La Ilíada (22 page)

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Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
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Tales fueron sus palabras, que todos los reyes aplaudieron, admirados del discurso de Diomedes, domador de caballos. Y hechas las libaciones, volvieron a sus respectivas tiendas, acostáronse y el don del sueño recibieron.

Canto X*
Dolonia

* Aqueos y troyanos espían los movimientos del contrario. Ulises y Diomedes apresan a Dolón, del que consiguen información del campamento troyano.

1
Los príncipes aqueos durmieron toda la noche vencidos por plácido sueño; mas no probó sus dulzuras el Atrida Agamenón, pastor de hombres, porque en su mente revolvía muchas cosas. Como el esposo de Hera, la de hermosa cabellera, relampaguea cuando prepara una lluvia torrencial, el granizo o una nevada que cubra los campos, o quiere abrir en alguna parte la boca inmensa de la amarga guerra; así, tan frecuentemente, se escapaban del pecho de Agamenón los suspiros, que salían de lo más hondo de su corazón, e interiormente le temblaban las entrañas. Cuando fijaba la vista en el campo troyano, pasmábanle las muchas hogueras que ardían delante de Ilio, los sones de las flautas y zampoñas y el bullicio de la gente; mas, cuando a las naves y al ejército aqueo la volvía, arrancábase furioso los cabellos, alzando los ojos a Zeus, que mora en lo alto, y su generoso corazón lanzaba grandes gemidos. Al fin, creyendo que la mejor resolución sería acudir primeramente a Néstor Nelida, el más ilustre de los hombres, por si entrambos hallaban un excelente medio que librara de la desgracia a todos los dánaos, levantóse, vistió la túnica, calzó los nítidos pies con hermosas sandalias, echóse una rojiza piel de corpulento y fogoso león, que le llegaba hasta los pies, y asió la lanza.

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También Menelao estaba poseído de terror y no conseguía que se posara el sueño en sus párpados, temiendo que les ocurriese algún percance a los argivos que por él habían llegado a Troya, atravesando el vasto mar, y promoviendo tan audaz guerra. Cubrió sus anchas espaldas con la manchada piel de un leopardo; púsose luego el casco de bronce, y, tomando en la robusta mano una lanza, fue a despertar a su hermano, que imperaba poderosamente sobre los argivos todos y era venerado por el pueblo como un dios. Hallólo junto a la popa de su nave, vistiendo la magnífica armadura. Grata le fue a éste su venida. Y Menelao, valiente en el combate, habló el primero diciendo:

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—¿Por qué, hermano querido, tomas las armas? ¿Acaso deseas persuadir a algún compañero para que vaya como explorador al campo de los troyanos? Mucho temo que nadie se ofrezca a prestarte este servicio de ir solo durante la divina noche a espiar al enemigo, porque para ello se requiere un corazón muy osado.

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Respondióle el rey Agamenón:

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Tanto yo como tú, oh Menelao, alumno de Zeus, tenemos necesidad de un prudente consejo para defender y salvar a los argivos y las naves, pues la mente de Zeus ha cambiado, y en la actualidad le son más aceptos los sacrificios de Héctor. Jamás he visto ni oído decir que un hombre ejecutara en solo un día tantas proezas como ha hecho Héctor, caro a Zeus, contra los aqueos, sin ser hijo de un dios ni de una diosa. Digo que de sus hazañas se acordarán los argivos mucho y largo tiempo. ¡Tanto daño ha causado a los aqueos! Ahora, anda, encamínate corriendo a las naves y llama a Ayante y a Idomeneo; mientras voy en busca del divino Néstor y le pido que se levante por si quiere ir al sagrado cuerpo de los guardias y darles órdenes. Obedeceránlo a él más que a nadie, puesto que los manda su hijo junto con Meriones, servidor de Idomeneo. A entrambos les hemos confiado de un modo especial esta tarea.

60
Dijo entonces Menelao, valiente en el combate:

61
—¿Cómo me encargas y ordenas que lo haga? ¿Me quedaré con ellos y te aguardaré allí, o he de volver corriendo cuando les haya participado tu mandato?

64
Contestó el rey de hombres, Agamenón:

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—Quédate allí, no sea que luego no podamos encontrarnos, porque son muchas las sendas que hay por entre el ejército. Levanta la voz por donde pasares y recomienda la vigilancia, llamando a cada uno por su nombre paterno y ensalzándolos a todos. No te muestres soberbio. Trabajemos también nosotros, ya que, cuando nacimos, Zeus nos condenó a padecer tamaños infortunios.

72
Esto dicho, despidió al hermano bien instruido ya, y fue en busca de Néstor, pastor de hombres. Hallólo en su tienda, junco a la negra nave, acostado en blanda cama. A un lado veíanse diferentes armas —el escudo, dos lanzas, el luciente yelmo—, y el labrado bálteo con que se ceñía el anciano siempre que, como caudillo de su gente, se armaba para ir al homicida combate, pues aún no se rendía a la triste vejez. Incorporóse Néstor, apoyándose en el codo, alzó la cabeza, y dirigiéndose al Atrida lo interrogó con estas palabras:

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—¿Quién eres tú que vas solo por el ejército y las naves, durante la tenebrosa noche, cuando duermen los demás mortales? ¿Buscas acaso a algún centinela o compañero? Habla. No te acerques sin responder. ¿Qué deseas?

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Respondióle el rey de hombres, Agamenón:

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—¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Reconoce al Atrida Agamenón, a quien Zeus envía y seguirá enviando sin cesar más trabajos que a nadie, mientras la respiración no le falte a mi pecho y mis rodillas se muevan. Vagando voy; pues, preocupado por la guerra y las calamidades que padecen los aqueos, no consigo que el dulce sueño se pose en mis ojos. Mucho temo por los dánaos; mi ánimo no está tranquilo, sino sumamente inquieto; el corazón se me arranca del pecho y tiemblan mis robustos miembros. Pero si quieres ocuparte en algo, ya que tampoco conciliaste el sueño, bajemos a ver los centinelas; no sea que, vencidos del trabajo y del sueño, se hayan dormido, dejando la guardia abandonada. Los enemigos se hallan cerca, y no sabemos si habrán decidido acometernos esta noche.

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Contestó Néstor, caballero gerenio:

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—¡Gloriosísimo Atrida, rey de hombres, Agamenón! A Héctor no le cumplirá el próvido Zeus todos sus deseos, como él espera; y creo que mayores trabajos habrá de padecer aún, si Aquiles depone de su corazón el enojo funesto. Iré contigo y despertaremos a los demás: al Tidida, famoso por su lanza, a Ulises, al veloz Ayante y al esforzado hijo de Fileo. Alguien podría ir a llamar al deiforme Ayante y al rey Idomeneo, pues sus naves no están cerca, sino muy lejos. Y reprenderé a Menelao por amigo y respetable que sea y aunque te me enojes, y no callaré que duerme y te ha dejado a ti el trabajo. Debía ocuparse en suplicar a los príncipes todos, pues la necesidad que se nos presenta no es llevadera.

119
Dijo el rey de hombres, Agamenón:

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—¡Oh anciano! Otras veces te exhorté a que le riñeras, pues a menudo es indolente y no quiere trabajar; no por pereza o escasez de talento, sino porque, volviendo los ojos hacia mí, aguarda mi impulso. Mas hoy se levantó mucho antes que yo mismo, presentóseme y te envié a llamar a aquéllos que acabas de nombrar. Vayamos y los hallaremos delante de las puertas con la guardia; pues allí es donde les dije que se reunieran.

128
Respondió Néstor, caballero gerenio:

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—De esta manera ninguno de los argivos se irritará contra él, ni lo desobedecerá, cuando los exhorte o les ordene algo.

131
Apenas hubo dicho estas palabras, abrigó el pecho con la túnica, calzó los nítidos pies con hermosas sandalias, y abrochóse un manto purpúreo, doble, amplio, adornado con lanosa felpa. Asió la fuerte lanza, cuya aguzada punta era de bronce, y se encaminó a las naves de los aqueos, de broncíneas corazas. El primero a quien despertó Néstor, caballero gerenio, fue a Ulises, que en prudencia igualaba a Zeus. Llamólo gritando, y Ulises, al llegarle la voz a los oídos, salió de la tienda y dijo:

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—¿Por qué andáis vagando así, por las naves y el ejército, solos, durante la noche inmortal? ¿Qué urgente necesidad se ha presentado?

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Respondió Néstor, caballero gerenio:

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—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! No te enojes, porque es muy grande el pesar que abruma a los aqueos. Síguenos y llamaremos a quien convenga, para tomar acuerdo sobre si es preciso huir o luchar todavia.

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Así dijo. El ingenioso Ulises, entrando en la tienda, colgó de sus hombros el labrado escudo y se juntó con ellos. Fueron en busca de Diomedes Tidida, y lo hallaron delante de su pabellón con la armadura puesta, Sus compañeros dormían alrededor de él, con las cabezas apoyadas en los escudos y las lanzas clavadas por el regatón en tierra; el bronce de las puntas lucía a lo lejos como un relámpago del padre Zeus. El héroe descansaba sobre una piel de toro montaraz, teniendo debajo de la cabeza un espléndido tapete. Néstor, caballero gerenio, se detuvo a su lado lo movió con el pie para que despertara, y le daba prisa, increpándolo de esta manera:

159
—¡Levántate, hijo de Tideo! ¿Cómo duermes a sueño suelto toda la noche? ¿No sabes que los troyanos acampan en una eminencia de la llanura, cerca de las naves, y que solamente un corto espacio los separa de nosotros?

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Así dijo. Y Diomedes, recordando enseguida del sueño, profirió estas aladas palabras:

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—Eres infatigable, anciano, y nunca dejas de trabajar. ¿Por ventura no hay otros aqueos más jóvenes, que vayan por el campo y despierten a los reyes? ¡No se puede contigo, anciano!

168
Respondióle Néstor, caballero gerenio:

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—Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Tengo hijos excelentes y muchos hombres que podrían ir a llamarlos, pero es muy grande el peligro en que se hallan los aqueos: en el filo de una navaja están ahora una muy triste muerte y la salvación de todos. Ve y haz levantar al veloz Ayante y al hijo de Fileo, ya que eres más joven y de mí te compadeces.

177
Así dijo. Diomedes cubrió sus hombros con una piel talar de corpulento y fogoso león, tomó la lanza, fue a despertar a aquéllos y se los llevó consigo.

180
Cuando llegaron adonde se hallaban los guardias reunidos, no encontraron a sus jefes durmiendo, pues todos estaban alerta y sobre las armas. Como los canes que guardan las ovejas de un establo y sienten venir del monte, por entre la selva, una terrible fiera con gran clamoreo de hombres y perros, se ponen inquietos y ya no pueden dormir; así el dulce sueño huía de los párpados de los que hacían guardia en tan mala noche, pues miraban siempe hacia la llanura y acechaban si los troyanos iban a atacarlos. El anciano violos, alegróse, y para animarlos profirió estas aladas palabras:

192
—¡Vigilad así, hijos míos! No sea que alguno se deje vencer del sueño y demos ocasión para que el enemigo se regocije.

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Habiendo hablado así, atravesó el foso. Siguiéronlo los reyes argivos que habían sido llamados al consejo, y además Meriones y el preclaro hijo de Néstor, porque aquéllos los invitaron a deliberar. Pasado el foso, sentáronse en un lugar limpio donde el suelo no aparecía cubierto de cadáveres: allí habíase vuelto el impetuoso Héctor, después de causar gran estrago a los argivos, cuando la noche los cubrió con su manto. Acomodados en aquel sitio, conversaban; y Néstor, caballero gerenio, comenzó a hablar diciendo:

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—¡Oh amigos! ¿No sabrá nadie que, confiando en su ánimo audaz, vaya al campamento de los troyanos de ánimo altivo? Quizá hiciera prisionero a algún enemigo que ande rezagado, o averiguara, oyendo algún rumor, lo que los tróyanos han decidido: si desean quedarse aquí, cerca de las naves y lejos de la ciudad, o volverán a ella cuando hayan vencido a los aqueos. Si se enterara de esto y regresara incólume, sería grande su gloria debajo del cielo y entre los hombres todos, y tendría una hermosa recompensa: cada jefe de los que mandan en las naves le daría una oveja con su corderito —presente sin igual— y se le admitiría además en todos los banquetes y festines.

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Así habló. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos, hasta que Diomedes, valiente en la pelea, les dijo:

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—¡Néstor! Mi corazón y ánimo valeroso me incitan a penetrar en el campo de los enemigos que tenemos cerca, de los troyanos; pero, si alguien me acompañase, mi confianza y mi osadía serían mayores. Cuando van dos, uno se anticipa al otro en advertir lo que conviene; cuando se está solo, aunque se piense, la inteligencia es más tarda y la resolución más difícil.

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Así dijo, y muchos quisieron acompañar a Diomedes. Deseáronlo los dos Ayantes, servidores de Ares; quísolo Meriones; lo anhelaba el hijo de Néstor; deseólo el Atrida Menelao, famoso por su lanza; y por fin, también el sufrido Ulises quiso penetrar en el ejército troyano, porque el corazón que tenía en el pecho aspiraba siempre a ejecutar audaces hazañas. Y el rey de hombres, Agamenón, dijo entonces:

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—¡Tidida Diomedes, carísimo a mi corazón! Escoge por compañero al que quieras, al mejor de los presentes; pues son muchos los que se ofrecen. No dejes al mejor y elijas a otro peor, por respeto alguno que sientas en tu alma, ni por consideración al linaje, ni por atender a que sea un rey más poderoso.

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Habló en estos términos, porque temía por el rubio Menelao. Y Diomedes, valiente en la pelea, replicó:

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—Si me mandáis que yo mismo designe al compañero, ¿cómo no pensaré en el divino Ulises, cuyo corazón y ánimo valeroso son tan dispuestos para toda suerte de trabajos, y a quien tanto ama Palas Atenea? Con él volveríamos acá aunque nos rodearan abrasadoras llamas, porque su pnidencia es grande.

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Respondióle el paciente divino Ulises:

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—¡Tidida! No me alabes en demasía ni me vituperes, puesto que hablas a los argivos de cosas que les son conocidas. Pero, vámonos, que la noche está muy adelantada y la aurora se acerca; los astros han andado mucho, y la noche va ya en las dos partes de su jornada y sólo un tercio nos resta.

254
En diciendo esto, vistieron entrambos las terribles armas. El intrépido Trasimedes dio al Tidida una espada de dos filos —la de éste había quedado en la nave— y un escudo; y le puso un morrión de piel de toro sin penacho ni cimera, que se llama
catétyx
y lo usan los mancebos que se hallan en la flor de la juventud para proteger la cabeza. Meriones procuró a Ulises arco, carcaj y espada, y le cubrió la cabeza con un casco de piel que por dentro se sujetaba con muchas y fuertes correas y por fuera presentaba los blancos dientes de un jabalí, ingeniosamente repartidos, y tenía un mechón de lana colocado en el centro. Este casco era el que Autólico había robado en Eleón a Amíntor Orménida, horadando la pared de su casa, y que luego dio en Escandia a Anfidamante de Citera; Anfidamante lo regaló, como presente de hospitaidad, a Molo; éste lo cedió a su hijo Meriones para que lo llevara, y entonces hubo de cubrir la cabeza de Ulises.

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