821
Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un águila de alto vuelo; y los aqueos gritaron, animados por el agüero. El esclarecido Héctor respondió:
824
—¡Ayante lenguaz y fanfarrón! ¿Qué dijiste? Así fuera yo para siempre hijo de Zeus, que lleva la égida, y me hubiese dado a luz la venerable Hera y gozara de los mismos honores que Atenea o Apolo, como este día será funesto para todos los argivos. Tú también serás muerto entre ellos si tienes la osadía de aguardar mi larga pica: ésta te desgarrará el delicado cuerpo; y tú, cayendo junto a las naves aqueas, saciarás a los perros de los troyanos y a las aves con tu grasa y tus carnes.
833
En diciendo esto, pasó adelante; los otros capitanes le siguieron con vocerío inmenso; y detrás las tropas gritaban también. Los argivos movían por su parte gran alboroto y, sin olvidarse de su valor, aguardaban la acometida de los más valientes troyanos. Y el estruendo que producían ambos ejércitos llegaba al éter y a la morada resplandeciente de Zeus.
* Zeus, por una atiagaza de Hera, cae rendido por el suerto, y Poseidón se pone al frente de los aqueos. Ayante pone fuera de combate a Héctor, y sus hombres tienen que retorceder más allá del muro y del foso del campamento aqueo.
1
Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando al Asclepíada, pronunció estas aladas palabras:
3
—¿Cómo crees, divino Macaón, que acabarán estas cosas? junto a las naves es cada vez mayor el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sentado aquí, bebe el negro vino, mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone a calentar el agua del baño y te lava después la sangrienta herida; y yo subiré prestamente a un altozano para ver lo que ocurre.
9
Dijo; y, después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo Trasimedes, domador de caballos, había dejado allí por haberse llevado el del anciano, asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante el vergonzoso espectáculo que se ofreció a sus ojos: los aqueos eran derrotados por los feroces troyanos y la gran muralla aquea estaba destruida. Como el piélago inmenso empieza a rizarse con sordo ruido y purpúrea, presagiando la rápida venida de los sonoros vientos, pero no mueve las olas hasta que Zeus envía un viento determinado; así el anciano hallábase perplejo entre encaminarse a la turba de los dánaos, de ágiles corceles, o enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de hombres. Parecióle que sería lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se mataban unos a otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo.
27
Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Zeus, que antes fueron heridos con el bronce —el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón—, y entonces venían de sus naves. Éstas habían sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar: sacáronlas a la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la ribera, con ser vasta, no hubiera podido contener todos los bajeles en una sola fila, y además el ejército se hubiera sentido estrecho; y por esto los pusieron escalonados y llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían presenciar el combate y la clamorosa pelea; y, cuando vieron venir al anciano Néstor, se les sobresaltó el corazón en el pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra, exclamó:
42
—¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su arenga a los troyanos: Que no regresaría a Ilio antes de pegar fuego a las naves y matar a los aqueos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquiles, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir junto a las naves.
52
Respondió Néstor, caballero gerenio:
53
—Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar lo que ya ha sucedido. Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las veleras naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los troyanos sostienen vivo e incesante combate. No conocerías, por más que lo miraras, hacia qué parte van los aqueos acosados y puestos en desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si nuestra mente da con alguna traza provechosa; y no propongo que entremos en combate, porque es imposible que peleen los que están heridos.
64
Díjole el rey de hombres, Agamenón:
65
—¡Néstor! Puesto que ya los troyanos combaten junto a las popas de las naves y de ninguna utilidad ha sido el muro con su foso que los dánaos construyeron con tanta fatiga, esperando que fuese indestructible reparo para las naves y para ellos mismos; sin duda debe de ser grato al prepotente Zeus que los aqueos perezcan sin gloria aquí, lejos de Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba, benévolo, a los dánaos, mas al presente da gloria a los troyanos, cual si fuesen dioses bienaventurados, y encadena nuestro valor y nuestros brazos. Ea, procedamos todos como voy a decir. Arrastremos las naves que se hallan más cerca de la orilla, echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas hasta que vengá la noche inmortal, y, si entonces los troyanos se abstienen de combatir, podremos echar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea durante la noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.
82
El ingenioso Ulises, mirándole con torva faz, exclamó:
83
—¡Atrida! ¿Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes? ¡Hombre funesto! Debieras estar al frente de un ejército de cobardes y no mandarnos a nosotros, a quienes Zeus concedió llevar al cabo arriesgadas empresas bélicas desde la juventud a la vejez, hasta que perezcamos. ¿Quieres que dejemos la ciudad troyana de anchas calles, después que hemos padecido por ella tantas fatigas? Calla y no oigan los aqueos esas palabras, las cuales no saldrían de la boca de ningún varón que supiera hablar con espíritu prudente, llevara cetro y fuera obedecido por tantos hombres cuanto son los argivos sobre quienes imperas. Repruebo del todo la proposición que hiciste: sin duda nos aconsejas que echemos al mar las naves de muchos bancos durante el combate y la pelea, para que más presto se cumplan los deseos de los troyanos, ya al presente vencedores, y nuestra perdición sea inminente. Porque los aqueos no sostendrán el combate si las naves son echadas al mar; sino que, volviendo los ojos adonde puedan huir, cesarán de pelear, y tu consejo, príncipe de hombres, habrá sido dañoso.
103
Contestó el rey de hombres, Agamenón:
104
—¡Ulises! Tu dura reprensión me ha llegado al alma; pero yo no mandaba que los aqueos arrastraran al mar, contra su voluntad, las naves de muchos bancos. Ojalá que alguien, joven o viejo, propusiera una cosa mejor, pues le oiría con gusto.
109
Y entonces les dijo Diomedes, valiente en la pelea:
110
—Cerca tenéis a tal hombre —no habremos de buscarle mucho—, si os halláis dispuestos a obedecer; y no me vituperéis ni os irritéis contra mí, recordando que soy más joven que vosotros, pues me glorío de haber tenido por padre al valiente Tideo, cuyo cuerpo está enterrado en Teba. Engendró Porteo tres hijos ilustres que habitaron en Pleurón y en la excelsa Calidón: Agrio, Melas y el caballero Eneo, mi abuelo paterno, que era el más valiente. Eneo quedóse en su país; pero mi padre, después de vagar algún tiempo, se estableció en Argos, porque así lo quisieron Zeus y los demás dioses, casó con una hija de Adrasto y vivió en una casa abastada de riqueza: poseía muchos trigales, no pocas plantaciones de árboles en los alrededores y copiosos rebaños, y aventajaba a todos los aqueos en el manejo de la lanza. Tales cosas las habréis oído referir como ciertas que son. No sea que, figurándoos quizás que por mi linaje he de ser cobarde y débil, despreciéis lo bueno que os diga. Ea, vayamos a la batalla, no obstante estar heridos, pues la necesidad apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no recibir herida sobre herida; animemos a los demás y hagamos que entren en combate cuantos, cediendo a su ánimo indolente, permanecen alejados y no pelean.
133
Así se expresó, y ellos le escucharon y obedecieron. Echaron a andar, y el rey de hombres, Agamenón, iba delante.
135
El ilustre Poseidón, que sacude la tierra, estaba al acecho; y, transfigurándose en un viejo, se dirigió a los reyes, tomó la diestra de Agamenón Atrida y le dijo estas aladas palabras:
139
—¡Atrida! Aquiles, al contemplar la matanza y la derrota de los aqueos, debe de sentir que en el pecho se le regocija el corazón pernicioso, porque está totalmente falto de juicio. ¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia! Pero los bienaventurados dioses no se hallan irritados del todo contigo, y los caudillos y príncipes de los troyanos serán puestos en fuga y levantarán nubes de polvo en la llanura espaciosa; tú mismo los verás huir desde las tiendas y naves a la ciudad.
147
Cuando así hubo hablado, dio un gran alarido y empezó a correr por la llanura. Cual es la gritería de nueve o diez mil guerreros al trabarse la contienda de Ares, tan pujante fue la voz que el soberano Poseidón, que bate la tierra, arrojó de su pecho. Y el dios infundió valor en el corazón de todos los aqueos para que lucharan y combatieran sin descanso.
153
Hera, la de áureo trono, miró con sus ojos desde la cima del Olimpo, conoció a su hermano y cuñado, que se movía en la batalla donde se hacen ilustres los hombres, y se regocijó en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida, abundante en manantiales, y se le hizo odioso en su corazón. Entonces Hera veneranda, la de ojos de novilla, pensaba cómo podría engañar a Zeus, que lleva la égida. Al fin parecióle que la mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Zeus, abrasándose en amor, quería dormir a su lado y ella lograba derramar dulce y placentero sueño sobre los párpados y el prudente espíritu del dios. Sin perder un instante, fuese a la habitación labrada por su hijo Hefesto —la cual tenía una sólida puerta con cerradura oculta que ninguna otra deidad sabía abrir—, entró, y, habiendo entornado la puerta, lavóse con ambrosía el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divino, suave y tan oloroso que, al moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió por el cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello y con sus propias manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales, que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse enseguida el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le había labrado, y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que tenía cien borlones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre las diosas se cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol, y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la estancia, y, llamando a Afrodita aparte de los dioses, hablóle en estos términos:
190
—¿Querrás complacerme, hija querida, en lo que yo te diga, o te negarás, irritada en tu ánimo, porque yo protejo a los dánaos y tú a los troyanos?
193
Respondióle Afrodita, hija de Zeus:
194
—¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Di qué quieres; mi corazón me impulsa a efectuarlo, si puedo hacerlo y ello es factible.
197
Contestóle dolosamente la venerable Hera:
198
—Dame el amor y el deseo con los cuales rindes a todos los inmortales y a los mortales hombres. Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano, padre de los dioses, y a la madre Tetis, los cuales me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio, cuando el largovidente Zeus puso a Crono debajo de la tierra y del mar estéril. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis palabras su ánimo y lograra que reanudasen el amoroso consorcio, me llamarían siempre querida y venerable.
2,1 Respondió de nuevo la risueña Afrodita:
212
—No es posible ni sería conveniente negarte lo que Aides, pues duermes en los brazos del poderosísimo Zeus.
214
Dijo; y desató del pecho el cinto bordado, de variada labor, que encerraba todos los encantos: hallábanse allí el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más prudentes. Púsolo en las manos de Hera, y pronunció estas palabras:
219
—Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro que no volverás sin haber logrado lo que tu corazón desea.
222
Así dijo. Sonrióse Hera veneranda, la de ojos de novilla; y, sonriente aún, escondió el ceñidor en el seno.
224
Afrodita, hija de Zeus, volvió a su morada y Hera dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo, y, pasando por la Pieria y la deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas cumbres de las montañas donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies tocaran la tierra descendió por el Atos al fluctuoso ponto y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí se encontró con el Sueño, hermano de la Muerte, y, asiéndole de la diestra, le dijo estas palabras:
233
—¡Sueño, rey de todos los dioses y de todos los hombres! Si en otra ocasión escuchaste mi voz, obedéceme también ahora, y mi gratitud será perenne. Adormece los brillantes ojos de Zeus debajo de sus párpados, tan pronto como, vencido por el amor, se acueste conmigo. Te daré como premio un trono hermoso, incorruptible, de oro; y mi hijo Hefesto, el cojo de ambos pies, te hará un escabel que te sirva para apoyar las nítidas plantas, cuando asistas a los festines.