—Estupendo —dijo él con una mano lo bastante arriba como para tirarle de las bragas—. Eso significa que vas a aparcar los prejuicios con respecto a Cam MacDonald.
—Yo siempre aparco los prejuicios —respondió ella atrayéndolo hacia sí.
Cuando terminaron, mientras el aire acondicionado les enfriaba la piel, Will fue a buscar algo en su bolso de viaje.
—¿Qué haces? —le preguntó Nancy metiéndose entre las sábanas en busca de un poco de calor.
Will se volvió con una sonrisa pícara y le mostró las zapatillas de tenis y un pantalón corto.
—Salgo a hacer un poquito de ejercicio. No me esperes levantada.
Prime Fitness, en Chilean Avenue, no guardaba el menor parecido con los gimnasios que Will había frecuentado de joven. El local era limpio y alegre, la recepción toda de mármol, había relucientes máquinas cromadas, música de fondo y mujeres deambulando en mallas ajustadas. Aparte del monitor que le asignaron al entrar para que le mostrara las instalaciones, Will era el único hombre. Vio pasar y agitarse numerosas colas de caballo, y en los espejos de las paredes pilló a más de una dama señalándole con el dedo e intercambiando risitas con otra. Aunque el único ejercicio que hacía Will últimamente era salir a correr de vez en cuando, trajinar en el barco lo mantenía en forma, y en pantalón y camiseta de atletismo recordaba todavía a aquel corpulento jugador de fútbol americano que fuera en su época estudiantil.
—Bueno —empezó el joven monitor—, ¿y qué clase de programa te gustaría seguir, en caso de que te apuntes?
Will estaba mirando hacia el estudio de danza que había al fondo de la sala.
—¿Ahí dentro qué hacen?
—Es la clase de zumba. A las chicas les encanta.
—Pues ¿sabes lo que te digo? Quizá que me aparques allí —dijo Will—. Creo que ahora mismo es lo que más me apetece probar.
—¿En serio? Así de entrada no te veía yo muy tipo zumba…
—Bueno, deja que lo pruebe. Me pondré en la última fila y así veré cómo lo hacen.
Su entrada en el estudio causó no poco revuelo: al menos doce mujeres se volvieron para mirarle. La monitora, una morena pizpireta que contaba varias décadas menos que el resto de las presentes, le llamó a gritos en medio de la música latina sin perder para nada el compás:
—¡Eh! ¡Hola, bienvenido! ¿Cómo te llamas?
—Will.
—Bueno, Will, pues ven aquí, a primera fila.
¿Principiante, nivel medio o nivel avanzado?
—Depende de a qué te refieras con eso —respondió él, y las damas prorrumpieron en espasmódicas carcajadas.
—¡Me refiero a la zumba, tonto!
—Principiante.
—Esta clase es de nivel intermedio, o sea que no intentes seguir todos los movimientos. Déjate llevar por la música y haz lo que puedas.
Media hora más tarde, Will estaba empapado de sudor y el corazón le iba mucho más rápido de lo conveniente.
Mientras se secaba, le dijo a la monitora:
—Muchas gracias por tu amabilidad. Mira por dónde, creo que anularé la prueba de esfuerzo que tenía programada.
—Te has portado muy bien, Will. A ver si te apuntas.
En caso de que sí, yo doy clases de zumba por la noche.
—Oye, quizá podrías hacerme un favor. ¿Te importaría decirme quién es Chloe Tabor?
Will se aproximó a Chloe en la sala de máquinas. Ella debió de verle reflejado en uno de los espejos porque se volvió con una sonrisa de anuncio. Tenía menos de cincuenta, era delgada y parecía haber vivido bien, una mujer atractiva que sin duda frecuentaba el quirófano de algún cirujano plástico.
—¿Qué tal? —dijo Will, simpático—. No quería que te marcharas sin decirte lo bien que te mueves en la pista de baile.
—Gracias. Me llamo Chloe. Has sido muy valiente viniendo a la guarida del león. O de las leonas.
—Eso creo, sí.
Mientras ella reía, él aprovechó para preguntarle si le apetecía un café. La reacción de Chloe fue perfecta.
—Es un poco tarde para tomar café pero el momento ideal para un martini, ¿no crees?
Ya en la calle, él le dijo que era forastero y que no conocía los buenos bares de la ciudad. Ella comentó que su martini casero era excelente, y que su marido estaba de viaje en Europa. Así pues, Will la acompañó entusiasmado hasta su coche y al poco rato franqueaban la verja de una finca en South Ocean Boulevard, a menos de un kilómetro de la del senador Killian.
Rápidamente se encontró sentado en un taburete de bar de una cocina tan grande como toda su casa de Reston, mirando a Chloe hacer de barman. Luego la siguió al enorme cuarto de estar en la parte trasera de la propiedad.
Se dejó caer en un mullido y lujoso sofá modular y probó el cóctel. Will no era mucho de martinis, pero le pareció que estaba muy bien y ella se puso muy contenta con sus elogios. Chloe era una experta bebedora; se sirvió un segundo martini mientras él todavía saboreaba el primero.
—Tendrás que disculparme —dijo Will—. Estoy un poco sudado. Debería haber pasado a cambiarme de ropa.
—Me gustan los hombres en pantalón corto —aseguró ella—. Bueno, no todos. Depende de las piernas.
—Pues brindo por un pantalón corto de los más cortos y un par de buenas piernas —declaró él levantando su martini.
De repente ella frunció el entrecejo y le miró con dureza.
—¿Nos conocemos de algo?
—Me parece que no.
—Tengo la sensación de haberte visto antes.
—Me lo dicen a menudo.
—¿Te llamas Will qué más?
—Piper.
—¡Cielo santo! ¿El Will Piper famoso?
—Culpable de todos los cargos.
—¡No me lo puedo creer! Will Piper, en mi casa, tomándose un martini mío.
Lo que siguió fue la obligada conversación, idéntica a cuantas tenían lugar cuando alguien le conocía en persona.
¿Qué pensaba Will que iba a pasar el 9 de febrero de 2027?
¿Había visto con sus propios ojos la Biblioteca? ¿Qué sensación daba que tu propio gobierno te persiguiera y que casi acabara con tu vida? ¿Qué opinaba del actor que hacía de él en la película?
Will contestó de buena gana a todas las preguntas y luego coló una de cosecha propia. ¿Y qué opinaba ella del secuestro?
La sonrisa desapareció de los labios de Chloe.
—¡Qué cosa más espantosa! —exclamó—. Me siento culpable, venga a reír mientras Judy lo está pasando fatal a unas cuantas manzanas de aquí. Es amiga mía, ¿sabes?
—¿De veras?
—Una amiga íntima.
—¿Has hablado con ella desde el secuestro?
—No. Le mandé un correo electrónico para decirle que podía contar conmigo, pero no me ha contestado, claro. Tampoco esperaba que lo hiciese.
—Dime, ¿tú qué crees que pasó?
—Lo que cree todo el mundo: que fue ese guardaespaldas, gente de dentro.
—¿Podría ser incluso algo mucho más directo? —aventuró Will.
—¿Insinúas que han sido Judy o John? Si los conocieras, no se te ocurriría ni pensarlo.
Will agitó el vaso pidiendo más y ella se levantó a toda velocidad.
—Cuando estaba en el FBI y se nos presentaba un caso de esos, nueve de cada diez veces los padres estaban implicados de una forma u otra.
—Estos no. Ni pensarlo. ¡Ese hombre podría ser el próximo presidente!
—¿Y ella? ¿Le sigue la corriente? Quiero decir, tener el primer hijo a los cuarenta y a renglón seguido meterse en la vertiginosa locura que supone una campaña presidencial, teniendo en cuenta además que a partir del próximo mes de noviembre puedes convertirte en la mujer más reconocible del mundo… No debe de ser fácil, ¿verdad?
—Claro que no. Fue muy estresante.
—¿Quizá algo más que eso? Me refiero a si tanta presión no le pasó factura a Judy.
Chloe fue a sentarse a su lado. Will notó el aliento a alcohol y una mezcla de perfume y sudor en su cuello bronceado.
—Hay que ver la de preguntas que haces —dijo ella.
—Es la costumbre. Cuando se trata de estas cosas, un ex agente del FBI siempre acaba fisgando.
Vio venir el beso y reaccionó a la medida del mismo pero sin hacer nada con las manos. Cuando Chloe separó los labios y preguntó si ella le gustaba, él meneó el dedo con el anillo de casado y le dijo que su mujer llegaba esa misma noche a West Palm para pasar unos días de descanso.
—Ahora recuerdo que la prensa amarilla decía que eras un mujeriego.
—Pues no lo sé, pero sí te puedo decir que a estas alturas de la vida estoy bastante bien enseñado —dijo Will—. Lo que es seguro es que si no estuviera casado me buscaría una diosa de la zumba como tú. Oye, antes de volver a mi hotel, ¿te importaría satisfacer mi curiosidad y hablarme de cómo anda Judy Killian de la cabeza y qué tal está con su marido? Soy el colmo de la discreción, no temas. Será como si se lo dijeras a un cura.
—Soy judía.
—Vale, pues como si se lo contaras a un rabino.
—No me fío de mi rabino.
—De Will Piper sí te puedes fiar.
Aunque Will intentó por todos los medios entrar en la habitación sin hacer ruido, Nancy se despertó y encendió la lámpara de la mesita de noche.
—Bueno, ¿quieres contarme en qué andas metido? —preguntó, seria.
—Trabajo clandestino.
—No me digas.
—Lo que oyes. Llevaba disfraz.
—¿De qué?
—De bailarín de zumba.
Ella le dijo que fuera a la cama y cuando lo tuvo cerca olió en él el perfume de Chloe Tabor.
Antes de que el tren descarrilara, Will explicó:
—No hay motivo para que te preocupes o te enfades, Nance. He estado ahondando un poquito en una pista. He tomado una copa con una amiga de Judy Killian. No ha pasado nada, pero ¿recuerdas que dijiste que algo no te encajaba de ella?
—Sí. ¿Y…?
—Pues escucha esto: el matrimonio Killian tenía problemas de los gordos. Ella no quería que él se presentara candidato. Odia la idea de ir a la Casa Blanca. Al quedar encinta rezó para que Killian decidiese que no era el momento adecuado para meterse en campañas, pero el senador no se echó atrás. Y después de nacer el niño, a Judy le dio el telele. Bueno, fue una depresión posparto en toda regla. Si no llega a ser la esposa del candidato seguramente la hubieran ingresado, pero él se negó a permitir que recibiera la ayuda que necesitaba. Y, ahora, el secuestro.
—Todo muy interesante —indicó Nancy—, y eso explica un poco el porqué de su actitud, pero no aporta nada al caso a nivel de pruebas.
—Yo creo que sí aporta, y mucho —aseguró él, pero Nancy le rogó que lo dejaran hasta el día siguiente. Tenía una reunión a primera hora y estaba agotada.
—Bueno, me doy una ducha rápida y vengo a la cama —dijo él.
Se estaba quitando la ropa cuando reparó en una carpeta abierta sobre el tocador, y en una fotografía de la nota de los secuestradores. Cogió la foto y la examinó.
—Hay algo interesante en la nota, ¿te has fijado?
—Oye, deja eso. Te advertí que no iba a enseñarte material del caso.
Will hizo oídos sordos.
—«Retírate de la carrera». ¿Has visto que todas las letras están recortadas de una en una, salvo la palabra «carrera»? Esa está entera.
—Pues claro que nos hemos fijado —dijo Nancy a la defensiva.
—Te apuesto un café a que si consigues una lista de todas las revistas que los Killian tienen en su casa y haces una búsqueda de la palabra «carrera» por tipo y tamaño de fuente en números recientes, encontrarás una igual.
Ella suspiró y le lanzó una almohada; él dejó que le diera en toda la cabeza.
—¿Te he dicho alguna vez que sigues siendo el tío más agudo de cuantos he conocido en la agencia? No creo que a nadie se le hubiera ocurrido eso. Pero antes de que te perdone, deja que te pregunte una cosa: ¿dónde estuviste tomando esa copa con Chloe Tabor?
Will meneó la cabeza.
—Si respondo voy a tener que dormir en la bañera.
Eran las siete de la mañana. Nancy estaba a punto de salir de la habitación y Will continuaba durmiendo. En ese momento su NetPen la avisó de una llamada de Jim Moskowitz.
Al despertarse y oír que ella decía «Dios mío», Will preguntó qué pasaba.
—Han encontrado al bebé. Muerto.
Cuando Nancy llegó a la finca de los Killian, el lugar estaba tomado por médicos forenses estatales y policía científica de la oficina del FBI en Miami. Estaban casi todos en el embarcadero, fotografiando una cosa pequeña y negra. Hasta que no estuvo cerca, Nancy no acertó a ver que se trataba de una bolsa de basura envuelta en alambre. Al lado había un disco de color azul metálico. El olor que despedía la bolsa era nauseabundo, un olor que Nancy ya conocía bien.
Jim Moskowitz la saludó y le dijo:
—Dos hombres que estaban pescando la encontraron hace unas horas a una milla al norte de aquí. Al abrirla un poco se dieron cuenta de lo que habían pescado. Hemos recogido todas las pruebas de la superficie. Estamos casi a punto de abrirla del todo y echar un vistazo antes de llevarla al depósito.
Nancy no tenía ninguna prisa por ver el contenido.
Menos aún siendo un bebé. Pero formaba parte del trabajo.
—¿Quiere una mascarilla? —le preguntó uno de los técnicos.
En el inicio de su carrera Nancy había aprendido que era poco «de hombres» mostrarse aprensiva ante los colegas por el olor a muerto. Siempre lo encaraba como la mayoría de ellos, a pecho descubierto.
—Estoy bien —dijo.
Un técnico provisto de bata y guantes cortó la bolsa con un bisturí mientras un videógrafo lo grababa todo. Las fotos de Adam que había en la casa no guardaban, lógicamente, el menor parecido con el cuerpo hinchado y morado que ella pudo ver. El forense echó un vistazo con calma y declaró que no se apreciaban heridas de bala ni de objeto cortante y tampoco señales de estrangulación por soga o alambre, pero que al margen de eso no podía añadir nada sin practicar una autopsia.
—¿Cuánto tiempo ha estado en el agua? —le preguntó Nancy.
—Yo diría que una semana, pero ya le adelanto que no nos será posible fijar una fecha con un mínimo de precisión.
Los ojos de Nancy viajaron hacia el disco de metal.
Resultó ser una pesa de diez libras con un trozo de alambre metido por el agujero.
—¿Qué puede decirme de esto? —preguntó Nancy.
Uno de los agentes de Moskowitz acababa de sumarse al grupo y fue él quien respondió.
—Es el mismo modelo de pesas que hay en el garaje.