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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (12 page)

BOOK: La inmortalidad
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Después de la reválida, Agnes fue a París a la universidad. Laura le reprochaba que hubiera abandonado los lugares que tanto habían querido, pero ella también se fue a París después de la reválida. Agnes se dedicó a las matemáticas. Cuando terminó sus estudios todos le pronosticaban una gran carrera científica, pero Agnes, en lugar de continuar con la investigación, se casó con Paul, aceptó un trabajo bien remunerado pero trivial, en el que no podía conquistar fama alguna. Laura lo lamentó y cuando empezó a estudiar en el Conservatorio de París se hizo el propósito de reparar el fracaso de la hermana y hacerse famosa en su lugar.

Un día Agnes le presentó a Paul. En cuanto Laura lo vio, en el primer instante, oyó que alguien invisible le decía: «¡He aquí un hombre! Un hombre de verdad. El único hombre. No existe ningún otro». ¿Quién era ese ser invisible que se lo decía? ¿Era quizá la propia Agnes? Sí. Era ella la que le enseñaba a su hermana menor el camino, pero también al mismo tiempo la que inmediatamente se adueñaba de él sólo para sí.

Agnes y Paul eran amables con Laura y se ocupaban de ella de tal modo que se encontraba en París como en su propia casa, igual que tiempo atrás en su ciudad natal. La felicidad de seguir estando en el seno de la familia quedaba matizada por la conciencia melancólica de que el único hombre al que podía amar era al mismo tiempo el único al que nunca podría y al que nunca debería pretender. Cuando convivía con el matrimonio se alternaban en ella la felicidad y los ataques de tristeza. Permanecía en silencio, su mirada se perdía en el vacío, y Agnes en esos momentos le tomaba la mano y le decía: «¿Qué te pasa, Laura? ¿Qué te pasa, hermanita?». A veces en la misma situación y por el mismo motivo la tomaba de la mano Paul y los tres se sumergían en un delicioso baño en el que se mezclaban muchos sentimientos diferentes: fraternales y amorosos, compasivos y sensuales.

Después se casó. Brigitte, la hija de Agnes, tenía diez años y Laura decidió que iba a regalarle un primito o una primita. Le pidió a su marido que le hiciera un hijo, lo cual fue fácil de conseguir, pero tuvo un triste resultado: Laura abortó y los médicos le comunicaron que si quería tener otro hijo no podría evitar graves intervenciones médicas.

Las gafas negras

Agnes se había aficionado a las gafas negras cuando iba a la escuela. No era tanto porque le protegieran los ojos del sol como porque se sentía con ellas más guapa y más misteriosa. Las gafas se convirtieron en una de sus aficiones: tal como algunos hombres tienen el armario lleno de corbatas, tal como algunas mujeres se compran docenas de sortijas, Agnes tenía una colección de gafas negras.

En la vida de Laura las gafas negras comenzaron a desempeñar un gran papel después de su aborto. Las llevaba entonces casi permanentemente puestas y se disculpaba ante sus amigos: «Perdonad lo de las gafas, pero me paso el día llorando y no puedo salir sin ellas». Las gafas negras se convirtieron para ella desde entonces en el símbolo de la tristeza. No se las ponía para ocultar el llanto, sino para que se supiera que lloraba. Las gafas pasaron a ser un sucedáneo de las lágrimas y en comparación con las lágrimas reales tenían la ventaja de que no perjudicaban los párpados, no los ponían colorados e hinchados y hasta le quedaban bien.

Si Laura se aficionó a las gafas negras fue, como ya tantas otras veces, inspirada por su hermana. Pero la historia de las gafas enseña que la relación entre las hermanas no puede reducirse al hecho de verificar que la más joven imitaba a la mayor. Sí, la imitaba, pero al mismo tiempo la corregía: le otorgaba a las gafas negras un contenido más profundo, un sentido más grave, de modo que, por así decirlo, las gafas negras de Agnes hubieran tenido que ruborizarse por su frivolidad ante las gafas de Laura. Cada vez que Laura aparecía con ellas puestas significaba que sufría y Agnes tenía la sensación de que, por delicadeza y humildad, debía quitarse las suyas.

La historia de las gafas pone de manifiesto algo más: Agnes aparece en ella como aquella a quien el destino favorece, Laura como la que no es amada por el destino. Ambas hermanas creían que no eran iguales en su relación con la Fortuna y Agnes sufría por ello quizá más que Laura. «Tengo una hermanita que está enamorada de mí y tiene mala suerte en la vida», solía decir. Por eso la recibió con alegría en París, por eso le presentó a Paul y le pidió a éste que quisiese a Laura; por eso ella misma le buscó un apartamento bonito y la invitaba a su casa cada vez que sospechaba que lo estaba pasando mal. Pero hiciera lo que hiciera seguía siendo aquella a quien el destino injustamente favorece y Laura aquella con quien la Fortuna no quiere tener nada que ver.

Laura tenía gran talento para la música; tocaba estupendamente el piano, pero se empeñó, sin embargo, en estudiar canto en el Conservatorio. «Cuando toco el piano estoy sentada frente a un objeto hostil. La música no me pertenece, le pertenece a ese instrumento negro que está frente a mí. En cambio cuando canto, mi propio cuerpo se transforma en un órgano y yo me convierto en música.» No era culpa suya si tenía una voz débil que motivó el fracaso: no alcanzó a ser solista y de la carrera musical sólo le quedó para el resto de la vida un coro de aficionados al que iba a ensayar dos veces por semana y con el que actuaba un par de veces al año.

Su matrimonio, en el que había puesto toda su buena voluntad, también se derrumbó al cabo de seis años. La verdad es que su marido, muy rico, tuvo que dejarle un piso precioso y pagarle una pensión muy elevada, de modo que abrió una tienda de modas en la que vendía pieles con un talento comercial que sorprendió a todos; pero este éxito tan poco elevado, demasiado material, no podía reparar el daño sufrido en el plano espiritual y sentimental.

Después de divorciarse, Laura cambió con frecuencia de amantes, adquirió fama de amante apasionada y puso cara de que aquellos amores eran para ella una cruz con la que tenía que cargar en la vida. «He conocido a muchos hombres», decía con frecuencia y tan melancólica y patéticamente como si se quejase del destino.

«Te envidio», le respondía Agnes, y Laura en señal de duelo se ponía las gafas negras.

La admiración que había sentido Laura en su lejana infancia al mirar cómo se despedía Agnes de un muchacho junto a la puerta del jardín nunca la había abandonado y cuando un buen día comprendió que su hermana no estaba haciendo una carrera científica deslumbrante, no pudo ocultar su decepción.

—¿Qué es lo que me reprochas? —se defendía Agnes—. Tú, en lugar de cantar en la ópera, vendes abrigos de piel, y yo, en lugar de recorrer conferencias internacionales, tengo un puesto cómodo e irrelevante en una empresa que fabrica ordenadores.

—Sólo que yo hice todo lo posible para poder cantar. En cambio tú dejaste tu carrera científica por tu propia voluntad. Yo fui derrotada. Tú te rendiste.

—¿Y por qué iba a tener que hacer carrera?

—¡Agnes! ¡No hay más que una vida! ¡Tienes que darle un contenido! ¡Queremos dejar alguna huella!

—¿Dejar alguna huella? —dijo Agnes con una sonrisa llena de escepticismo.

Laura reaccionó en un tono de discrepancia casi doloroso:

—¡Agnes, eres negativa!

Estos reproches se los hacía con frecuencia Laura a su hermana, pero sólo para sus adentros. En voz alta los formuló sólo dos o tres veces. La última vez fue cuando vio al padre, después de la muerte de la madre, sentado a la mesa rompiendo fotografías. Lo que había hecho el padre era para ella intolerable: rompía un trozo de vida, un trozo de vida en común, de la suya y de la de su madre; rompía imágenes, rompía recuerdos que no eran sólo suyos, sino de toda la familia y ante todo de las hijas; hacía algo a lo que no tenía derecho. Empezó a gritarle y Agnes lo defendió. Cuando se quedaron solas, las dos hermanas se pelearon por primera vez en la vida, apasionada y duramente. «¡Eres negativa! ¡Eres negativa!», le gritó Laura a Agnes y después se puso las gafas negras y se marchó llorando y furiosa.

El cuerpo

El famoso pintor Salvador Dalí y su mujer Gala, cuando eran ya muy mayores, tenían un conejo amaestrado al que querían mucho y que no se alejaba nunca de ellos. En una ocasión tenían que hacer un largo viaje y estuvieron discutiendo hasta muy entrada la noche qué hacer con el conejo. Era complicado llevarlo y era difícil confiárselo a alguien, porque el conejo desconfiaba de la gente. Al día siguiente Gala cocinó y Dalí disfrutó de una comida excelente hasta que comprendió que estaba comiendo carne de conejo. Se levantó de la mesa y corrió al retrete donde vomitó al amado animalito, al fiel amigo de su vejez. En cambio Gala estaba feliz de que aquel a quien amaba hubiera penetrado en sus entrañas, las acariciara y se convirtiera en parte del cuerpo de su ama. No existía para ella una realización más perfecta del amor que la de comerse al amado. En comparación con esta fusión de los cuerpos, el acto sexual le parecía sólo una ridícula cosquilla.

Laura era como Gala. Agnes era como Dalí. Había mucha gente a la que quería, mujeres y hombres, pero si por un curioso convenio se estableciese como condición para la amistad que tendría que ocuparse de sonarles sus narices con regularidad, hubiera preferido vivir sin amigos. Laura, que conocía la repugnancia que estas cosas le producían a su hermana, la atacaba: «¿Qué significa la simpatía que sientes por alguien? ¿Cómo puedes excluir el cuerpo de esa simpatía? Si a una persona le quitas el cuerpo, ¿sigue siendo una persona?».

Sí, Laura era como Gala, perfectamente identificada con su cuerpo, en el que se sentía como en un habitáculo magníficamente instalado. Y el cuerpo no era solamente lo que veía en el espejo, lo más preciado estaba dentro. Por eso los nombres de los órganos corporales se convirtieron en componentes predilectos de su vocabulario. Cuando quería expresar la desesperación hasta la que la había llevado el día anterior su amante, decía: «En cuanto se fue, tuve que vomitar». A pesar de que Laura hablaba con frecuencia de sus vómitos, Agnes no estaba segura de que su hermana hubiera vomitado alguna vez. El vómito no era para Laura verdad, sino poesía: una metáfora, una imagen lírica del dolor y el desagrado.

Una vez fueron las dos hermanas de compras a una tienda de ropa interior y Agnes vio cómo Laura acariciaba suavemente el sostén que la vendedora le había ofrecido. Fue uno de esos momentos en los que Agnes se dio cuenta de lo que la separaba de su hermana. Para Agnes el sostén pertenecía a la categoría de los objetos que deben corregir algún defecto corporal: igual que un vendaje, una prótesis, unas gafas o el collar de cuero que llevan los enfermos que han sufrido un golpe en las vértebras cervicales. El sostén debe servir de soporte a algo que por un error de cálculo es más pesado de lo que tenía que haber sido y debe por eso ser reforzado, algo así como cuando bajo el balcón de una obra mal construida hay que añadir columnas y soportes para que no se caiga. En otras palabras: el sostén pone de manifiesto el carácter
técnico
del cuerpo femenino.

Agnes envidiaba a Paul por vivir sin tener que ser constantemente consciente de que tiene un cuerpo. Inspira, espira, los pulmones trabajan como un gran fuelle automático y siente su cuerpo de esta manera: se olvida alegremente de él. Tampoco habla nunca de sus problemas corporales y no por humildad, sino por una especie de vanidoso deseo de elegancia, ya que la enfermedad es una imperfección de la que se avergüenza. Durante años padeció de úlceras de estómago, pero Agnes no se enteró hasta el día en que una ambulancia se lo llevó al hospital en medio de un terrible ataque que se produjo un segundo después de que finalizase en el juzgado una dramática defensa. No cabe duda de que semejante presunción resultaba ridícula, pero a Agnes más bien le emocionaba y casi se la envidiaba a Paul.

Aunque Paul es probablemente más presumido de lo normal, sin embargo, pensaba Agnes, su actitud descubre la diferencia entre el sino del hombre y el de la mujer: la mujer pasa mucho más tiempo discutiendo acerca de sus preocupaciones corporales, no le está permitido olvidarse despreocupadamente de su cuerpo. Todo empieza con la impresión que produce la primera hemorragia; de pronto el cuerpo está allí y te encuentras frente a él como un mecánico al que se le ha ordenado mantener en funcionamiento una pequeña fábrica: todos los meses tienes que cambiar tampones, tomar pastillas, reajustarte el sostén, prepararte para producir. Agnes miraba con envidia a los viejos; le parecía que envejecen de otro modo: el cuerpo de su padre se convirtió poco a poco en la sombra de lo que había sido, se fue desmaterializando, sólo permanecía en el mundo como una mera alma descuidadamente encarnada. En cambio el cuerpo de una mujer, cuanto más innecesario se vuelve, más se convierte en cuerpo: voluminoso y pesado; se parece a una vieja manufactura que ha de ser demolida y en la que el yo de la mujer debe permanecer hasta el fin en calidad de vigilante.

¿Qué puede hacer que cambie la relación de Agnes con su cuerpo? Sólo un instante de excitación. Excitación: la huidiza redención del cuerpo.

Ni siquiera en este caso hubiera estado Laura de acuerdo con ella. ¿Un instante de redención? ¿Cómo que un instante? Para Laura el cuerpo era sexual desde el comienzo,
a priori
, incesantemente y por completo, en esencia. Amar a alguien significaba para ella: ofrecerle un cuerpo, darle un cuerpo, un cuerpo con todo lo que tiene que tener, tal como es, en la superficie y por dentro, incluido el tiempo que lentamente lo corroe.

Para Agnes el cuerpo no era sexual. Sólo se volvía sexual durante breves momentos excepcionales, cuando un instante de excitación lo irradiaba con una luz irreal, artificial, y lo hacía deseable y hermoso. Y quizá por eso Agnes, aunque casi nadie lo sabía, estaba obsesionada con el amor corporal, se aferraba a él porque sin él ya no habría salida de emergencia para la miseria del cuerpo y todo estaría perdido. Cuando hacía el amor mantenía siempre los ojos abiertos y si había cerca un espejo se miraba: su cuerpo le parecía entonces bañado de luz.

Pero mirar el propio cuerpo bañado de luz es un juego traicionero. Una vez estaba Agnes con su amante y se vio mientras hacían el amor unos defectos del cuerpo en los que no se había fijado durante su último encuentro (sólo se encontraba con su amante una o dos veces al año en un hotel grande y anónimo de París). No podía quitarles los ojos de encima: no veía al amante, no veía los cuerpos fornicando, sólo veía la vejez que había comenzado a roer su cuerpo. La excitación abandonó rápidamente la habitación y ella cerró los ojos y aceleró lo movimientos amorosos como si quisiera impedir que su compañero leyera sus pensamientos: decidió en ese momento que aquélla era la última vez que se reunía con él. Se sentía débil y ansiaba la cama matrimonial, junto a la cual la lámpara permanece apagada; ansiaba la cama matrimonial como un consuelo, como un callado puerto de oscuridad.

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