La Ilíada (23 page)

Read La Ilíada Online

Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
7.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

272
Una vez revestidos de las terribles armas, partieron y lejaron allí a todos los príncipes. Palas Atenea envióles una garza, y, si bien no pudieron verla con sus ojos, porque la noche era obscura, oyéronla graznar a la derecha del camino. Ulises se holgó del presagio y oró a Atenea:

278
—¡Oyeme, hija de Zeus, que lleva la égida! Tú que me asistes en todos los trabajos y conoces mis pasos, séme ahora propicia más que nunca, Atenea, y concede que volvamos a las naves cubiertos de gloria por haber realizado una gran hazaña que preocupe a los troyanos.

283
Diomedes, valiente en la pelea, oró luego diciendo:

284
—¡Ahora óyeme también a mí, hija de Zeus! ¡Indómita! Acompáñame como acompañaste a mi padre, el divino Tideo, cuando fue a Teba en representación de los aqueos. Dejando a los aqueos, de broncíneas corazas, a orillas del Asopo, llevó un agradable mensaje a los cadmeos; y a la vuelta ejecutó admirables proezas con tu ayuda, excelente diosa, porque benévola lo socorrías. Ahora, socórreme a mí y préstame tu amparo. E inmolaré en tu honor una ternera de un año, de frente espaciosa, indómita y no sujeta aún al yugo, después de derramar oro sobre sus cuernos.

295
Así dijeron rogando, y los oyó Palas Atenea. Y después de rogar a la hija del gran Zeus, anduvieron en la obscuridad de la noche, como dos leones, por el campo pues tanta carnicería se había hecho, pisando cadáveres, armas y denegrida sangre.

299
Tampoco Héctor dejaba dormir a los valientes troyanos pues convocó a todos los próceres, a cuantos eran caudillos y príncipes de los troyanos, y una vez reunidos les expuso una prudente idea:

303
—¿Quién, por un gran premio, se ofrecerá a llevar a cabo la empresa que voy a decir? La recompensa será proporcionada. Daré un carro y dos corceles de erguido cuello, los mejores que haya en las veleras naves aqueas, al que tenga la osadía de acercarse a las naves de ligero andar —con ello al mismo tiempo ganará gloria— y averigüe si éstas son guardadas todavía, o los aqueos, vencidos por nuestras manos, piensan en la huida y no quieren velar durante la noche porque el cansancio abrumador los rinde.

313
Así dijo. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos. Había entre los troyanos un cierto Dolón, hijo del divino heraldo Eumedes, rico en oro y en bronce; era de feo aspecto, pero de pies ágiles, y el único hijo varón de su familia con cinco hermanas. Éste dijo entonces a los troyanos y a Héctor:

319
—¡Héctor! Mi corazón y mi ánimo valeroso me incitan a acercarme a las naves, de ligero andar, para saberlo. Ea, alza el cetro y jura que me darás los corceles y el carro con adornos de bronce que conducen al eximio Pelión. No te será inútil mi espionaje, ni tus esperanzas se verán defraudadas; pues atravesaré todo el ejército hasta llegar a la nave de Agamenón, que es donde deben de haberse reunido los caudillos para deliberar si huirán o seguirán combatiendo.

328
Así dijo. Y Héctor, tomando en la mano el cetro, prestó el juramento:

329
—Sea testigo el mismo Zeus tonante, esposo de Hera. Ningún otro troyano será llevado por estos corceles, y tú disfrutarás perpetuamente de ellos.

332
Con tales palabras, jurando lo que no había de cumplirse, animó a Dolón. Éste, sin perder momento, colgó del hombro el corvo arco, vistió una pelicana piel de lobo, cubrió la cabeza con un morrión de piel de comadreja, tomó un puntiagudo dardo, y, saliendo del ejército, se encaminó a las naves, de donde no había de volver para darle a Héctor la noticia. Pues ya había dejado atrás la multitud de carros y hombres, y andaba animoso por el camino, cuando Ulises, del linaje de Zeus, advirtiendo que se acercaba a ellos, habló así a Diomedes:

341
—Ese hombre, Diomedes, viene del ejército; pero ignoro si va como espía a nuestras naves o intenta despojar algún cadáver de los que murieron. Dejemos que se adelante un poco más por la llanura, y echándonos sobre él lo cogeremos fácilmente; y si en correr nos aventajase, apártalo del ejército, acometiéndolo con la lanza, y persíguelo siempre hacia las naves, para que no se guarezca en la ciudad.

349
Dichas estas palabras, tendiéronse entre los muertos, fuera del camino. El incauto Dolón pasó con pie ligero. Mas, cuando estuvo a la distancia a que se extienden los surcos de las mulas —éstas son mejores que los bueyes para tirar de un sólido arado en tierra noval—, Ulises y Diomedes corrieron a su alcance. Dolón oyó ruido y se detuvo, creyendo que algunos de sus amigos venían del ejército troyano a llamarlo por encargo de Héctor. Pero así que aquéllos se hallaron a tiro de lanza o más cerca aún, conoció que eran enemigos y puso su diligencia en los pies huyendo, mientras ellos se lanzaban a perseguirlo. Como dos perros de agudos dientes, adiestrados para cazar, acosan en una selva a un cervato o a una liebre que huye chillando delante de ellos, del mismo modo el Tidida y Ulises, asolador de ciudades, perseguían constantemente a Dolón después que lograron apartarlo del ejército. Ya en su fuga hacia las naves iba el troyano a topar con los guardias, cuando Atenea dio fuerzas al Tidida para que ninguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se le adelantara y pudiera jactarse de haber sido el primero en herirlo y él llegase después. El fuerte Diomedes arremetió a Dolón, con la lanza, y le gritó:

370
Tente, o te alcanzará mi lanza; y no creo que puedas evitar mucho tiempo que mi mano te dé una muerte terible.

372
Dijo, y arrojó la lanza; mas de intento erró el tiro, y ésta se clavó en el suelo después de volar por cima del hombro derecho de Dolón. Paróse el troyano dentellando —los dientes crujíanle en la boca—, tembloroso y pálido de miedo; Ulises y Diomedes se le acercaron, jadeantes, y le asieron de las manos, mientras aquél lloraba y les decia:

378
—Hacedme prisionero y yo me redimiré. Hay en casa bronce, oro y hierro labrado: con ellos os pagaría mi padre inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las naves aqueas.

382
Respondióle el ingenioso Ulises:

383
—Tranquilízate y no pienses en la muerte. Ea, habla y dime con sinceridad: ¿Adónde ibas solo, separado de tu ejército y derechamente hacia las naves, en esta noche obscura, mientras duermen los demás mortales? ¿Acaso a despojar a algún cadáver? ¿Por ventura Héctor te envió como espía a las cóncavas naves? ¿O te dejaste llevar por los impulsos de tu corazón?

390
Contestó Dolón, a quien le temblaban las carnes:

391
—Héctor me hizo salir fuera de juicio con muchas y perniciosas promesas: accedió a darme los solípedos corceles y el carro con adornos de bronce del eximio Pelión, para que, acercándome durante la rápida y obscura noche a los enemigos, averiguase si las veleras naves son guardadas todavía, o los aqueos, vencidos por nuestras manos, piensan en la fuga y no quieren velar porque el cansancio abrumador los rinde.

400
Díjole sonriendo el ingenioso Ulises:

401
—Grande es el presente que tu corazón anhelaba. ¡Los corceles del aguerrido Eácida! Difícil es que ninguno de los mortales los sujete y sea por ellos llevado, fuera de Aquiles, que tiene una madre inmortal. Pero, ea, habla y dime con sinceridad: ¿Dónde, al venir, has dejado a Héctor, pastor de hombres? ¿En qué lugar tiene las marciales armas y los caballos? ¿Cómo se hacen las guardias y de qué modo están dispuestas las tiendas de los troyanos? Cuenta también lo que están deliberando: si desean quedarse aquí cerca de las naves y lejos de la ciudad, o volverán a ella cuando hayan vencido a los aqueos.

412
Contestó Dolón, hijo de Eumedes:

413
—De todo voy a informarte con exactitud. Héctor y sus consejeros deliberan lejos del bullicio, junto a la tumba del divino Ilo; en cuanto a las guardias por que me preguntas, oh héroe, ninguna ha sido designada, para que vele por el ejército ni para que vigile. En torno de cada hoguera los troyanos, apremiados por la necesidad, velan y se exhortan mutuamente a la vigilancia. Pero los auxiliares, venidos de lejas tierras, duermen y dejan a los troyanos el cuidado de la guardia, porque no tienen aquí a sus hijos y mujeres.

423
Volvió a preguntarle el ingenioso Ulises:

424
—¿Éstos duermen mezclados con los troyanos o separadamente? Dímelo para que lo sepa.

426
Contestó Dolón, hijo de Eumedes:

427
—De todo voy a informarte con exactitud. Hacia el mar están los carios, los peonios, armados de corvos arcos, y los léleges, caucones y divinos pelasgos. El lado de Timbra lo obtuvieron por suerte los licios, los arrogantes misios, los frigios, que combaten en carros, y los meonios, que armados de casco combaten en carros. Mas ¿por qué me hacéis esas preguntas? Si deseáis entraros por el ejército troyano, los tracios recién venidos están ahí, en ese extremo, con su rey Reso, hijo de Eyoneo. He visto sus corceles que son bellísimos, de gran altura, más blancos que la nieve y tan ligeros como el viento. Su carro tiene lindos adornos de oro y plata, y sus armas son de oro, magníficas, encanto de la vista, y más propias de los inmortales dioses que de hombres mortales. Pero llevadme ya a las naves de ligero andar, o dejadme aquí, atado con recios lazos, para que vayáis y comprobéis si os hablé como debía.

446
Mirándolo con torva faz, le replicó el fuerte Diomedes:

447
—No esperes escapar de ésta, Dolón, aunque tus noticias son importantes, pues has caído en nuestras manos. Si te dejásemos libre o consintiéramos en el rescate, vendrías de nuevo a las veleras naves de los aqueos a espiar o a combatir contra nosotros; y, si por mi mano pierdes la vida, no serás en adelante una plaga para los argivos.

454
Dijo; y Dolón iba, como suplicante, a tocarle la barba con su robusta mano, cuando Diomedes, de un tajo en medio del cuello, le rompió ambos tendones; y la cabeza cayó en el polvo, mientras el troyano hablaba todavía. Quitáronle el morrión de piel de comadreja, la piel de lobo, el flexible arco y la ingente lanza; y el divino Ulises, cogiéndolo todo con la mano, levantólo para ofrecerlo a Atenea, que preside los saqueos, y oró diciendo:

462
—Huélgate de esta ofrenda, ¡oh diosa! Serás tú la primera a quien invocaremos entre las deidades del Olimpo. Y ahora guíanos hacia los corceles y las tiendas de los tracios.

465
Dichas estas palabras, apartó de sí los despojos y los colgó de un tamarisco, cubriéndolos con cañas y frondosas ramas del árbol, que fueran una señal visible para que no les pasaran inadvertidos, al regresar durante la rápida y obscura noche. Luego pasaron delante por encima de las armas y de la negra sangre, y llegaron al grupo de los tracios que, rendidos de fatiga, dormían con las hermosas armas en el suelo, dispuestos ordenadamente en tres filas, y un par de caballos junto a cada guerrero. Reso descansaba en el centro, y tenía los ligeros corceles atados con correas a un extremo del carro. Ulises violo el primero y lo mostró a Diomedes:

477
—Éste es el hombre, Diomedes, y éstos los corceles de que nos habló Dolón, a quien matamos. Ea, muestra tu impetuoso valor y no tengas ociosas las armas. Desata los caballos, o bien mata hombres y yo me encargaré de aquéllos.

482
Así dijo, y Atenea, la de ojos de lechuza, infundió valor a Diomedes, que comenzó a matar a diestro y a siniestro: sucedíanse los horribles gemidos de los que daban la vida a los golpes de la espada, y su sangre enrojecía la tierra. Como un mal intencionado león acomete al rebaño de cabras o de ovejas, cuyo pastor está ausente, así el hijo de Tideo se abalanzaba a los tracios, hasta que mató a doce. A cuántos aquél hería con la espada, el ingenioso Ulises, asiéndolos por un pie, los apartaba del camino, para que luego los corceles de hermosas crines pudieran pasar fácilmente y no se asustasen de pisar cadáveres, a lo cual no estaban acostumbrados. Llegó el hijo de Tideo adonde yacía el rey, y fue éste el decimotercio a quien privó de la dulce vida, mientras daba un suspiro; pues en aquella noche el nieto de Eneo aparecíase en desagradable ensueño a Reso, por orden de Atenea. Dúrante este tiempo el paciente Ulises desató los solípedos caballos, los ligó con las riendas y los sacó del ejército aguijándolos con el arco, porque se le olvidó tomar el magnífico látigo que había en el labrado carro. Y enseguida silbó, haciendo seña al divino Diomedes.

503
Mas éste, quedándose aún, pensaba qué podría hacer que fuese muy arriesgado: si se llevaría el carro con las labradas armas, ya tirando del timón, ya levantándolo en alto; o quitaría la vida a más tracios. En tanto que revolvía tales pensamientos en su espíritu, presentóse Atenea y habló así al divino Diomedes:

509
—Piensa ya en volver a las cóncavas naves, hijo del magnánimo Tideo. No sea que hayas de llegar huyendo, si algún otro dios despierta a los troyanos.

512
Así habló. Diomedes, conociendo la voz de la diosa, montó sin dilación a caballo, y también Ulises, que los aguijó con el arco; y volaron hacia las veleras naves aqueas.

515
Apolo, que lleva arco de plata, estaba en acecho desde que advirtió que Atenea acompañaba al hijo de Tideo; e, indignado contra ella, entróse por el ejército de los troyanos y despertó a Hipocoonte, valeroso caudillo tracio y sobrino de Reso. Como Hipocoonte, recordando del sueño, viera vacío el lugar que ocupaban los caballos y a los hombres horriblemente heridos y palpitantes todavía, comenzó a lamentarse y a llamar por su nombre al querido compañero. Y pronto se promovió gran clamoreo e inmenso tumulto entre los troyanos, que acudían en tropel y admiraban la peligrosa aventura a que unos hombres habían dado cima, regresando luego a las cóncavas naves.

526
Cuando ambos héroes llegaron al sitio en que habían dado muerte al espía de Héctor, Ulises, caro a Zeus, detuvo los veloces caballos; y el Tidida, apeándose, tomó los cruentos despojos que puso en las manos de Ulises, volvió a montar y picó a los corceles. Éstos volaron gozosos hacia las cóncavas naves, pues a ellas deseaban llegar. Néstor fue el primero que oyó las pisadas de los caballos, y dijo:

533
—¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Me engañaré o será verdad lo que voy a decir? El corazón me ordena hablar. Oigo pisadas de caballos de pies ligeros. Ojalá Ulises y el fuerte Diomedes trajeran del campo troyano solípedos corceles; pero mucho temo que a los más valientes argivos les haya ocurrido algún percance en el ejército troyano.

Other books

The Amber Spyglass by Philip Pullman
The Closer You Get by Kristi Gold
Rescued from Ruin by Georgie Lee
The Impressionist by Tim Clinton, Max Davis
Mr. Zero by Patricia Wentworth
The Day the Siren Stopped by Colette Cabot
Dead Reckoning by Linda Castillo
Heartstones by Kate Glanville
Winter Longing by Tricia Mills