Hasta entonces, Saccard había jugado felizmente, sobre seguro, haciendo trampas, vendiéndose, beneficiándose de los tratos, sacando una ganancia, fuera la que fuera, de cada una de sus operaciones. Pronto este agiotaje ya no le bastó, desdeñó rebuscar, recoger el oro que los Toutin-Laroche y los barones Gouraud dejaban caer tras de sí. Metió los brazos en el saco hasta el hombro. Se asoció con los Mignon, Charrier y compañía, esos famosos contratistas entonces en sus inicios y que iban a amasar fortunas colosales. La Villa estaba ya decidida a no ejecutar ella las obras, a ceder los bulevares a un tanto alzado. Las compañías concesionarias se comprometían a entregarle una vía totalmente hecha, con árboles plantados, bancos y farolas de gas colocados, mediante una indemnización convenida; e incluso a veces entregaban la vía por nada; se encontraban ampliamente pagadas por los solares de los bordes, que retenían y que gravaban con una considerable plusvalía. La fiebre de la especulación de los solares, la violenta alza de los inmuebles datan de esta época. Saccard, gracias a sus contactos, obtuvo la concesión de tres ramales de bulevar. Fue el alma ardiente y un poco embrollona de la asociación. Los señores Mignon y Charrier, sometidos a él al principio, eran ricos y astutos compinches, maestros albañiles que conocían el valor del dinero. Se reían por lo bajo de las carrozas de Saccard; a menudo seguían llevando sus blusas, no se negaban a echar una mano a un obrero, regresaban a casa cubiertos de yeso. Ambos eran de Langres. Aportaban, en aquel París ardiente e insaciable, su prudencia de champañeses, su cerebro calmoso, poco abierto, poco inteligente, pero muy apto para aprovechar las ocasiones de llenarse los bolsillos, a la espera de disfrutar más adelante. Si Saccard lanzó el negocio, lo animó con su ardor, con su furia de apetitos, los señores Mignon y Charrier, con su prosaísmo, su administración rutinaria y estrecha, impidieron veinte veces que se viniera abajo con las imaginaciones asombrosas de su socio. Jamás consintieron en tener las oficinas soberbias, el hotel que él quería edificar para asombro de París. Rechazaron igualmente las especulaciones secundarias que crecían cada mañana en su cabeza: construcción de salas de conciertos, de inmensas casas de baños, en los solares de los bordes; de ferrocarriles, siguiendo la línea de los nuevos bulevares; de galerías acristaladas, que centuplicaban el valor de las tiendas, y permitían circular por París sin mojarse. Los contratistas, para cortar por lo sano estos proyectos que los asustaban, decidieron que los solares de los bordes se repartirían entre los tres socios, y que cada cual haría con ellos lo que quisiera. Ellos continuaron vendiendo prudentemente sus lotes. El mandó edificar. Su cerebro hervía. Habría propuesto muy en serio meter París bajo una inmensa campana, para convertirlo en invernadero y cultivar piña y caña de azúcar.
Pronto, apaleando los capitales, tuvo ocho casas en los nuevos bulevares. Tenía cuatro completamente terminadas, dos en la calle de Marignan, y dos en el bulevar Haussmann; las otras cuatro, situadas en el bulevar Malesherbes, seguían en construcción, e incluso una de ellas, vasto cercado de tablas donde debía alzarse un magnífico palacete, aún no tenía colocado más que el suelo del primer piso. En esa época sus asuntos se complicaron tanto, tenía tantos hilos atados a cada uno de sus dedos, tantos intereses que vigilar y marionetas que mover, que apenas dormía tres horas por la noche y leía la correspondencia en su coche. Lo maravilloso era que su caja parecía inagotable. Era accionista de todas las sociedades, edificaba con una especie de furia, se metía en todos los trapicheos, amenazaba con inundar París como una marea ascendente, sin que se le viese realizar jamás un beneficio bien neto, embolsarse una gruesa suma reluciente al sol. Aquel río de oro, sin fuentes conocidas, que parecía salir en presurosas oleadas de su despacho, extrañaba a los papanatas, e hizo de él, en cierto momento, el hombre de primer plano a quien los periódicos atribuían todas las ocurrencias de la Bolsa.
Con semejante marido, Renée estaba lo menos casada posible. Se pasaba semanas enteras casi sin verlo. Por lo demás, era perfecto: abría para ella su caja de par en par. En el fondo, ella lo amaba como a un banquero servicial. Cuando iba al palacete Béraud, hacía grandes elogios de él ante su padre, a quien la fortuna de su yerno dejaba severo y frío. Su desprecio había desaparecido: aquel hombre parecía tan convencido de que la vida no es sino negocio, había nacido tan evidentemente para acuñar moneda con todo lo que caía en sus manos, mujeres, niños, adoquines, sacos de yeso, conciencias, que ella no podía reprocharle el trato de su matrimonio. A partir de ese trato, él la miraba en parte como una de las hermosas mansiones que lo honraban y de las que esperaba sacar grandes beneficios. La quería bien vestida, bulliciosa, haciendo volver la cabeza a todo París. Eso le daba fama, doblaba la cifra probable de su fortuna. Él era guapo, joven, enamorado, atolondrado, gracias a su mujer. Ella era una asociada, una cómplice sin saberlo. Un nuevo tiro, un vestido de dos mil escudos, una complacencia con algún amante, facilitaron, y a menudo decidieron, sus más felices negocios. A menudo también pretendía estar abrumado, la enviaba a ver a un ministro, a un funcionario cualquiera, para solicitar una autorización o recibir una respuesta. Le decía: «¡Y pórtate bien!», con un tono que sólo le pertenecía a él, a la vez bromista y mimoso. Y cuando ella regresaba, y había tenido éxito, él se frotaba las manos, repitiendo su famoso: «¡Te habrás portado bien!». Renée reía. El era demasiado activo para desear a una señora Michelin. Simplemente le gustaban las bromas crudas, las hipótesis escabrosas. Por lo demás, si Renée «no se hubiera portado bien», sólo habría experimentado el despecho de haber pagado realmente la amabilidad del ministro o del funcionario. Timar a la gente, darle menos por su dinero, era una delicia. Saccard decía a menudo: «Si yo fuera mujer, acaso me vendiera, pero no entregaría nunca la mercancía; es demasiado idiota».
La loca de Renée, que había aparecido una noche en el cielo parisiense como el hada excéntrica de las voluptuosidades mundanas, era la menos analizable de las mujeres. Educada en su casa, sin duda habría embotado, con la religión o con cualquier otra satisfacción nerviosa, el filo de los deseos cuyos pinchazos a veces la enloquecían. De cabeza, era burguesa; poseía una honestidad absoluta, un amor a las cosas lógicas, un temor al Cielo y al infierno, una enorme dosis de prejuicios; pertenecía a su padre, a esa raza tranquila y prudente en la que florecían las virtudes del hogar. Y en esa naturaleza germinaban, crecían fantasías prodigiosas, curiosidades sin cesar renacientes, deseos inconfesables. Con las monjas de la Visitación, libre, con su espíritu vagabundeando entre las místicas voluptuosidades de la capilla y las amistades carnales de sus amiguitas, se había ido forjando una educación fantástica, aprendiendo el vicio, imprimiendo en él la franqueza de su natural, trastornando su joven cerebro, hasta el punto de poner en un singular aprieto a su confesor, al decirle que un día, durante la misa, había sentido unas ganas irracionales de levantarse para besarlo. Después se daba golpes de pecho, palidecía ante la idea del diablo y sus calderas. El desliz que más adelante conduciría a su boda con Saccard, aquella brutal violación que sufrió con una especie de espantada espera, la llevó luego a despreciarse, y contó mucho en el abandono de toda su vida. Pensó que ya no tenía que luchar contra la maldad, que ésta estaba en ella, que la lógica la autorizaba a llegar hasta el fondo de la ciencia del mal. Era todavía más una curiosidad que un apetito. Arrojada a la sociedad del Segundo Imperio, abandonada a sus imaginaciones, provista de dinero, alentada en sus excentricidades más llamativas, se entregó, lo lamentó, y después consiguió extinguir su agonizante honestidad, siempre fustigada, siempre lanzada hacia adelante por su insaciable necesidad de saber y de sentir.
Por lo demás, no hacía sino adaptarse a la moda común. Charlaba de buen grado, a media voz, con risas, sobre los casos extraordinarios de la tierna amistad de Suzanne Haffner y Adeline de Espanet, sobre el delicado oficio de la señora De Lauwerens, o los besos a precio fijo de la condesa Vanska; pero miraba todavía esas cosas de lejos, con la vaga idea de saborearlas algún día, y ese deseo indefinido, que ascendía por ella en las horas malas, acrecentaba aún más esa ansiedad turbulenta, esa búsqueda enloquecida de un goce singular, exquisito, en el que mordería ella sola. Sus primeros amantes no la habían echado a perder; tres veces se había creído asaltada por una gran pasión; el amor estallaba en su cabeza como un petardo, y las chispas no llegaban al corazón. Estaba loca un mes, se exhibía con su caballerito ante todo París; y después, una mañana, en medio del bullicio de su ternura, sentía un silencio aplastante, un vacío inmenso. El primero, el joven duque de Rozan, no fue sino un soplo; Renée, que se había fijado en él por su dulzura y su excelente porte, lo encontró a solas totalmente inútil, desteñido, pelma. Mister Simpson, agregado de la embajada americana, que vino a continuación, estuvo a punto de pegarle, y a eso debió estar más de un año con ella. Después, acogió al conde de Chibray, un ayudante de campo del emperador, guapo mozo vanidoso que empezaba a pesarle singularmente cuando a la duquesa de Sternich se le ocurrió encapricharse con él y quitárselo; entonces lloró, dio a entender a sus amigas que su corazón estaba destrozado, que no volvería a amar. Llegó así al señor De Mussy, el ser más insignificante del mundo, un joven que se abría camino en la diplomacia dirigiendo el cotillón con gracias especiales; jamás supo muy bien cómo se había entregado a él, y lo conservó mucho tiempo, invadida por la pereza, asqueada de un desconocido a quien se descubre en una hora, y esperando, para tomarse las molestias de un cambio, encontrar alguna aventura extraordinaria. A los veintiocho años, estaba ya terriblemente cansada. El aburrimiento le parecía tanto más insoportable cuanto que sus virtudes burguesas aprovechaban las horas en que se aburría para quejarse e inquietarla. Cerraba su puerta, tenía jaquecas horrorosas. Después, cuando la puerta se abría, una oleada de sedas y encajes escapaba con gran bullicio, una criatura de lujo y de gozo, sin una preocupación ni un rubor en la frente.
En su vida trivial y mundana había tenido, no obstante, un romance. Un día en que, al crepúsculo, había salido a pie para ir a ver a su padre, a quien no le gustaba el ruido de los carruajes en su puerta, se dio cuenta, al regresar, en el muelle de Saint-Paul, de que un joven la seguía. Hacía calor; el día moría con amorosa dulzura. Ella, a quien sólo seguían a caballo, en el Bosque, encontró picante la aventura, la halagó como un homenaje nuevo, un poco brutal, pero cuya misma grosería la lisonjeaba. En lugar de regresar a casa, cogió la calle de Le Temple, paseando a su galán a lo largo de los bulevares. Mientras tanto el hombre se envalentonó, se volvió tan acuciante que Renée, un poco cohibida, perdiendo la cabeza, siguió la calle del
faubourg
Poissonniére y se refugió en la tienda de la hermana de su marido. El hombre entró detrás de ella. Sidonie sonrió, pareció comprender y los dejó solos. Y cuando Renée quería seguirla, el desconocido la retuvo, le habló con emocionada cortesía, se ganó su perdón. Era un empleado que se llamaba Georges y a quien ella nunca preguntó su apellido. Fue a verlo dos veces; ella entraba por la tienda, él llegaba por la calle Papillon. Este amor de paso, encontrado y aceptado en la calle, fue uno de los placeres más vivos. Pensó siempre en él, con cierta vergüenza, pero con una singular sonrisa de añoranza. Sidonie ganó en la aventura el ser por fin cómplice de la segunda mujer de su hermano, un papel que ambicionaba desde el día de la boda.
La pobre Sidonie había sufrido un chasco. Al brujulear para aquella boda, había esperado casarse en parte con Renée, convertirla también a ella, en una de sus clientas, sacarle multitud de beneficios. Juzgaba a las mujeres a la primera ojeada, como los entendidos juzgan a los caballos. Por ello fue grande su consternación cuando, tras haber dejado un mes a la pareja para instalarse, comprendió que llegaba ya demasiado tarde, al ver a la señora De Lauwerens reinando en medio del salón. Esta última, una guapa señora de veintiséis años, tenía por oficio lanzar a las recién llegadas. Pertenecía a una antiquísima familia, estaba casada con un hombre de las altas finanzas, que cometía el error de negarse a pagar las cuentas de costureras y modistas. La dama, persona muy inteligente, acuñaba moneda, se mantenía a sí misma. Le horrorizaban los hombres, decía, pero surtía de ellos a todas sus amigas; siempre había una clientela completa en el piso que ocupaba en la calle de Provence, encima de las oficinas de su marido. Allí daba pequeñas meriendas. Uno se encontraba de forma imprevista y encantadora. Nada había de malo para una jovencita en ir a ver a su querida señora De Lauwerens, y qué se le iba a hacer si el azar llevaba allá a hombres, muy respetuosos, por otra parte, y de la mejor sociedad. La dueña de la casa estaba adorable con sus anchas batas de encaje. A menudo un visitante la hubiera escogido de preferencia, al margen de su colección de rubias y morenas. Pero la crónica aseguraba que era de una formalidad absoluta. Todo el secreto del negocio estaba en eso. Ella conservaba su alta posición en el mundo, todos los hombres eran amigos suyos, salvaba su orgullo de mujer honesta, disfrutaba de una secreta alegría al hacer caer a las demás y sacar provecho de su caída. Cuando Sidonie se hubo explicado el mecanismo del nuevo invento, quedó consternada. Era la escuela clásica, la mujer con un viejo traje negro que llevaba esquelas amorosas en el fondo de su capacho, enfrentada con la escuela moderna, la gran dama que vende a sus amigas en su saloncito tomando una taza de té. La escuela moderna triunfó, la señora De Lauwerens tuvo una fría mirada para el arrugado atuendo de Sidonie, en quien olfateó una rival. Y de su mano recibió Renée su primer problema, el joven duque de Rozan, a quien la hermosa financiera colocaba con dificultades. La escuela clásica sólo triunfó más adelante, cuando Sidonie prestó su entresuelo para el capricho de su cuñada por el desconocido del muelle de Saint-Paul. Siguió siendo su confidente.
Pero uno de los fieles de Sidonie fue Maxime. Desde los quince años, éste iba a merodear por casa de su tía, olisqueando los guantes olvidados que encontraba sobre los muebles. Sidonie, que detestaba las situaciones francas, y que jamás confesaba sus cortesías, acabó por prestarle las llaves de su piso, ciertos días, diciéndole que se quedaría hasta el día siguiente en el campo. Maxime hablaba de amigos que tenía que recibir y a los que no se atrevía a llevar a casa de su padre. Fue en el entresuelo de la calle del
faubourg
Poissonniére donde pasó varias noches con la pobre muchacha que tuvieron que mandar al campo. Sidonie le prestaba dinero a su sobrino, desfallecía ante él, murmurando con voz suave que «no tenía un vello, era rosado como un amor».