La Ilíada (48 page)

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Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
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273
Aquiles despidió luego la ingente lanza, y acertó a dar en el borde del liso escudo de Eneas, sitio en que el bronce era más delgado y el boyuno cuero más tenue: el fresno del Pelión atravesólo, y todo el escudo resonó. Eneas, amedrentado, se encogió y levantó el escudo; la lanza, deseosa de proseguir su curso, pasóle por cima del hombro, después de romper los dos círculos de la rodela, y se clavó en el suelo; y el héroe, evitado ya el golpe, quedóse inmóvil y con los ojos muy espantados de ver que aquélla había caído tan cerca. Aquiles desnudó la aguda espada; y, profiriendo horribles voces, arremetió contra Eneas; y éste, a su vez, cogió una gran piedra que dos de los hombres actuales no podrían llevar y que él manejaba fácilmente. Y Eneas tirara la piedra a Aquiles y le acertara en el casco o en el escudo que habría apartado del héroe la triste muerte, y el Pelida privara de la vida a Eneas, hiriéndole de cerca con la espada, si al punto no lo hubiese advertido Poseidón, que sacude la tierra, el cual dijo entre los dioses inmortales:

293
—¡Oh dioses! Me causa pesar el magnánimo Eneas, que pronto, sucumbiendo a manos del Pelión, descenderá al Hades por haber obedecido las palabras de Apolo, que hiere de lejos. ¡Insensato! El dios no le librará de la triste muerte. Mas ¿por qué ha de padecer, sin ser culpable, las penas que otros merecen, habiendo ofrecido siempre gratos presentes a los dioses que habitan el anchuroso cielo? Ea, librémosle de la muerte, no sea que el Cronida se enoje si Aquiles lo mata, pues el destino quiere que se salve a fin de que no perezca sin descendencia ni se extinga del todo el linaje de Dárdano, que fue amado por el Cronida con preferencia a los demás hijos que tuvo de mujeres mortales. Ya el Cronión aborrece a los descendientes de Príamo; pero el fuerte Eneas reinará sobre los troyanos, y luego los hijos de sus hijos que sucesivamente nazcan.

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Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:

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—¡Oh tú que sacudes la tierra! Resuelve tú mismo si has de salvar a Eneas o permitir que, no obstante su valor, sea muerto por el Pelida Aquiles. Pues así Palas Atenea como yo hemos jurado repetidas veces a vista de los inmortales todos, que jamás libraríamos a los troyanos del día funesto, aunque Troya entera fuese pasto de las voraces llamas por haberla incendiado los belicosos aqueos.

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Cuando Poseidón, que sacude la tierra, oyó estas palabras, fuese; y andando por la liza, entre el estruendo de las lanzas, llegó adonde estaban Eneas y el ilustre Aquiles. Al momento cubrió de niebla los ojos del Pelida Aquiles, arrancó del escudo del magnánimo Eneas la lanza de fresno con punta de bronce que depositó a los pies de aquél, y arrebató al troyano alzándolo de la tierra. Eneas, sostenido por la mano del dios, pasó por cima de muchas filas de héroes y caballos hasta llegar al otro extremo del impetuoso combate, donde los caucones se armaban para pelear. Y entonces Poseidón, que sacude la tierra, se le presentó, y le dijo estas aladas palabras:

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—¡Eneas! ¿Cuál de los dioses te ha ordenado que cometieras la locura de luchar cuerpo a cuerpo con el animoso Pelión, que es más fuerte que tú y más caro a los inmortales? Retírate cuantas veces le encuentres, no sea que lo haga descender a la morada de Hades antes de lo dispuesto por el hado. Mas, cuando Aquiles haya muerto, por haberse cumplido su destino, pelea confiadamente entre los combatientes delanteros, que no te matará ningún otro aqueo.

340
Así diciendo, dejó a Eneas allí, después que le hubo amonestado y apartó la obscura niebla de los ojos de Aquiles. Éste volvió a ver con claridad, y, gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:

344
—¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece: esta lanza yace en el suelo y no veo al varón contra quien la arrojé, con intención de matarle. Ciertamente a Eneas le aman los inmortales dioses; ¡y yo creía que se jactaba de ello vanamente! Váyase, pues; que no tendrá ánimo para medir de nuevo sus fuerzas conmigo, quien ahora huyó gustoso de la muerte. Exhortaré a los belicosos dánaos y probaré el valor de los demás enemigos, saliéndoles al encuentro.

333
Dijo; y, saltando por entre las filas, animaba a los guerreros:

334
—¡No permanezcáis alejados de los troyanos, divínos aqueos! Ea, cada hombre embista a otro y sienta anhelo por pelear. Difícil es que yo solo, aunque sea valiente, persiga a tantos guerreros y con todos luche; y ni a Ares, que es un dios inmortal, ni a Atenea, les sería posible recorrer un campo de batalla tan vasto y combatir en todas panes. En lo que puedo hacer con mis manos, mis pies o mi fuerza, no me muestro remiso. Entraré por todos lados en las hileras de las falariges enemigas, y me figuro que no se alegrarán los troyanos que a mi lanza se acerquen.

364
Con estas palabras los animaba. También el esclarecido Héctor exhortaba a los troyanos, dando gritos, y aseguraba que saldría al encuentro de Aquiles:

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—¡Animosos troyanos! ¡No temáis al Pelión! Yo de palabra combatiría hasta con los inmortales; pero es difícil hacerlo con la lanza, siendo, como son, mucho más fuertes. Aquiles no llevará al cabo todo cuanto dice, sino que en parte lo cumplirá y en parte lo dejará a medio hacer. Iré a encontrarlo, aunque por sus manos se parezca a la llama; sí, aunque por sus manos se parezca a la llama, y por su fortaleza al reluciente hierro.

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Con tales voces los excitaba. Los troyanos calaron las lanzas; trabóse el combate y se produjo gritería, y entonces Febo Apolo se acercó a Héctor y le dijo:

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—¡Héctor! No te adelantes para luchar con Aquiles; espera su acometida mezclado con la muchedumbre, confundido con la turba. No sea que consiga herirte desde lejos con arma arrojadiza, o de cerca con la espada.

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Así habló. Héctor se fue, amedrentado, por entre la multitud de guerreros apenas acabó de oír las palabras del dios. Aquiles, con el corazón revestido de valor y dando horribles gritos, arremetió a los troyanos, y empezó por matar al valeroso Ifitión Otrintida, caudillo de muchos hombres, a quien una ninfa náyade había tenido de Otrinteo, asolador de ciudades, en el opulento pueblo de Hida, al pie del nevado Tmolo: el divino Aquiles acertó a darle con la lanza en medio de la cabeza, cuando arremetía contra él, y se la dividió en dos partes. El troyano cayó con estrépito, y el divino Aquiles se glorió diciendo:

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—¡Yaces en el suelo, Otrintida, el más portentoso de todos los hombres! En este lugar te sorprendió la muerte; a ti, que habías nacido a orillas del lago Gigeo, donde tienes la heredad paterna, junto al Hilo, abundante en peces, y el Hermo voraginoso.

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Así dijo jactándose. Las tinieblas cubrieron los ojos de Ifitión, y los carros de los aqueos lo despedazaron con las llantas de sus ruedas en el primer reencuentro. Aquiles hirió, después, en la sien, atravesándole el casco de broncíneas carrilleras, a Demoleonte, valiente adalid en el combate, hijo de Anténor; y el casco de bronce no detuvo la lanza, pues la punta entró y rompió el hueso, conmovióse interiormente el cerebro, y el troyano sucumbió cuando peleaba con ardor. Luego, como Hipodamante saltara del carro y se diese a la fuga, le envasó la pica en la espalda: aquél exhalaba el aliento y bramaba como el toro que los jóvenes arrastran a los altares del soberano Heliconio y el dios que sacude la tierra se goza al verlo; así bramaba Hipodamante cuando el alma valerosa dejó sus huesos. Seguidamente acometió con la lanza al deiforme Polidoro Priámida, a quien su padre no permitía que fuera a las batallas porque era el menor y el predilecto de sus hijos. Nadie vencía a Polidoro en la carrera; y entonces, por pueril petulancia, haciendo gala de la ligereza de sus pies, agitábase el troyano entre los combatientes delanteros, hasta que perdió la vida: al verlo pasar, el divino Aquiles, ligero de pies, hundióle la lanza en medio de la espalda, donde los anillos de oro sujetaban el cinturón y era doble la coraza, y la punta salió al otro lado cerca del ombligo; el joven cayó de rodillas dando lastimeros gritos; obscura nube le envolvió; e, inclinándose, procuraba sujetar con sus manos los intestinos, que le salían por la herida.

419
Tan pronto como Héctor vio a su hermano Polidoro cogiéndose las entrañas y encorvado hacia el suelo, se le puso una nube ante los ojos y ya no pudo combatir a distancia; sino que, blandiendo la aguda lanza e impetuoso como una llama, se dirigió al encuentro de Aquiles. Y éste, al advertirlo, saltó hacia él, y dijo muy ufano estas palabras:

425
—Cerca está el hombre que ha inferido a mi corazón la más grave herida, el que mató a mi compañero amado. Ya no huiremos asustados, el uno del otro, por los senderos del combate.

428
Dijo; y mirando con torva faz al divino Héctor, le gritó:

429
—iAcércate para que más pronto llegues de tu perdición al término!

430
Sin turbarse, le respondió Héctor, el de tremolante casco:

431
—¡Pelida! No esperes amedrentarme con palabras como a un niño; también yo sé proferir injurias y baldones. Reconozco que eres valiente y que te soy muy inferior. Pero en la mano de los dioses está si yo, siendo inferior, te quitaré la vida con mi lanza; pues también tiene afilada punta.

438
En diciendo esto, blandió y arrojó su lanza; pero Atenea con un tenue soplo apartóla del glorioso Aquiles, y el arma volvió hacia el divino Héctor y cayó a sus pies. Aquiles acometió, dando horribles gritos, a Héctor, con intención de matarlo; pero Apolo arrebató al troyano, haciéndolo con gran facilidad por ser dios, y lo cubrió con densa niebla. Tres veces el divino Aquiles, ligero de pies, atacó con la broncínea lanza, tres veces dio el golpe en el aire. Y cuando, semejante a un dios, arremetía por cuarta vez, increpó el héroe a Héctor con voz terrible, dirigiéndole estas aladas palabras:

449
—¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la perdición, pero te salvó Febo Apolo, a quien debes de rogar cuando sales al campo antes de oír el estruendo de los dardos. Yo acabaré contigo si más tarde te encuentro y un dios me ayuda. Y ahora perseguiré a los demás que se me pongan al alcance.

453
Así dijo; y con la lanza hirió en medio del cuello a Dríope, que cayó a sus pies. Dejóle, y al momento detuvo a Demuco Filetórida, valeroso y alto, a quien pinchó con la lanza en una rodilla, y luego quitóle la vida con la gran espada. Después acometió a Laógono y a Dárdano, hijos de Biante: habiéndolos derribado del carro en que iban, a aquél le hizo perecer arrojándole la lanza, y a éste hiriéndole de cerca con la espada. También mató a Tros Alastórida, que vino a abrazarle las rodillas por si compadeciéndose de él, que era de la misma edad del héroe, en vez de matarlo le hacía prisionero y lo dejaba vivo. ¡Insensato! No conoció que no podría persuadirle, pues Aquiles no era hombre de condición benigna y mansa, sino muy violento. Ya aquél le tocaba las rodillas con intención de suplicarle, cuando le hundió la espada en el hígado: derramóse éste, llenando de negra sangre el pecho, y las tinieblas cubrieron los ojos del troyano, que quedó exánime. Inmediatamente Aquiles se acercó a Mulio; y, metiéndole la lanza en una oreja, la broncínea punta salió por la otra. Más tarde hirió en medio de la cabeza a Equeclo, hijo de Agenor, con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos del guerrero. Posteriormente atravesó con la broncínea lanza el brazo de Deucalión, en el sitio donde se juntan los tendones del codo; y el troyano esperóle, con la mano entorpecida y viendo que la muerte se le acercaba: Aquiles le cercenó de un tajo la cabeza, que con el casco arrojó a lo lejos, la medula salió de las vértebras y el guerrero quedó tendido en el suelo. Dirigióse acto seguido contra Rigmo, ilustre hijo de Píroo, què había llegado de la fértil Tracia, y le hirió en medio del cuerpo: clavóle la broncínea lanza en el pulmón, y le derribó del carro. Y, como viera que su escudero Areítoo torcía la rienda a los caballos, envasóle la aguda lanza en la espalda, y también le derribó en tierra, mientras los corceles huían espantados.

490
De la suerte que, al estallar abrasador incendio en los hondos valles de árida montaña, arde la poblada selva, y el viento mueve las llamas que giran a todos lados; de la misma manera, Aquiles se revolvía furioso con la lanza, persiguiendo, cual una deidad, a los que estaban destinados a morir; y la negra tierra manaba sangre. Como, uncidos al yugo dos bueyes de ancha frente para que trillen la blanca cebada en una era bien dispuesta, se desmenuzan presto las espigas debajo de los pies de los mugientes bueyes; así los solípedos corceles, guiados por el magnánimo Aquiles, hollaban a un mismo tiempo cadáveres y escudos; el eje del carro tenía la parte inferior cubierta de sangre y los barandales estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los casos de los corceles y las llantas de las ruedas despedían. Y el Pelida deseaba alcanzar gloria y tenía las invictas manos manchadas de sangre y polvo.

Canto XXI*
Batalla junto al río

* Este río pide ayuda al río Simoente y quiere sumergir a Aquiles, pero el dios Hefesto le obliga a volver a su cauce. Apolo se transfigure en troyano y se hace perseguir por el héroe para que los demás puedan entrar en la ciudad; conseguido su objeto, el dios se descubre.

1
Así que los troyanos llegaron al vado del vortiginoso Janto, río de hermosa corriente a quien el inmortal Zeus engendró, Aquiles los dividió en dos grupos. A los del primero echólos el héroe por la llanura hacia la ciudad, por donde los aqueos huían espantados el día anterior, cuando el esclarecido Héctor se mostraba furioso; por allí se derramaron entonces los troyanos en su fuga, y Hera, para detenerlos, los envolvió en una densa niebla. Los otros rodaron al caudaloso río de argénteos vórtices, y cayeron en él con gran estrépito: resonaba la corriente, retumbaban ambas orillas y los troyanos nadaban acá y acullá, gritando, mientras eran arrastrados en torno de los remolinos. Como las langostas acosadas por la violencia de un fuego que estalla de repente vuelan hacia el río y se echan medrosas en el agua, de la misma manera la corriente sonora del Janto de profundos vórtices se llenó, por la persecución de Aquiles, de hombres y caballos que en el mismo caían confundidos.

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