La Ilíada (52 page)

Read La Ilíada Online

Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
9.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

168
—¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si lo salvaremos de la muerte ó dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida Aquiles.

177
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

178
—¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.

182
Contestó Zeus, que amontona las nubes:

183
Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.

186
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.

188
Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las tomes bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de las Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas?

205
El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes de la muerte que tiende a lo largo —la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos—, cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, se acercó al Pelión, y le dijo estas aladas palabras:

216
—Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el que hiere de lejos, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.

224
Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo enseguida, apoyándose en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y pronunció estas aladas palabras:

229
—¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.

232
Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco:

233
—¡Deífobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.

238
Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

239
—¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos —¡de tal modo tiemblan todos!—, pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brio y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves, o sucumbe vencido por tu lanza.

246
Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante casco:

250
—No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la misma manera.

260
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:

261
—¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.

273
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelión:

279
—¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que toda ella penetrara en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los troyanos, si tú murieses; porque eres su mayor azote.

289
Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues dio un bote en medio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamó:

297
—¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.

306
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:

331
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.

336
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:

337
—Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.

344
Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:

345
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.

355
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:

356
—Bien lo conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.

361
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:

365
—¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.

367
Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirlo. Y hubo quien, contemplándole, habló así a su vecino:

373
—¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las naves con el ardiente fuego.

375
Así algunos hablaban, y acercándose lo herían. El divino Aquiles, ligero de pies, tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y pronunció estas aladas palabras:

378
—¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no lo olvidaré, mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos cantando el peán a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un dios.

395
Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.

405
Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, revolcándose en el estiércol, les suplicaba a todos llamando a cada varón por sus respectivos nombres:

Other books

Craving Him by Kendall Ryan
Revenge #4 by Knight, JJ
Cobra Slave-eARC by Timothy Zahn
Waking the Buddha by Clark Strand
Ending by Hilma Wolitzer