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Authors: Julio Verne

La isla misteriosa (71 page)

BOOK: La isla misteriosa
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—No —repuso Ayrton—. Los bandidos lo descubrieron hace ocho días, se hicieron a la mar y...

—¿Y qué? —dijo Pencroff, cuyo corazón palpitaba con fuerza.

—Y no teniendo a Bob Harvey para dirigir la maniobra, encallaron en las rocas y la embarcación se hizo pedazos.

—¡Miserables! ¡Bandidos! ¡Infame canalla! —exclamó el marino.

Pencroff —dijo Harbert tomando la mano de su amigo—, liaremos otro
Buenaventura
mayor. Tenemos todo el hierro y todo el aparejo del brick a nuestra disposición.

¿Pero no sabéis —respondió Pencroff— que se necesitan de cinco a seis meses para construir una embarcación de veinte a cuarenta toneladas?

—Tomaremos todo el tiempo necesario —respondió el periodista— y renunciaremos por este año a la travesía de la isla Tabor.

—¿Qué vamos a hacer, Pencroff? Hay que resignarse —dijo el ingeniero—. Espero que ese retraso no nos sea perjudicial.

—¡Mi
Buenaventura!
¡Mi pobre
Buenaventura!
—exclamó Pencroff verdaderamente consternado con la pérdida de su embarcación, de la cual estaba tan orgulloso.

La destrucción del
Buenaventura
era un acontecimiento muy sensible para los colonos y se acordó reparar la pérdida cuanto antes. Tomando este acuerdo, se trató de llevar a cabo la exploración de las otras partes de la isla.

Comenzaron aquel mismo día, 19 de febrero, y duró una semana. La base de la montaña entre sus contrafuertes y sus infinitas ramificaciones formaba un laberinto de valles y contravalles dispuestos muy caprichosamente. En el fondo de aquellas estrechas gargantas y en el interior del monte Franklin convenía proseguir las pesquisas, porque ningún punto de la isla podía ser más a propósito para ocultar una habitación, cuyo huésped quisiera permanecer ignorado. Pero tal era el enredo de los contrafuertes, que Ciro Smith tuvo que proceder a su exploración con severo método.

Los colonos visitaron al principio todo el valle que se abría al sur del volcán y que recogía las primeras aguas del río de la Cascada. Ayrton les enseñó la caverna donde se habían refugiado los presidiarios y en la cual había estado secuestrado hasta su instalación en la dehesa.

La caverna estaba en el estado en que la había dejado Ayrton y los colonos hallaron en ella cantidad de municiones y víveres, que los bandidos habían llevado con la intención de formar un depósito.

Todo el valle que terminaba en la gruta, valle sembrado de hermosos árboles, entre los cuales dominaban las coníferas, fue explorado con cuidadoso extremo; y los colonos, dando vueltas al contrafuerte del sudoeste, penetraron en una garganta más estrecha, que empalmaba con el cúmulo pintoresco de los basaltos del litoral. Aquí los árboles eran más raros. La piedra reemplazaba a las hierbas; las cabras monteses y los muflones saltaban entre las rocas, comenzaba la parte árida de la isla. Observaron entonces que de los muchos valles que se ramificaban en la base del monte Franklin, tres solamente estaban cubiertos de árboles, ricos en pastos como el de la dehesa, que confinaba por el oeste con el valle del río de la Cascada y por el este con el del arroyo Rojo.

Estos dos riachuelos, convertidos más abajo en ríos por la absorción de varios afluentes, se formaban de todas las aguas de la montaña y producían la fertilidad de su parte meridional. El río de la Merced se alimentaba más directamente de los abundantes manantiales perdidos bajo la sombra de los bosques del Jacamar, manantiales de la misma naturaleza que los que, extendiéndose en mil hilos de agua, regaban el suelo de la península Serpentina.

Ahora bien, de estos tres valles, donde el agua no faltaba, uno de ellos habría podido servir de retiro a cualquier solitario, pues en él habría encontrado todo lo necesario para la vida. Los colonos lo habían explorado ya y en ninguna parte habían encontrado señal de la presencia del hombre.

¡Estaba el retiro de su huésped en el fondo de aquellas gargantas áridas, en medio de los derrumbamientos de rocas, entre los ásperos barrancos del norte, entre las corrientes de antigua lava!

La parte norte del monte Franklin se componía únicamente en su base de dos valles anchos y poco profundos, sin apariencia de verdor, sembrados de bloques erráticos, jaspeados de moenas, llenos de gruesos tumores minerales y espolvoreados, digámoslo así, de obsidianas y labradoritas. Esta parte exigió largas y difíciles exploraciones. Se abrían mil cavidades incómodas, pero absolutamente disimuladas y de un acceso difícil.

Los colonos visitaron oscuros túneles, que databan de la época plutoniana, ennegrecidos todavía por el paso de llamas antiguas y que se internaban hasta la masa del monte. Recorrieron aquellas tenebrosas galerías, examinándolas a la luz de las teas de resina, registraron las excavaciones, sondearon las más pequeñas profundidades, pero en todas partes no encontraron más que silencio y oscuridad. No parecía que un ser humano hubiera dirigido sus pasos por aquellos antiguos corredores, ni que su brazo hubiera desplazado una sola de aquellas piedras: estaban como el volcán las había proyectado por encima de las aguas en la época de la emersión de la isla.

Sin embargo, si aquellos subterráneos parecían absolutamente desiertos, si la oscuridad en ellos era completa, Ciro Smith se vio obligado a reconocer que no reinaba en aquellos sitios un silencio absoluto. Al llegar al fondo de una de aquellas sombrías cavidades que se prolongaban en una longitud de muchos centenares de pies por el interior de la montaña, les sorprendieron sordos ruidos, cuya intensidad aumentaba por efecto de la sonoridad de las rocas.

Gedeón Spilett, que le acompañaba, oyó aquellos ruidos lejanos, que indicaban una reanimación de los fuegos subterráneos. Varias veces escucharon los dos y opinaron que alguna reacción química se elaboraba en las entrañas de la tierra.

—¿No se habrá extinguido totalmente el volcán? —preguntó el periodista.

—Es posible que desde que exploramos el cráter —contestó Ciro Smith— haya habido alguna reacción de las capas inferiores. Todo volcán, por más que se le considere extinguido, puede, sin duda alguna, volver a encenderse.

—Pero si se preparase una erupción del monte Franklin —preguntó Gedeón Spilett—, ¿no habría peligro para la isla Lincoln?

—No creo —contestó el ingeniero—. El cráter, es decir, la válvula de seguridad, existe y el exceso de vapores y de lavas se escapará, como se escapaba en otro tiempo, por la salida acostumbrada.

—A menos que esas lavas no se abran un nuevo camino hacia las partes fértiles de la isla.

—¿Por qué, mi querido Spilett —dijo Ciro Smith—, por qué no habían de seguir el rumbo que les está trazado naturalmente?

—Los volcanes son caprichosos —contestó el periodista.

—Sin embargo —añadió el ingeniero—, la inclinación de toda la masa del monte Franklin favorece la expansión de las materias volcánicas hacia los valles que exploramos en este momento. Un temblor de tierra debería cambiar el centro de gravedad del monte para que se modificara la dirección de la lava.

—Pero en estas condiciones siempre se teme un terremoto —observó Gedeón Spilett.

—Siempre —repuso el ingeniero—, sobre todo cuando las fuerzas subterráneas comienzan a despertarse y cuando las entrañas del globo pueden hallarse obstruidas después de un largo reposo. Una erupción sería para nosotros un acontecimiento grave y sería mejor que este volcán no tuviera el capricho de despertarse. Pero en este punto nada podemos hacer nosotros, ¿no es verdad? En todo caso, suceda lo que suceda, no creo que nuestra posesión de la Gran Vista pueda verse seriamente amenazada. Entre ella y la montaña el suelo se encuentra deprimido y, si las lavas tomasen el camino del lago, serían rechazadas hacia las dunas y hacia las partes inmediatas al golfo del Tiburón.

—Todavía no hemos visto en la cima del monte ninguna columna de humo, que indique la proximidad de una erupción —dijo Gedeón Spilett.

—No —contestó Ciro Smith—, ni el más pequeño vapor sale del cráter, cuya cima he observado precisamente ayer. Pero es posible que, en la parte inferior de la chimenea, el tiempo haya acumulado rocas, cenizas, lavas endurecidas, y que esa válvula, de que hablaba hace poco, se encuentre momentáneamente obstruida. Pero al primer esfuerzo de importancia desaparecerá todo obstáculo y podemos estar seguros que ni la isla, que es la caldera, ni el volcán, que es la chimenea, estallarán bajo la presión de los gases. De todos modos sería mejor que no hubiera erupción.

—Sin embargo, no nos engañamos: se oyen sordos ruidos en las entrañas mismas del volcán.

—En efecto —repuso el ingeniero, que escuchó de nuevo con grande atención—, no es posible equivocarse... Allá dentro se verifica una reacción, cuya importancia y cuyos resultados definitivos no podemos calcular.

Ciro Smith y Gedeón Spilett, después de haber salido, encontraron a sus compañeros, a quienes dieron cuenta del estado de las cosas.

—¡Bueno! —exclamó Pencroff—. Ese volcán quiere hacer una de las suyas. ¡Que lo intente, encontrará la horma de su zapato!

—¿En quién? —preguntó Nab.

—En nuestro genio, Nab, en nuestro genio, que pondrá una tapadera al cráter, si muestra la menor intención de abrirse.

Como se ve, la confianza del marino en el dios especial de su isla era absoluta. Ciertamente el poder oculto que había manifestado hasta entonces por tantos hechos inexplicables parecía no tener límites, pero tan bien había sabido burlar las minuciosas investigaciones de los colonos, que a pesar de todos sus esfuerzos, a pesar del celo y de la tenacidad que emplearon en la exploración, no pudieron descubrir el extraño retiro.

Desde el 19 al 25 de marzo se extendió el círculo de las investigaciones a toda la región septentrional de la isla Lincoln, cuyos más secretos rincones fueron registrados. Los colonos llegaron a golpear las paredes como si fueran agentes encargados de registrar una casa sospechosa. El ingeniero tomó también un plano muy exacto de la montaña y llevó sus investigaciones hasta el límite. Exploró la altura del cono truncado, en que terminaba el primer piso de las rocas, y llegó hasta la cresta superior de aquel enorme sombrero, en cuyo fondo se abría el cráter.

Se hizo más, se visitó el antro, todavía apagado, pero en cuyas profundidades se oían distintamente los truenos. Sin embargo, ni humo, ni vapor, ni calor en la pared indicaban una erupción próxima; ni allí ni en ninguna otra parte del monte Franklin se encontraron indicios de la persona a quien se buscaba.

Se dirigieron después las investigaciones a toda la región de las dunas. Se visitaron con cuidado las altas murallas de lava, inmediatas al golfo del Tiburón, desde su base hasta su cima, aunque era dificilísimo llegar al nivel mismo del golfo. ¡Nadie! ¡Nada!

Finalmente estas dos palabras, nadie, nada, fueron el resumen de tantos trabajos inútiles, de tanta obstinación sin resultado. Ciro Smith y sus compañeros sentían una especie de ira ante aquella decepción.

Hubo que renunciar a las investigaciones, porque no era posible seguirlas indefinidamente. Los colonos tenían derecho a creer que el ser misterioso no residía en la superficie de la isla y sus imaginaciones sobreexcitadas dieron cabida a las más locas hipótesis. Pencroff y Nab no se contentaban con lo extraordinario y se dejaban llevar a la esfera de lo sobrenatural.

El 25 de febrero, los colonos volvían al Palacio de granito y, por medio de la doble cuerda que una flecha llevó al umbral de la puerta, restablecieron la comunicación entre su dominio y el suelo. Un mes después celebraban, el día 25 de marzo, el tercer aniversario de su llegada a la isla Lincoln.

14. Los colonos deciden construir una embarcación grande

Tres años habían transcurrido desde que los prisioneros de Richmond habían huido de aquella ciudad y ¡cuántas veces durante aquellos tres años habían hablado de la patria, siempre presente en sus pensamientos!

No dudaban que la guerra civil había terminado ya y les parecía imposible que no hubiese triunfado la justa causa del Norte. Pero ¿cuáles habían sido los incidentes de aquella guerra terrible? ¿Cuánta sangre había causado? ¿Qué amigos habían sucumbido en la lucha? Este era el tema frecuente de sus conversaciones, sin entrever el día que podrían volver a su país. Regresar a él, aunque no fuese más que por algunos días, reanudar el lazo social con el mundo habitado, establecer una comunicación entre su patria y su isla y pasar después la mayor parte y la mejor quizá de su existencia en aquella colonia fundada por ellos y que pasaría a depender de la metrópoli, ¿era quizá un sueño irrealizable?

No había más que dos medios de realizarlo: o vendría algún día un buque a las aguas de la isla Lincoln o los colonos construirían otro bastante fuerte para mantenerse en el mar y hacer la travesía hasta la tierra más próxima.

—A no ser —decía Pencroff— que nuestro genio nos dé los medios de volver a la patria.

Y si hubiesen ido a decir a Pencroff y a Nab que un buque de trescientas toneladas los esperaba en el golfo del Tiburón o en el puerto del Globo, no hubieran hecho el menor gesto de sorpresa. En este orden de ideas lo admitían y lo esperaban todo.

Pero Ciro Smith, menos confiado, les aconsejó que se atuviesen a la realidad, por lo que se habló de la construcción de un buque, tarea verdaderamente urgente, puesto que se trataba de ir lo más pronto posible a la isla Tabor para dejar un documento que indicase la nueva residencia de Ayrton.

No existiendo el
Buenaventura,
se necesitarían seis meses más, por lo menos, para la construcción de un nuevo buque y, copio llegaba el invierno, no podría efectuarse el viaje antes de la primavera próxima.

—Tenemos tiempo de prepararnos para cuando llegue la nueva estación —dijo el ingeniero, que hablaba de estas cosas con Pencroff .

Creo, amigo mío, que, debiendo rehacer nuestra embarcación, será preferible darle mayores dimensiones. La llegada del yate escocés a la isla Tabor es muy problemática y hasta puede suceder que haya venido hace algunos meses y haya vuelto a marchar después de haber buscado en vano las huellas de Ayrton. ¿No convendría construir un buque que en caso necesario pudiera trasladarnos a los archipiélagos polinesios o a Nueva Zelanda? ¿Qué le parece?

—Pienso, señor Ciro —respondió el marino—, que puede construir tanto un buque grande como uno pequeño. No nos falta ni madera ni útiles, no es más que cuestión de tiempo.

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