La isla misteriosa (70 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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Sin vacilar, la pequeña tropa se dirigió hacia el recinto y en poco tiempo quedó atravesada la zona peligrosa sin que tuvieran necesidad de disparar un solo tiro. Cuando el carro llegó a la empalizada, se detuvo.

Nab se quedó a la cabeza de los onagros para contenerlos. El ingeniero, el periodista, Harbert y Pencroff se dirigieron a la puerta para ver si estaba atrancada interiormente.

¡Una de las hojas estaba abierta!

—¿Pero no dijeron...? —preguntó el ingeniero volviéndose hacia el marino y Gedeón Spilett.

Ambos estaban estupefactos.

—¡Por mi salvación —exclamó Pencroff— que esta puerta estaba cerrada hace un momento!

Los colonos vacilaron. ¿Estaban los presidiarios en la dehesa en el momento en que Pencroff y el periodista hacían el reconocimiento? No quedaba duda, pues la puerta, entonces cerrada, tenía que haber sido abierta por ellos. ¿Estaban todavía y acababa de salir uno solo?

Todas estas preguntas se presentaron instantáneamente en el ánimo de cada uno de los colonos. Pero ¿cómo responder a ellas?

En aquel momento Harbert, que se había adelantado unos pasos por el interior del recinto, retrocedió precipitadamente y tomó la mano de Ciro Smith.

—¿Qué hay? —preguntó el ingeniero.

—Una luz.

—¿En la casa?

—Sí.

Los colonos adelantaron hacia la puerta y, a través de los vidrios de la ventana que les daba frente, vieron temblar un débil resplandor. Ciro Smith tomó rápidamente su partido.

—Esta es la única probabilidad que tenemos —dijo a sus compañeros— de hallar a los bandidos encerrados en esta casa sin sospechar nada. ¡Adelante, son nuestros!

Los colonos entraron en el recinto apuntando sus fusiles. Habían dejado fuera el carro bajo la custodia de
Jup
y
Top,
a los cuales se ató por prudencia.

Ciro Smith, Pencroff, Gedeón Spilett, por una parte, y Harbert y Nab, por otra, corrieron a lo largo de la empalizada y observaron la parte de la dehesa que estaba absolutamente desierta. En pocos instantes se encontraron todos ante la puerta de la casa, que estaba cerrada.

Ciro Smith hizo a sus compañeros una seña con la mano recomendándoles que no se movieran y se acercó al cristal de la ventana, entonces débilmente iluminado por la luz interior. Su mirada penetró en la única habitación que formaba el cuarto bajo de la casa.

En la mesa brillaba un farol encendido y cerca de él estaba la cama que había servido en otro tiempo a Ayrton. En aquella cama descansaba el cuerpo de un hombre. Ciro Smith retrocedió y con voz ahogada exclamó:

—¡Ayrton!

Inmediatamente abrieron la puerta, empujándola con violencia, y se precipitaron en el cuarto. Ayrton parecía dormido. Su rostro indicaba que había padecido larga y cruelmente. En las muñecas y en los tobillos se le veían muchos cardenales.

Ciro Smith se inclinó sobre él.

—¡Ayrton! —gritó el ingeniero, levantando los brazos del compañero que volvían a encontrar en circunstancias tan inesperadas.

A este grito Ayrton abrió los ojos y, mirando a Ciro Smith y luego a los demás, exclamó:

—¡Ustedes!

—¡Ayrton, Ayrton! —repitió Ciro Smith.

—¿Dónde estoy?

—En la habitación de la dehesa.

—¿Solo?

—Sí.

—¡Pero van a venir! —exclamó Ayrton—. ¡Defiéndanse, defiéndanse!

Y Ayrton volvió a caer en la cama como abrumado por el cansancio.

—Spilett —dijo entonces el ingeniero—, nos pueden atacar de un momento a otro. Haga entrar el carro en la casa, atranque la puerta y vuelvan todos aquí.

Pencroff, Nab y el periodista se apresuraron a ejecutar las órdenes del ingeniero: no había instante que perder, pues quizá el mismo carro estaba ya en manos de los bandidos.

En un instante el periodista y sus dos compañeros atravesaron la dehesa y llegaron a la puerta de la empalizada, detrás de la cual se oía a
Top
gruñir sordamente.

El ingeniero, dejando a Ayrton un instante, salió de la casa dispuesto a disparar. Harbert iba a su lado. Ambos vigilarían la cresta del contrafuerte que dominaba la dehesa, porque si los presidiarios se habían emboscado allí podían disparar sobre los colonos y herirlos.

En aquel momento la luna salió hacia el este por encima de la cortina negra del bosque y una blanca sábana de luz se extendió por el interior del recinto. La dehesa se iluminó toda entera con sus grupos de árboles, el riachuelo que la regaba y la grande alfombra de hierba. Por el lado de la montaña, la casa y una parte de la empalizada se destacaban en blanco, mientras que al lado opuesto, hacia la puerta, el recinto continuaba oscuro.

En breve apareció una masa negra: era el carro, que entraba en el círculo de luz, y Ciro Smith pudo oír el ruido de la puerta que sus compañeros cerraban sujetando sólidamente las hojas por el interior.

Pero en aquel momento
Top,
rompiendo violentamente su cuerda, se puso a ladrar con furor y se lanzó hacia la otra parte de la dehesa, a la derecha de la casa.

—¡Atención, amigos, apunten bien! —gritó Ciro Smith.

Los colonos se echaron los fusiles a la cara y esperaron el momento de disparar.
Top
seguía ladrando y
Jup,
que había corrido hacia donde estaba el perro, daba silbidos agudos. Los colonos lo siguieron y llegaron a orillas del arroyo, sembrado de grandes árboles. A plena luz, ¿qué vieron? Cinco cuerpos tendidos sobre la orilla. Eran los de los presidiarios que cuatro meses antes habían desembarcado en la isla Lincoln.

13. Buscan a su protector. ¡Nadie! ¡Nada!

¿Qué había sucedido? ¿Quién había matado a los presidiarios? ¿Era Ayrton? No, porque un instante antes temía su vuelta.

Pero Ayrton estaba entonces bajo el dominio de un sopor del que no fue posible sacarlo. Después de las pocas palabras que había pronunciado, un sueño abrumador se había vuelto a apoderar de él y quedó nuevamente en su lecho sin movimiento.

Los colonos, agitados por mil pensamientos confusos y bajo la influencia de una violenta sobreexcitación, esperaron durante toda la noche sin salir de la casa y sin volver al sitio donde yacían los cadáveres de los bandidos. Quizá Ayrton no pudiese decirles nada respecto de las circunstancias en que éstos habían recibido la muerte, pues él mismo no sabía siquiera si estaba en la dehesa; pero al menos podría contar los hechos que habían precedido a aquella terrible ejecución.

Al día siguiente Ayrton salió de su sopor y sus compañeros le manifestaron cordialmente todo el júbilo que experimentaban de verlo casi sano y salvo después de ciento cuatro días de separación.

Ayrton refirió en pocas palabras todo lo que había pasado, al menos lo que él sabía.

Al día siguiente de su llegada a la dehesa, el 10 de noviembre, al caer la noche fue sorprendido por los presidiarios, que habían escalado el recinto. Estos lo ataron y le pusieron una mordaza y después lo llevaron a una caverna oscura situada al pie del monte Franklin, donde tenían su refugio.

Habían decidido su muerte y a la mañana siguiente iban a matarlo.

Uno de los bandidos lo reconoció y lo llamó por el nombre que llevaba en Australia. Aquellos miserables, que querían matar a Ayrton, respetaron a Ben Joyce.

Desde aquel momento Ayrton fue el blanco de las exigencias de sus cómplices, los cuales querían atraerlo a su banda y contaban con él para apoderarse del Palacio de granito, penetrar en aquella inaccesible morada y hacerse dueños de la isla después de haber asesinado a los colonos. Ayrton se resistió. El antiguo presidiario, arrepentido y perdonado, prefirió la muerte antes que hacer traición a sus compañeros.

Ayrton, atado, amordazado y guardado con centinelas a vista, vivió en aquella caverna durante cuatro meses. Entretanto, los presidiarios, que habían descubierto la dehesa poco tiempo después de su llegada a la isla, vivían de sus reservas y depósitos, pero no la habitaban. El 11 de noviembre, dos de aquellos bandidos, sorprendidos por la llegada de los colonos, dispararon contra Harbert, y uno volvió jactándose de haber matado a uno de los habitantes de la isla, pero volvió solo: su compañero, cono es sabido, había caído bajo el puñal de Ciro Smith.

Puede juzgarse cuáles serían las inquietudes y la desesperación de Ayrton, al conocer la noticia de la muerte de Harbert. Los colonos no eran más que cuatro y estaban, por decirlo así, a merced de los presidiarios.

A consecuencia de este suceso y durante todo el tiempo que los colonos, detenidos por la enfermedad de Harbert, permanecieron en la dehesa, los bandidos no salieron de su caverna y, aun después de saquear la meseta de la Gran Vista, no creyeron prudente abandonarla.

Entonces redoblaron los malos tratos a Ayrton. Sus manos y pies tenían todavía la señal de las ligaduras con que lo ataban día y noche, y a cada instante esperaba una muerte que creía inevitable.

Así llegó la tercera semana de febrero. Los presidiarios, espiando siempre una ocasión favorable, salían poco de su retiro e hicieron sólo alguna excursión de caza al interior de la isla o a la costa meridional.

Ayrton no tenía noticias de sus amigos y no esperaba volverlos a ver.

Por fin, el desdichado, debilitado por los malos tratos, cayó en una postración profunda que no le permitió ver ni oír nada. Desde aquel momento, es decir, dos días antes, no podía ni siquiera decir lo que había pasado.

—Pero, señor Smith —añadió—, puesto que yo estaba aprisionado en aquella caverna, ¿cómo es que me encuentro en la dehesa?

—¿Y cómo los presidiarios están muertos en medio del recinto? —preguntó a su vez el ingeniero.

—¡Muertos! —exclamó Ayrton, que a pesar de su debilidad se incorporó en la cama.

Sus compañeros lo sostuvieron. Quiso levantarse, lo dejaron y todos se dirigieron hacia el arroyo. Era ya de día.

A la orilla del agua, en la posición que les había sorprendido una muerte que había debido de ser fulminante, yacían los cinco cadáveres de los criminales.

Ayrton estaba aterrado. Ciro Smith y sus compañeros se miraban sin pronunciar una palabra. Obedeciendo a una señal del ingeniero, Nab y Pencroff examinaron aquellos cadáveres, ya rígidos por el frío. No tenían ninguna señal aparente de herida.

Sólo después de haberlos examinado con mucha atención, Pencroff observó en la frente del uno, en el pecho del otro, en la espalda de éste, en el hombro de aquél, un puntito rojo, especie de contusión apenas visible y cuyo origen era imposible determinar.

—¡Ahí les han herido! —dijo Ciro Smith.

—Pero ¿con qué arma? —exclamó el periodista.

—Con un arma fulminante, cuyo secreto no tenemos nosotros

—¿Y quién les ha herido con un rayo? —preguntó Pencroff.

—El justiciero de la isla —replicó Ciro Smith— el que ha trasladado a Ayrton; el hombre cuya influencia viene otra vez a manifestarse; el que hace por nosotros todo lo que nosotros mismos no podríamos hacer y después se oculta a nuestra vista.

—¡Busquémoslo! —exclamó Pencroff.

—Sí, busquémoslo —respondió Ciro Smith —. Pero el ser superior que hace tales prodigios no podrá ser hallado hasta que no quiera.

Aquella protección invisible que auxiliaba la acción de los colonos irritaba y conmovía al ingeniero. La inferioridad relativa que demostraba era de las que pueden herir a un alma altiva. Una generosidad que toma sus disposiciones para eludir toda muestra de gratitud, revelaba una especie de desdén hacia los agradecidos, que disminuía a los ojos de Ciro Smith el valor del beneficio.

—Busquemos —dijo— y Dios quiera que encontremos un día a ese protector altivo que no ha protegido a ingratos. ¿Qué no daría yo porque pudiéramos pagarle la deuda de reconocimiento prestándole, a nuestra vez, aunque fuera a costa de la vida, algún señalado servicio?

Desde aquel día esta investigación fue el único cuidado de los habitantes de la isla Lincoln. Todo los llevaba a descubrir la clave de aquel enigma, clave que no podía ser sino el nombre de un individuo dotado de un poder verdaderamente inexplicable, en cierto modo sobrehumano.

Después de unos instantes, los colonos volvieron a la habitación de la dehesa, donde sus cuidados hicieron recobrar pronto a Ayrton su energía moral y física.

Nab y Pencroff trasladaron los cadáveres de los bandidos al bosque a poca distancia de la dehesa y los enterraron profundamente. Después Ayrton fue puesto al corriente de los sucesos que habían ocurrido durante su secuestro. Supo entonces la herida y enfermedad de Harbert y la serie de pruebas por las que los colonos habían pasado. Estos no esperaban volver a ver a Ayrton y temían que los bandidos lo hubiesen asesinado cruelmente.

—Ahora —dijo Ciro Smith, terminando su relación—, tenemos que cumplir un deber. La mitad de nuestra tarea está acabada, pero, si los presidiarios no son ya temibles, no hemos recobrado por nosotros mismos el dominio de la isla.

—Pues bien —repuso Gedeón Spilett—, registremos todo este laberinto de contrafuertes del monte Franklin. No dejemos una excavación ni un agujero por explorar. ¡Nunca se ha encontrado un corresponsal de periódico con un misterio tan conmovedor como este en el que yo me encuentro, amigos míos!

—Y no volveremos al Palacio de granito —repuso Harbert— hasta después de haber encontrado a nuestro bienhechor.

—Sí —dijo el ingeniero—, haremos todo lo humanamente posible. Sin embargo, lo repito, no lo encontraremos hasta que él quiera.

—¿Nos quedaremos en la dehesa? —preguntó Pencroff.

—Sí —contestó Ciro Smith—, porque las provisiones son abundantes y estamos en el centro de nuestro círculo de investigaciones. Por lo demás, si es necesario, el carro irá al Palacio de granito y volverá rápidamente.

—Bien —repuso el marino—. Tengo que hacer una observación.

—¿Cuál?

—La buena estación está muy avanzada y debemos hacer una travesía.

—¿Una travesía? —dijo Gedeón Spilett.

—Sí, la de la isla Tabor —repuso Pencroff—. Hay que llevar una noticia que indique la situación de la isla donde actualmente se encuentra Ayrton, para el caso de que el yate escocés venga por él. ¡Quién sabe si no es demasiado tarde!

—Pero, Pencroff —preguntó Ayrton—, ¿con qué cuenta para hacer esta travesía?

—Con el
Buenaventura.

—¡El
Buenaventura!
—exclamó Ayrton—. No existe.

—¡Mi
Buenaventura
no existe! —gritó Pencroff dando un salto.

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