Nancy se sentó enfrente de Judy, en un sillón tapizado estilo regencia.
—Quería decirle antes que nada, señora Killian, que no puedo ni imaginar lo mal que debe de estar usted pasándolo. Le aseguro que el FBI hace todo lo posible por encontrar a su hijo y llevar ante la justicia a los culpables.
Judy asintió casi imperceptiblemente —mirando al suelo, no a Nancy— y respondió en susurros.
—No sé qué puedo contarle que no haya dicho ya.
Nancy vio a una mujer abrumada por el dolor y la pena.
Estaba casi catatónica, y eso requería obrar con la máxima delicadeza.
—Lo comprendo. Intentaré ser breve. Solo quiero preguntarle sobre la hora en que acostó al pequeño Adam la noche del lunes, el momento en que fue usted a darle un biberón de madrugada y lo que descubrió más tarde, a las cinco.
Judy suspiró ruidosamente y se llevó a los ojos un pañuelo que apretaba entre sus manos menudas y blancas.
—Lo metí en su cuna hacia las ocho.
—¿No es un poco tarde para un bebé de cuatro meses? —preguntó Nancy recordando la infancia de su hijo Phillip.
La pregunta pareció despertar de golpe a Judy.
—Todos dicen lo mismo —contestó, a la defensiva—. A nosotros nos funcionaba bien, así dormía seguido hasta una hora razonable de la mañana.
—Dígame, ¿hacia qué hora solía despertarse?
—Sobre las seis.
—Pero no esa noche.
—No. Le oí llorar por el intercomunicador. Serían las doce y media.
Nancy no lo dejó pasar:
—¿Está segura de que era esa hora?
—Tengo un despertador digital al lado de la cama.
—Su marido no se despertó.
—No.
—¿Eso era normal?
—Sí.
—Bien, dígame qué hizo después.
Otra vez el pañuelo. Cuando volvió a hablar, fue como si lo hiciera un autómata.
—Me levanté y fui al cuarto del niño. Adam estaba muy alterado. Como no conseguía calmarlo, calenté un biberón. En el cuarto tengo un aparato. Poco a poco se fue calmando. Al final se durmió otra vez.
—¿Cuánto rato diría que estuvo en la habitación del niño?
—Un cuarto de hora.
—¿Notó usted algo fuera de lo normal en la habitación, en el pasillo…?
—No.
—¿Después volvió usted a acostarse?
—Sí.
—¿Oyó algo más por el intercomunicador el resto de la noche?
—Nada.
—¿Cómo es que se despertó a las cinco, si no oyó nada?
—Me levanto temprano a menudo, así tengo un rato para mí antes de que Adam se despierte.
—¿Por qué entró en el cuarto del niño?
Judy se echó a llorar.
—Para mirarle. Solo para verle dormir.
Billy, el director de campaña, intervino:
—Oiga, señora Piper, esto es demasiado. ¿No le parece que la señora Killian ya ha sufrido bastante?
—Lo lamento. No es mi intención empeorar las cosas. Solo unas preguntas más sobre lo que encontró en el cuarto del niño aquella mañana, y acabamos.
Los recuerdos de Judy concordaban con lo declarado anteriormente y con lo que el senador le había dicho a Nancy: la ventana abierta, la escalera de mano, la nota, el monitor de bebé.
—Hábleme de su relación con MacDonald —dijo finalmente Nancy.
—¿Relación? No teníamos ninguna relación —respondió Judy estableciendo contacto visual por primera vez.
—Digamos que no he elegido bien las palabras. Él la llevaba en coche a menudo, ¿no es cierto? Imagino que de un asiento a otro se dirían algo de vez en cuando. ¿Qué impresión tenía usted de él?
Judy bajó nuevamente la vista.
—Parecía un buen hombre.
Dicho esto, las lágrimas pudieron con ella una vez más. Se levantó bruscamente y el encargado de comunicaciones del senador se la llevó de la habitación.
—Seguro que comprende usted la tensión a la que está sometida —le dijo a Nancy el director de campaña.
—Naturalmente. —Nancy se puso de pie—. Yo también soy madre.
A Will le gustaba el filete poco hecho y aquel estaba más que pasado. Pensó en devolverlo a la cocina, pero eso le habría desincronizado con respecto a MacDonald, que estaba atacando su solomillo. Cam tomaba un vodka con hielo detrás de otro y Will hubo de echar mano de toda su fortaleza para no pedir un Johnnie Walker. Filete vuelta y vuelta y un vaso de buen whisky escocés: la felicidad. De no haber estado Nancy tan cerca, quizá habría cedido a la tentación. Pero se contentó con una cerveza y la suela de zapato.
—Qué bien que hayas trincado a Chucky Dye y a Dennis Mann —dijo Cam agradecido—. No sabes el peso que me has quitado de encima. Eres un genio.
—No te hagas muchas ilusiones —respondió Will—. Sigues estando el primero de la lista y tendrás que vértelas con esos tipos tarde o temprano.
—Sí, sí, ya lo sé, pero al menos ahora puedo preocuparme de una sola cosa cada vez.
Will quería asegurarse de que Cam entendía cuál era su papel en la investigación.
—Supongo que te das cuenta —le explicó— de que cuando decidí poner al FBI en el camino de Dye no excluí la posibilidad de que tú y él fuerais cómplices. Hablo del secuestro.
Cam dejó el tenedor.
—No soy imbécil, Will. Yo en tu lugar estaría pensando lo mismo. Han pasado muchos años. Ya no me conoces. Te dije que no esperaba un trato de confidencialidad por lo que yo pudiera contarte o tú averiguar. Estoy siendo legal porque no tengo nada que ocultar.
—Vale, amigo, pero continúas siendo el principal sospechoso —le cortó Will—. Así están las cosas.
—¿No hay ninguna novedad? ¿Los secuestradores no se han puesto en contacto todavía? ¿Resultados de las pruebas de laboratorio?
—Cero patatero, que yo sepa. Pero, para serte franco, no puedo asegurar que mi mujer vaya a tenerme al corriente de todo. Está cabreadísima por lo que estoy haciendo.
—Vaya, siento haberte metido en arenas movedizas.
—Normalmente me basto y me sobro para meterme en líos yo solito. Te lo diré de otra manera: no me gustaría estar casado conmigo.
—Ser consciente de uno mismo es el primer paso hacia una buena relación de pareja —dijo Cam. Iba por el cuarto vodka y empezaba a farfullar. Will estaba impresionado; por lo visto su amigo aguantaba más que un cosaco.
—Esa frase no parece tuya —bromeó Will.
—Nos lo dijo nuestra asesora matrimonial, hace años.
Y supe enseguida que jamás iba a salir adelante en ninguna relación.
—Ya —asintió Will pensando otra vez en el whisky; maldita introspección—. Bueno, Cam. Ahora mismo mi mujer está interrogando a Judy Killian. Háblame de ella.
¿Qué clase de chica es?
Cam puso los ojos en blanco.
—Bueno, siempre ha marcado mucho las distancias.
El senador no viene de una familia súper rica y en el fondo es un tío de lo más normal. Cuando vamos por ahí en el coche y no está hablando por teléfono, siempre se pone a charlar conmigo; nada importante, de deportes y eso, pero es una persona afable. En cambio, la señora Killian es de las que cree que uno solo debe hablar cuando le dirigen la palabra. Imagino que de pequeña tendría criados hasta para limpiarse el culo y nos mete a todos en el mismo saco: gente contratada.
—Entonces ¿no hablabais nunca?
—Bueno, sí. De vez en cuando me daba conversación.
—¿Sobre qué?
—Qué sé yo, cosas triviales. El tiempo, la circulación, cambios en la agenda…
—Ella hablaba por teléfono, ¿no?
—Claro. ¿Me estás preguntando de qué hablaba con sus amigas y eso? Hombre, Will, yo siempre he sido discreto.
—Pero no eres cura ni médico, Cam —le cortó Will—. Estás a un paso de que te arresten por secuestrar a un bebé. Venga, habla: ¿se iba de folleteo? ¿La llevabas a ver a otros tíos? ¿O tías? ¿Algún esqueleto en el armario?
—Lo dudo mucho. A ver, no parecía que su matrimonio fuera el más feliz del mundo; a veces decía cosas como que era una lata ser la mujer de un político y que estar todo el tiempo bajo el microscopio por culpa de la campaña electoral era insoportable… pero si tenía alguna aventura, yo no me enteré.
—¿Y ella como persona?
—Yo le pondría un nueve y medio sobre diez en la escala de frialdad y arrogancia. La típica niña rica, pobrecita, toda la vida mimada, siempre arrugando la nariz y poniéndole pegas a todo. Claro que la mayor parte de las veces que la llevé en coche estaba embarazada, o sea que quizá era algo hormonal, vete tú a saber.
—¿Notaste si cambió después de dar a luz?
—Vaya si cambió. Bueno, digo eso pero para ser sincero apenas he tenido relación con ella en los últimos cuatro meses. Desde que nació el niño, se pasa casi todo el tiempo en la casa. Va gente a verla. Tiene todo un séquito de ayudantes o como los quieras llamar: que si fitness por aquí, que si la dieta por allá, y peluqueros y maquilladoras…
Yo soy el encargado de controlar quién entra, o sea que los conozco bien a todos, pero sí, claro que cambió. Yo diría que estaba bastante más apagada. Muy poco comunicativa, al menos conmigo.
—Y, últimamente, ¿pasabas más tiempo en Palm Beach con ella o con su marido en la carretera?
—El senador casi siempre hacía que me quedara.
Tiene un contingente de seguridad para la campaña, ex miembros del departamento de Estado y de la CIA que contrató a través de una empresa de seguridad. Mi misión consistía en vigilar la finca y estar al tanto de su mujer y del crío. Parece que ni ellos ni yo hemos salido bien parados.
—Ya, bueno, pero ahora no te machaques. A veces se tuercen las cosas.
—Qué me vas a contar.
—Quisiera hablar con sus amigas, Cam. Alguien que la conozca a fondo y que sepa de primera mano qué tal se lleva con su marido. Nancy tiene amigas que saben más de mí que yo mismo. ¿Se te ocurre alguien?
—Su mejor amiga es Chloe Tabor. Se conocen del gimnasio.
—¿Sabes dónde puedo localizarla?
—¿Hoy qué día es? ¿Viernes?
—Sí.
—Se me ocurre una idea. ¿Has traído zapatillas de deporte?
Will dejó a Cam tomándose otra copa en el restaurante y pagando la cuenta mientras él volvía al hotel para coger las zapatillas de deporte, un pantalón corto y una camiseta.
Nancy había llegado ya y estaba tendida encima de la cama dictando en su tableta.
—¿Todavía enfadada? —preguntó él sonriendo como un corderito al verla espatarrada.
—No te imaginas cuánto.
—Era una buena pista, Nance, aunque luego haya quedado en nada.
Ella no tenía ganas de hablar, pero sí le preguntó de dónde venía. Cuando él le confesó que había estado cenando con Cam MacDonald, ella hizo una mueca espantosa y le preguntó si estaba empeñado en hundirla del todo.
—Para que lo sepas —dijo Nancy—: no hace ni una hora Mike me ha echado un rapapolvo por que estés tú aquí.
—Mike es un capullo. Además, tienes diez veces más caché en la agencia que él. Tú eres una estrella ascendente; él es agua pasada. Te propongo un trato: seguiré con lo mío un día o dos y luego me retiro. Volveré al barco o iré a Reston para estar un poco con Phillip si tú andas todavía liada con esto. Te prometo no hacer nada que pueda ponerte en un compromiso.
Ella puso cara de enfurruñada.
—¿Me dirás todo lo que averigües? —le preguntó.
—Todo.
—Pues ya puedes empezar. ¿Qué te ha dicho MacDonald?
Will se sentó, aliviado, en la cama y empezó a darle un masaje en los pies.
—Bueno, por lo pronto está súper agradecido. Los de las apuestas, al menos de momento, ya no le soplan en el cogote.
—No me extraña —dijo ella cerrando los ojos de gusto—. ¿Qué más?
—Hemos hablado de Judy Killian.
Nancy abrió los ojos.
—¿Y por qué?
—Escúchame. Seguro que tú piensas lo mismo que yo. Hay tres posibilidades en este caso. Cam MacDonald es el responsable, ya sea en solitario o con cómplices.
Posible móvil: dinero o venganza. Personalmente, no creo que sea Cam, pero, claro, puede que me equivoque.
Ella volvió a cerrar los ojos cuando él pasó a trabajarle las pantorrilas.
—Te equivocas, y mucho. Además, sus huellas dactilares están en la escalera de mano y en el
router
de las cámaras de seguridad.
—Sí, ya sé, ya sé. Bien, posibilidad número dos: que un o unos desconocidos raptaran al crío. Dinero o venganza otra vez. Pero sigue sin llegar una petición de rescate.
—Puede que algo se torciera. Quizá el secuestrador mató al niño, le entró pánico y renunció al resto del plan.
—Ya, pero si vas a rajarte del golpe del siglo, al menos cubrir gastos, ¿no te parece? Para pedir un rescate no hace falta que el crío esté vivo.
Nancy asintió.
—No discrepo, Will. Es por eso que tengo a MacDonald en el punto de mira.
—Vale, pero luego tenemos la posibilidad número tres. Sabes tan bien como yo que los padres han de estar en la lista. Puede que haya sido ella y él la está encubriendo. O tal vez al revés.
—No creerás eso, ¿verdad?
—No creo que un senador en plena carrera presidencial encaje con el perfil de tío retorcido capaz de matar a su propio hijo. Por eso quiero saber más cosas de ella, de Judy. ¿Tu famoso instinto, marca de la casa, no vibra con la señora Killian?
Nancy hizo caso omiso y le preguntó:
—¿Qué ha dicho MacDonald de ella?
—Que antes de tener el bebé era súper fría y arrogante, y que después de tenerlo se volvió reservada pero sin dejar de ser ella. ¿Tú qué piensas de esa mujer?
—¡No voy a revelar nada que ataña al caso, Will!
Él viró hacia el polo norte y siguió el masaje en los muslos, por debajo de la falda.
—No estoy pidiendo pruebas, Nance, simplemente quería saber qué impresión te había causado.
Ella soltó uno de aquellos gemidos tan suyos, señal suficientemente inequívoca de que no deseaba que él se detuviera allí.
—Me ha caído bastante mal.
—Ah. ¿Y eso?
—Algo no acaba de cuadrar. Yo nunca he estado en su situación y ojalá no lo esté nunca, pero creo que estaría furiosa, alteradísima. Seguro que daría la paliza exigiendo saber qué hace el FBI para encontrar a mi hijo. No sé, sería como una cuadrilla de demolición, pero yo sola y en mujer.
—No me cabe duda.
—La he visto muy deprimida, Will, quiero decir casi ausente. Vale, no digo que sea algo anormal en estas circunstancias, pero las antenas se me han puesto a vibrar de golpe.