La Ilíada (19 page)

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Authors: Homero

Tags: #Clásico

BOOK: La Ilíada
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El Olímpico volvió a excitar el valor de los troyanos, los cuales hicieron arredrar a los aqueos en derechura al profundo foso. Héctor iba con los delanteros, haciendo gala de su fuerza. Como el perro que acosa con ágiles pies a un jabalí o a un león, lo muerde por detrás, ya los muslos, ya las nalgas, y observa si vuelve la cara; de igual modo perseguía Héctor a los melenudos aqueos, matando al que se rezagaba, y ellos huían espántados. Cuando atravesaron la empalizada y el foso, muchos sucumbieron a manos de los troyanos; los demás no pararon hasta las naves, y allí se animaban los unos a los otros, y con los brazos levantados oraban en voz alta a todas las deidades. Héctor revolvía por todas partes los corceles de hermosas crines; y sus ojos parecían los de Gorgona o los de Ares, peste de los hombres.

350
Hera, la diosa de los níveos brazos, al ver a los aqueos compadeciólos, enseguida dirigió a Atenea estas aladas palabras:

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—¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¿No nos cuidaremos de socorrer, aunque tarde, a los dánaos moribundos? Perecerán, cumpliéndose su aciago destino, por el arrojo de un solo hombre, de Héctor Priámida, que se enfurece de intolerable modo y ya ha causado gran estrago.

357
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

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Tiempo ha que ése hubiera perdido fuerza y vida, muerto en su patria tierra por los aqueos; pero mi padre revuelve en su mente funestos propósitos, ¡cruel, siempre injusto, desbaratador de mis planes!, y no recuerda cuántas veces salvé a su hijo abrumado por los trabajos que Euristeo le había impuesto: clamaba al cielo, llorando, y Zeus me enviaba a socorrerlo. Si mi precavida mente hubiese sabido lo de ahora, no hubiera escapado el hijo de Zeus de las hondas corrientes de la Éstige, cuando aquél lo mandó que fuera a la mansión de Hades, de sólidas puertas, y sacara del Érebo el horrendo can de Hades. Al presente Zeus me aborrece y cumple los deseos de Tetis, que besó sus rodillas y le tocó la barba, suplicándole que honrase a Aquiles, asolador de ciudades. Día vendrá en que me llame nuevamente su amada hija, la de ojos de lechuza. Pero unce los solipedos corceles, mientras yo, entrando en el palacio de Zeus, que lleva la égida, me armo para el combate; quiero ver si el hijo de Príamo, Héctor, el de tremolante casco, se alegrará cuando aparezcamos en el campo de la batalla. Alguno de los troyanos, cayendo junto a las naves aqueas, saciará con su grasa y con su carne a los perros y a las aves.

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Dijo; y Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue desobediente. La venerable diosa Hera, hija del gran Crono, aprestó solícita los caballos de áureos jaeces. Y Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, dejó caer al suelo el hermoso peplo bordado que ella misma había tejido y labrado con sus manos; vistió la túnica de Zeus, que amontona las nubes, y se armó para la luctuosa guerra. Y subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga, fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas entenas de héroes cuando contra ellos monta en cólera. Hera picó con el látigo a los corceles, y abriéronse de propio impulso rechinando las puertas del cielo de que cuidan las Horas —a ellas está confiado el espacioso cielo y el Olimpo—, para remover o colocar delante la densa nube. Por allí, por entre las puertas, dirigieron aquellas deidades los corceles, dóciles al látigo.

397
El padre de Zeus, apenas las vio desde el Ida, se encendió en cólera; y al punto llamó a Iris, la de doradas alas, para que le sirviese de mensajera:

399
—¡Anda, ve, rápida Iris! Haz que se vuelvan y no les dejes llegar a mi presencia, porque ningún beneficio les reportará luchar conmigo. Lo que voy a decir se cumplirá: Encojaréles los briosos corceles; las derribaré del carro, que romperé luego, y ni en diez años cumplidos sanarán de las heridas que les produzca el rayo, para que conozca la de ojos de lechuza que es con su padre contra quien combate. Con Hera no me irrito ni me encolerizo tanto, porque siempre ha solido oponerse a cuanto digo.

409
De cal modo habló. Iris, la de los pies rápidos como el huracán, se levantó para llevar el mensaje; descendió de los montes ideos; y, alcanzando a las diosas en la entrada del Olimpo, en valles abundoso, hizo que se detuviesen, y les transmitió la orden de Zeus:

413
—¿Adónde corréis? ¿Por qué en vuestro pecho el corazón se enfurece? No consiente el Cronida que se socorra a los argivos. Ved aquí lo que hará el hijo de Crono si cumple su amenaza: Os encojará los briosos caballos, os derribará del carro, que romperá luego, y ni en diez años cumplidos sanaréis de las heridas que os produzca el rayo; para que conozcas tú, la de ojos de lechuza, que es con tu padre contra quien combates. Con Hera no se irrita ni se encoleriza tanto, porque siempre ha solido oponerse a cuanto dice. ¡Pero tú, temeraria, perra desvergonzada, si realmente te atrevieras a levantar contra Zeus la formidable lanza…!

425
Cuando esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros; y Hera dirigió a Atenea estas palabras:

427
—¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! Ya no permito que por los mortales peleemos con Zeus. Mueran unos y vivan otros, cualesquiera que fueren; y aquél sea juez, como le corresponde, y dé a los troyanos y a los dánaos lo que su espíritu acuerde.

432
Esto dicho, torció la rienda a los solípedos caballos. Las Horas desuncieron los corceles de hermosas crines, los ataron a pesebres divinos y apoyaron el carro en el reluciente muro. Y las diosas, que tenían el corazón afligido, se sentaron en áureos tronos mezcladamente con las demás deidades.

438
El padre Zeus, subiendo al carro de hermosas ruedas, guió los caballos desde el Ida al Olimpo y llegó a la mansión de los dioses; y allí el ínclito dios que sacude la tierra desunció los corceles, puso el carro en el estrado y lo cubrió con un velo de lino. El largovidente Zeus tomó asiento en el áureo trono y el inmenso Olimpo tembló debajo de sus pies. Atenea y Hera, sentadas aparte y a distancia de Zeus, nada le dijeron ni preguntaron; mas él comprendió en su mente lo que pensaban, y dijo:

447
—¿Por qué os halláis tan abatidas, Atenea y Hera? No os habréis fatigado mucho en la batalla, donde los varones adquieren gloria, matando troyanos, contra quienes sentís vehemente rencor. Son tales mi fuerza y mis manos invictas, que no me harían cambiar de resolución cuantos diosés hay en el Olimpo. Pero os temblaron los hermosos miembros antes que llegarais a ver el combate y sus terribles hechos. Diré lo que en otro caso hubiera ocurrido: Heridas por el rayo, no hubieseis vuelto en vuestro carro al Olimpo, donde se halla la mansión de los inmortales.

457
Así dijo. Atenea y Hera, que tenían los asientos contiguos y pensaban en causar daño a los troyanos, mordiéronse los labios. Atenea, aunque airada contra su padre y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero a Hera la ira no le cupo en el pecho, y exclamó:

462
—¡Crudelísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! Bien sabemos que es incontrastable tu poder; pero tenemos lástima de los belicosos dánaos, que morirán, y se cumplirá su aciago destino. Nos abstendremos de intervenir en la lucha, si nos lo mandas, pero sugeriremos a los argivos consejos saludables para que no perezcan todos víctimas de tu cólera.

469
Respondióle Zeus, que amontona las nubes:

470
—En la próxima mañana verás, si quieres, oh Hera veneranda, la de ojos de novilla, cómo el prepotente Cronión hace gran riza en el ejército de los belicosos argivos. Y el impetuoso Héctor no dejará de pelear hasta que junto a las naves se levante el Pelida, el de los pies ligeros, el día aquel en que combatan cerca de las popas y en estrecho espacio por el cadáver de Patroclo. Así lo decretó el hado, y no me importa que te irrites. Aunque lo vayas a los confines de la tierra y del mar, donde moran Jápeto y Crono, que no disfrutan de los rayos del Sol Hiperión ni de los vientos, y se hallan rodeados por el profundo Tártaro; aunque, errante, llegues hasta allí, no me importará verte enojada, porque no hay nada más impudente que tú.

484
Así dijo; y Hera, la de los níveos brazos, nada respondió. La brillante luz del sol se hundió en el Océano, trayendo sobre la alma tierra la noche obscura. Contrarió a los troyanos la desaparición de la luz; mas para los aqueos llegó grata, muy deseada, la tenebrosa noche.

489
El esclarecido Héctor reunió a los troyanos en la ribera del voraginoso Janto, lejos de las naves, en un lugar limpio donde el suelo no aparecía cubierto de cadáveres. Aquéllos descendieron de los carros y escucharon a Héctor, caro a Zeus, que arrimado a su lama de once codos, cuya reluciente broncínea punta estaba sujeta por áureo anillo, así los arengaba:

497
—¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados! En el día de hoy esperaba volver a la ventosa Ilio después de destruir las naves y acabar con todos los aqueos; pero nos quedamos a obscuras, y esto ha salvado a los argivos y a las naves que tienen en la playa. Obedezcamos ahora a la noche sombría y ocupémonos en preparar la cena; desuncid de los carros a los corceles de hermosas crines y echadles el pasto; traed pronto de la ciudad bueyes y pingües ovejas, y de vuestras casas pan y vino, que alegra el corazón; amontonad abundante leña y encendamos muchas hogueras que ardan hasta que despunte la aurora, hija de la mañana, y cuyo resplandor llegue al cielo: no sea que los melenudos aqueos intenten huir esta noche por el ancho dorso del mar. No se embarquen tranquilos y sin ser molestados, sino que alguno tenga que curarse en su casa una lanzada o un flechazo recibido al subir a la nave, para que tema quien ose mover la luctuosa guerra a los troyanos, domadores de caballos. Los heraldos, caros a Zeus, vayan a la población y pregonen que los adolescentes y los ancianos de canosas sienes se reúnan en las torres que fueron construidas por las deidades y circundan la ciudad; que las tímidas mujeres enciendan grandes fogatas en sus respectivas casas, y que la guardia sea continua para que los enemigos no entren insidiosamente en la ciudad mientras los hombres estén fuera. Hágase como os lo encargo, magnánimos troyanos. Dichas quedan las palabras que al presente convienen; mañana os arengaré de nuevo, troyanos domadores de caballos; y espero que, con la protección de Zeus y de las otras deidades, echaré de aquí a esos perros rabiosos, traídos por las parcas en los negros bajeles. Durante la noche hagamos guardia nosotros mismos; y mañana, al comenzar el día, tomaremos las armas para trabar vivo combate junto a las cóncavas naves. Veré si el fuerte Diomedes Tidida me hace retroceder de las naves al muro, o si lo mato con el bronce y me llevo sus cruentos despojos. Mañana probará su valor, si me aguarda cuando lo acometa con la lanza; mas confío en que, así que salga el sol, caerá herido entre los combatientes delanteros, y con él muchos de sus camaradas. Así fuera yo inmortal, no tuviera que envejecer y gozara de los mismos honores que Atenea o Apolo, como este día será funesto para los argivos.

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De este modo arengó Héctor, y los troyanos lo aclamaron. Desuncieron de debajo del yugo los sudados corceles y atáronlos con correas junto a sus respectivos carros; sacaron pronto de la ciudad bueyes y pingües ovejas, y de las casas pan y vino, que alegra el corazón, y amontonaron abundante leña. Después ofrecieron hecatombes perfectas a los inmortales, y los vientos llevaban de la llanura al cielo el suave olor de la grasa quemada; pero los bienaventurados diqses no quisieron aceptar la ofrenda, porque se les había hecho odiosa la sagrada Ilio y Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno.

553
Así, tan alentados, permanecieron toda la noche en el campo, donde ardían muchos fuegos. Como en noche de calma aparecen las radiantes estrellas en torno de la fulgente luna, y se descubren los promontorios, cimas y valles, porque en el cielo se ha abierto la vasta región etérea, vense todos los astros, y al pastor se le alegra el corazón: en tan gran número eran las hogueras que, encendidas por los troyanos, quemaban ante Ilio entre las naves y la corriente del Janto. Mil fuegos ardían en la llanura, y en cada uno se agrupaban cincuenta hombres a la luz de la ardiente llama. Y los caballos, comiendo cerca de los carros avena y blanca cebada, esperaban la llegada de la Aurora, la de hermoso trono.

Canto IX*
Embajada a Aquiles – Súplicas

* Agamenón, arrepentido y lamentando su disputa con Aquiles, por consejo de su anciano asesor Néstor, despacha a Ulises, Ayante y al viejo Fénix como embajadores ante Aquiles, para solicitar su ayuda, con plenos poderes para prometerle la devolución de Briseide y abundantes regalos que compensen la afrenta sufrida. Pero Aquiles se mantiene obstinado e inflexible.

1
Así los troyanos guardaban el campo. De los aqueos habíase enseñoreado la ingente fuga, compañera del glacial terror, y los más valientes estaban agobiados por insufrible pesar. Como conmueven el ponto, en peces abundante, los vientos Bóreas y Céfiro, soplando de improviso desde la Tracia, y las negruzcas olas se levantan y arrojan a la orilla multitud de algas; de igual modo les palpitaba a los aqueos el corazón en el pecho.

9
El Atrida, en gran dolor sumido el corazón, iba de un lado para otro y mandaba a los heraldos de voz sonora que convocaran al ágora, nominalmente y en voz baja, a todos los capitanes, y también él los iba llamando y trabajaba como los más diligentes. Los guerreros acudieron afligidos. Levantóse Agamenón, llorando, como fuente profunda que desde altísimo peñasco deja caer sus aguas sombrías; y, despidiendo hondos suspiros, habló de esta suerte a los argivos:

17
—¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! En grave infortunio envolvióme Zeus Cronida. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilio y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me manda regresar a Argos, sin gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha destruido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras, porque su poder es inmenso. Ea, obremos todos como voy a decir: Huyamos en las naves a nuestra patria tierra, pues ya no tomaremos a Troya, la de anchas calles.

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