creer que vivía en un mundo superior a la moral común, donde los sentidos se afinaban y desarrollaban, donde estaba permitido desnudarse para gozo del Olimpo entero. El mal se convertía en un lujo, una flor prendida en los cabellos, un diamante sujeto sobre la frente. Y volvía a ver, como una justificación y una redención, al emperador, del brazo del general, pasar entre las dos filas de hombros inclinados.

Un solo hombre, Baptiste, el ayuda de cámara de su marido, seguía inquietándola. Desde que Saccard se mostraba galante, aquel lacayo alto, digno y pálido, parecía caminar en torno a ella con la solemnidad de una censura muda. No la miraba, sus miradas frías pasaban más arriba, por encima de su moño, con pudores de sacristán que se niega a ensuciar sus ojos en la cabellera de una pecadora. Se imaginaba que lo sabía todo, hubiera comprado su silencio, de haberse atrevido. Después le entraban desazones, experimentaba una especie de confuso respeto, cuando se encontraba a Baptiste, diciéndose que toda la honradez de sus íntimos se había retirado y ocultado bajo el negro frac de aquel lacayo.

Un día le preguntó a Céleste:

—¿Baptiste bromea en la cocina? ¿Le conoce usted alguna aventura, alguna amante?

—¡Ni hablar! —se contentó con responder la doncella.

—Vamos, ha debido de hacerle la corte…

—¡Bah! Nunca mira a las mujeres. Apenas lo vemos… Está siempre con el señor o en las cuadras. Dice que le gustan mucho los caballos.

Reneé se irritaba con esta honradez, insistía, le habría gustado poder despreciar a su gente. Aunque le había tomado cariño a Céleste, le habría regocijado conocerle amantes.

—Pero usted, Céleste, ¿no opina que Baptiste es un guapo mozo?

—¡Yo, señora! —exclamó la camarera, con el aire estupefacto de una persona que acaba de oír algo prodigioso—. ¡Oh!, como si no tuviera otras cosas en que pensar. No quiero nada con los hombres. Tengo mi plan, ya verá usted más adelante. No soy tonta, faltaría más.

Renée no pudo sacarle una palabra más clara. Sus preocupaciones, por otra parte, aumentaban. Su vida bulliciosa, sus carreras locas, encontraban numerosos obstáculos que tenía que salvar, y contra los cuales se magullaba a veces. Fue así como Louise de Mareuil se alzó un día entre ella y Maxime. No tenía celos de «la jorobada», como la nombraba desdeñosamente; sabía que estaba desahuciada por los médicos, y no podía creer que Maxime se casase jamás con semejante callo, ni siquiera al precio de un millón de dote. En medio de sus caídas, había conservado una ingenuidad burguesa respecto a la gente que amaba; aunque se despreciaba a sí misma, a ellos los creía de buen grado superiores y muy estimables. Pero, aun rechazando la posibilidad de un matrimonio que le hubiera parecido un siniestro desenfreno y un robo, sufría con las familiaridades, con la camaradería de los jóvenes. Cuando le hablaba de Louise a Maxime, éste reía de gusto, le contaba las frases de la niña, le decía:

—Me llama su hombrecito, ¿sabes?, esa chiquilla.

Y demostraba tal libertad de espíritu, que ella no se atrevía a darle a entender que la chiquilla tenía diecisiete años, y que sus juegos de manos, su apresuramiento, en los salones, por buscar los rincones en sombra para burlarse de todo el mundo, la apenaban, le estropeaban las más hermosas veladas.

Un hecho vino a imprimir a la situación un singular carácter. Renée sentía a veces necesidad de fanfarronear, caprichos de osadía brutal. Arrastraba a Maxime detrás de una cortina, detrás de una puerta, y lo abrazaba, a riesgo de ser vista. Un jueves por la tarde, cuando el salón botón de oro estaba lleno de gente, se le antojó la linda idea de llamar al joven, que charlaba con Louise; avanzó a su encuentro, desde el fondo del invernadero, donde se encontraba, y lo besó bruscamente en la boca, entre dos macizos, creyéndose suficientemente oculta. Pero Louise había seguido a Maxime. Cuando los amantes alzaron la cabeza, la vieron, a unos pasos, mirándolos con una extraña sonrisa, sin un rubor ni un asombro, con la pinta tranquilamente amistosa de un compañero de vicio, lo bastante sabio para comprender y saborear un beso así.

Ese día Maxime se sintió realmente asustado, y fue Renée la que se mostró indiferente e incluso jovial. Se había acabado. Resultaba imposible que la jorobada le quitara su amante. Pensaba: «He debido de hacerlo adrede. Ella sabe ahora que "su hombrecito" es mío».

Maxime se tranquilizó, al encontrar a Louise igual de risueña, igual de divertida que antes. La juzgó «estupenda, muy buena chica». Y eso fue todo.

Renée se inquietaba con razón. Saccard, desde hacía algún tiempo, pensaba en la boda de su hijo con la señorita De Mareuil. Había una dote de un millón que no quería dejar escapar, contando con echar más adelante mano a ese dinero. Louise, a comienzos del invierno, había guardado cama cerca de tres semanas, y tuvo un miedo tal de verla morir antes de la proyectada unión que se decidió a casar a los chicos en seguida. Los encontraba un poco jóvenes, sí, pero los médicos temían el mes de marzo para la enferma del pecho. Por su parte, el señor De Mareuil estaba en una situación delicada. En el último escrutinio había conseguido por fin que le nombraran diputado. Sólo que el Cuerpo legislativo acababa de anular su elección, que fue el escándalo de la revisión de las actas. Esta elección era todo un poema cómico-heroico, a cuenta del cual los periódicos vivieron un mes. El señor Hupel de la Noue, el prefecto del departamento, había desplegado tal energía que los otros candidatos ni siquiera pudieron exhibir su profesión de fe ni distribuir sus papeletas. Por consejo suyo, el señor De Mareuil cubrió la circunscripción de mesas donde los campesinos bebieron y comieron durante una semana. Prometió, además, un ferrocarril, la construcción de un puente y tres iglesias, y envió, la víspera del escrutinio, a los electores influyentes, los retratos del emperador y la emperatriz, dos grandes grabados recubiertos de cristal y enmarcados por un listón de oro. Este envío tuvo un éxito loco, la mayoría fue aplastante. Pero cuando la Cámara, ante las carcajadas de Francia entera, se vio obligada a devolver al señor De Mareuil a sus electores, el ministro montó en una cólera terrible contra el prefecto y el desdichado candidato, que se habían mostrado realmente demasiado «rígidos». Habló incluso de presentar la candidatura oficial con otro nombre. El señor De Mareuil quedó espantado, había gastado trescientos mil francos en el departamento, poseía allí grandes fincas en las que se aburría, y que tendría que revender con pérdidas. Por ello acudió a suplicar a su querido colega que apaciguase a su hermano, que le prometiera, en su nombre, una elección totalmente decente. Fue en esa circunstancia cuando Saccard volvió a hablar de la boda de los chicos, y cuando los dos padres la decidieron definitivamente.

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