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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (65 page)

BOOK: La isla misteriosa
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—Sí, y volverá el fiel animal.

—¿Qué hora es? —preguntó Gedeón Spilett.

—Las diez.

—Dentro de una hora, quizá, estará aquí. Vigilaremos el camino.

Cerraron de nuevo las puertas de la dehesa y entraron en la casa.

Harbert estaba profundamente dormido y Pencroff mantenía las compresas en un estado permanente de humedad. Gedeón Spilett, viendo que nada había que hacer por el momento, se ocupó en preparar algún alimento, sin dejar de vigilar con cuidado la parte del recinto inmediato al contrafuerte por donde podía venir una agresión.

Los colonos esperaron con ansiedad la vuelta de
Top.
Un poco antes de las once, Ciro Smith y el periodista, con la carabina en la mano, estaban detrás de la puerta preparados a abrirla al primer ladrido de su perro. No dudaban que si
Top
había podido llegar sin tropiezo al Palacio de granito, Nab lo volvería a enviar inmediatamente.

Estaban allí hacía diez minutos, cuando oyeron una detonación seguida de ladridos repetidos. El ingeniero abrió la puerta y, viendo todavía un resto de humo, a cien pasos, en el bosque, disparó en aquella dirección. Casi al mismo tiempo
Top
saltó dentro de la empalizada, cuya puerta volvió a cerrarse inmediatamente.


¡Top, Top!
—exclamó el ingeniero, tomando la gruesa cabeza de su fiel perro entre las manos.

Ciro Smith leyó estas palabras trazadas con letra gruesa de Nab en el billete que
Top
llevaba colgado del cuello:

¡No hay presidiarios en las inmediaciones del Palacio de granito! No me moveré. ¡Pobre señor Harbert!

8. Cena de Harbert. La fortuna empieza a darles la espalda

¡Luego los presidiarios continuaban en las inmediaciones de la dehesa, espiando lo que en ella pasaba, decididos a matar a los colonos uno tras otro! Había que tratarlos como fieras, pero debían tomarse grandes precauciones, porque en aquel momento los miserables tenían la ventaja de la situación, viendo y no siendo vistos, pudiendo sorprender bruscamente con un ataque y no pudiendo ser sorprendidos.

Ciro Smith tomó todas las medidas necesarias para vivir en la dehesa, cuyas provisiones, por otra parte, podían bastar para largo tiempo. La casa de Ayrton había sido provista de todo lo necesario para la vida, y los presidiarios, asustados por la llegada de los colonos, no habían tenido tiempo de saquearla. Era probable, como observó Gedeón Spilett, que las cosas hubieran pasado de esta manera: Los seis presidiarios desembarcados en la isla habían seguido el litoral sur; después, recorriendo las dos millas de la península Serpentina, no queriendo aventurarse por los bosques del Far-West, habían llegado a la desembocadura del río de la Cascada. Una vez en aquel punto, subiendo por la orilla derecha del río, habían encontrado los contrafuertes del monte Franklin, entre los cuales era natural que buscasen refugio; no habían tardado en descubrir la dehesa, entonces deshabitada. Se habían instalado, esperando el momento de poner en ejecución sus proyectos abominables. La llegada de Ayrton les sorprendió, pero habían conseguido apoderarse del infeliz... Lo demás se adivinaba fácilmente.

Entretanto, los malhechores, reducidos a cinco, pero bien armados, vagaban por los bosques y aventurarse contra ellos era exponerse a sus tiros, sin que fuera posible contestarlos ni evitarlos.

—Esperemos, es lo único que se puede hacer —repetía Ciro Smith—. Cuando Harbert esté curado, podremos organizar una batida general en la isla y acabar con esos miserables. Tal será el objeto de nuestra gran expedición al mismo tiempo que...

—Que buscar a nuestro protector misterioso —añadió Gedeón Spilett acabando la frase del ingeniero—. ¡Ah! Tenemos que confesar, querido Ciro, que esta vez su protección nos ha faltado y en el momento en que nos era más necesaria.

—¡Quién sabe! —exclamó el ingeniero.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el periodista.

—Que aún nos aguardan muchos contratiempos, mi querido Spilett, y que la poderosa intervención de ese ser misterioso tendrá quizá ocasión de ejercitarse en favor nuestro. Pero no se trata de eso: la vida de Harbert, ante todo.

Este era el cuidado más doloroso de los colonos. Pasaron algunos días y el estado del pobre joven, afortunadamente, no había empeorado. Era mucho haber ganado tiempo contra la enfermedad. El agua fría, siempre mantenida a la temperatura conveniente, había impedido la inflamación de las heridas, y el periodista llegó a creer que aquel agua, un poco sulfurosa, lo cual se explicaba por la proximidad del volcán, tenía una acción más directa sobre la cicatrización. La supuración era menos abundante y Harbert, merced a los cuidados incesantes de que estaba rodeado, volvía a la vida, su fiebre era menos intensa. Además, estaba sometido a una dieta severa y, por consiguiente, su debilidad era y debía ser grande; pero no faltaban las tisanas y el reposo absoluto le hacía bien.

Ciro Smith, Gedeón Spilett y Pencroff se habían hecho muy hábiles para curar al joven herido. Habían sacrificado todo el lienzo que había en la habitación. Las heridas de Harbert, cubiertas de compresas y de hilas, no estaban ni comprimidas ni holgadas, de manera que se provocase la cicatrización sin determinar ninguna reacción inflamatoria. El periodista hacía las curas con cuidado, sabiendo cuán importante era esto y repitiendo a sus compañeros lo que reconocen espontáneamente la mayor parte de los médicos; a saber: que es más raro ver una cura bien hecha, que una operación bien practicada.

Al cabo de diez días, el 22 de noviembre, Harbert mejoraba a ojos vistas, y había comenzado a tomar algún alimento. Volvían los colores a las mejillas y miraba, sonriéndose, a sus enfermeros. Hablaba un poco, a pesar de los esfuerzos de Pencroff, que charlaba sin cesar para impedirle tomar la palabra y le contaba las historias más inverosímiles. Harbert le había preguntado por Ayrton, porque le extrañaba no verlo allí y pensaba que debería estar en la dehesa, pero el marino, que no quería afligirlo, se había contentado con responder que Ayrton había marchado al Palacio de granito para defenderlo con Nab.

—¡Ah! —decía—, esos piratas son unos caballeros que no tienen derecho a ninguna consideración de nuestra parte. ¡Y el señor Smith que confiaba en atraerlos con buenos sentimientos! Yo les enviaré un buen sentimiento, pero será con una bala de grueso calibre.

—¿Y no se les ha vuelto a ver? —preguntó Harbert.

—No, hijo mío —contestó el marino—, pero los encontraremos. Cuando estés curado, veremos si esos cobardes, que hieren por detrás, se atreven a atacarnos cara a cara.

—Estoy todavía muy débil, mi pobre Pencroff.

—¡Bah! Las fuerzas volverán poco a poco. ¿Qué es una bala a través del pecho? ¡Una friolera! Yo he tenido algunas y no por eso me siento menos fuerte.

Las cosas parecían tomar buen cariz y, desde el momento en que no se había presentado ninguna complicación, la curación de Harbert podía considerarse como asegurada. ¿Pero cuál hubiera sido la situación de los colonos si su estado se hubiera agravado; si, por ejemplo, se hubiera quedado la bala en el cuerpo o hubieran tenido que amputar al joven el brazo o la pierna?

—No —dijo más de una vez Gedeón Spilett—, nunca pensé sin temblar en una eventualidad semejante.

—Y sin embargo, si hubiera sido preciso operarlo —dijo un día Ciro Smith—, creo que no hubiera usted vacilado.

—No, Ciro —repuso Gedeón Spilett—, pero bendito sea Dios que nos ha evitado ese duro trance.

Los colonos, en ésta como en todas las demás circunstancias, habían apelado a esa lógica del buen sentido, que tantas veces les había sido útil y habían logrado buen éxito, gracias a sus conocimientos generales. ¿Pero no vendría un momento en que fuese inútil toda su ciencia?

Estaban solos en aquella isla y los hombres se completan en la sociedad y son necesarios los unos a los otros. Ciro Smith lo sabía perfectamente y algunas veces se preguntaba si no vendrían circunstancias que les fuera imposible dominar.

Le parecía, además, que sus compañeros y él, hasta entonces felices, habían entrado en un período nefasto. Hacía más de dos años y medio que se habían escapado de Richmond y desde entonces puede decirse que todo iba a medida de sus deseos. La isla les había dado abundantemente minerales, vegetales y animales; y, si la naturaleza les había prodigado sus dones, su ciencia les había puesto en situación de sacar partido de cuanto se les ofrecía. El bienestar de la colonia era, por decir así, completo. Además, en ciertas circunstancias había acudido en su socorro una influencia inexplicable..., pero todo esto debía tener su término.

En una palabra, Ciro Smith creía observar que la fortuna iba a volverse contra ellos.

El buque corsario se había presentado en las aguas de la isla y, sí los piratas habían sido destruidos, digámoslo así, milagrosamente, seis de ellos por lo menos se habían librado de la catástrofe desembarcando en la isla, y los cinco que sobrevivían estaban allí, siendo casi imposible agarrarlos. Ayrton, sin duda, había sido asesinado por aquellos miserables, que poseían armas de fuego, y habían herido a Harbert casi mortalmente. ¿Eran los primeros golpes que la fortuna contraria descargaba contra los colonos? Esta era la pregunta que se hacía interiormente Ciro Smith; era lo que se repetía con frecuencia el periodista, pareciéndole también que la intervención tan extraña como eficaz, que tanto les había servido hasta entonces, se apartaba de ellos.

Aquel ser misterioso, cualquiera que fuese, cuya existencia no podían negar, ¿había abandonado la isla?, ¿había sucumbido?

A estas preguntas no era posible dar respuesta, pero no hay que suponer que Ciro Smith y sus compañeros, porque hablasen de esas cosas, estuviesen desesperados. Lejos de eso, miraban la situación cara a cara, analizaban las probabilidades favorables y contrarias, se preparaban a todo evento y se erguían con firmeza ante el porvenir. Si la adversidad venía de cara, encontraría en ellos hombres preparados para combatirla.

9. Nab se pone en contacto con ellos y abandonan la dehesa

La convalecencia del joven enfermo marchaba regularmente y sólo deseaban que su estado permitiese trasladarlo al Palacio de granito. Por bien amueblada y provista que estuviese la habitación de la dehesa, no podían encontrar allí la comodidad ni la salubridad de la morada granítica. Además, no ofrecía la misma seguridad y sus huéspedes, a pesar de su vigilancia, continuaban bajo la amenaza de algún lazo de los presidiarios. Por el contrario, en el Palacio de granito, en medio de aquel asilo inaccesible e inexpugnable, nada tenían que temer y forzosamente había de frustrarse cualquier tentativa que se hiciera contra sus personas. Esperaban impacientes la hora en que Harbert pudiese ser trasladado sin temor por su herida y estaban decididos a hacerlo por difíciles que fueran las comunicaciones a través del bosque del Jacamar.

No tenían noticias de Nab, pero no alarmaba a los colonos, porque el valiente negro, atrincherado en las profundidades del Palacio de granito, no era probable que se dejase sorprender. No le habían enviado otra vez a
Top,
porque había parecido inútil exponer al fiel perro a un tiro, que hubiera privado a los colonos de su auxiliar más útil.

Esperaban, pero deseaban ardientemente verse reunidos en el Palacio de granito. No quería el ingeniero ver divididas sus fuerzas, porque esta división convenía a los planes de los presidiarios. Desde la desaparición de Ayrton, ya no eran más que cuatro o cinco, y no era éste el menor cuidado que agitaba al valiente joven, que comprendía las dificultades de que era causa su enfermedad.

La cuestión relativa a lo que debía hacerse en las condiciones actuales respecto a los piratas, fue tratada a fondo el día 29 de noviembre entre Ciro Smith, Gedeón Spilett y Pencroff en un momento en que Harbert, adormecido, no podía oírlos.

—Amigos —dijo el periodista, después que se hubo hablado de Nab y de la imposibilidad de comunicarse con él—, creo que aventurarse por el camino del Palacio de granito sería exponerse a recibir un tiro sin poder devolverlo. ¿Pero no piensan que lo que convenía hacer ahora sería dar francamente caza a esos miserables?

—Es lo que yo estaba pensando —repuso Pencroff—. Ninguno de nosotros teme una bala, supongo yo, y por mi parte, si el señor Ciro lo aprueba, estoy dispuesto a lanzarme al bosque: ¡qué diablo, un hombre vale tanto como otro!

—¿Pero vale por cinco? —preguntó el ingeniero.

—Yo iré con Pencroff —contestó el periodista—. Ambos bien armados y acompañados de
Top...

—Querido Spilett y Pencroff —dijo Ciro Smith—, razonemos fríamente. Si los malhechores estuviesen ocultos en algún rincón de la isla y ese sitio nos fuese conocido; si no se tratase más que de atacarlos, comprendería lo que proponen. Pero, por el contrario, lo que hay que temer es que tengan la seguridad de ser ellos los que hagan la primera descarga.

—¡Eh, señor Ciro! —exclamó Pencroff—. Una bala no siempre llega al sitio donde se la envía.

—La que ha herido a Harbert no se ha extraviado, Pencroff —dijo el ingeniero—. Por otra parte, observe que, si los dos nos dejan, yo estaré solo para defenderlo. ¿Responden ustedes de que los presidiarios no les vean abandonarlo y les dejen meterse en el bosque para atacarnos durante su ausencia, sabiendo que aquí no hay más que un hombre y un niño herido?

—Tiene usted razón, señor Ciro —dijo Pencroff, cuyo pecho rebosaba de sorda cólera—, tiene usted razón. Harán todo lo posible para recobrar la dehesa, sabiendo que tiene provisiones abundantes. ¡Ah! ¡Si estuviéramos en el Palacio de granito! ...

—Si estuviéramos en el Palacio de granito —repuso el ingeniero—, la situación sería muy diferente. Allí no temería dejar a Harbert con uno de nosotros, y los otros tres irían a registrar los bosques de la isla. Pero estamos en la dehesa y conviene permanecer aquí hasta el momento en que todos juntos podamos abandonar este sitio.

No había nada que responder a los razonamientos de Ciro Smith. Sus compañeros lo comprendieron perfectamente.

—¡Si tuviéramos siquiera a Ayrton! —dijo Ciro Smith.

—¡Pobre hombre! Su vuelta a la vida social ha sido de corta duración.

—¿Cree que ha muerto?... —añadió Pencroff en tono singular.

—¿Cree, Pencroff, que esos tunantes le habrán perdonado? —preguntó Gedeón Spilett.

—Igual han llegado a pactar.

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