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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (47 page)

BOOK: La Historiadora
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—Buenas tardes, camaradas —dijo con cordialidad el hombre—. ¿De qué libros están hablando?

41

Cuando el profesor József se inclinó sobre nuestra mesa con su amigable pregunta, por un momento no supe qué decir. Tenía que hablar de nuevo con Hugh James lo antes posible, pero en privado, no entre tanta gente, y de ninguna manera con la persona de la que Helen me había precavido (¿por qué?) echándome el aliento en la nuca. Por fin, farfullé unas palabras.

—Estábamos compartiendo nuestro amor por los libros antiguos —dije—. Todos los eruditos deberían admitir eso, ¿no cree?

Helen ya había llegado a nuestra mesa y me estaba mirando con una mezcla de alarma y aprobación. Me levanté para ofrecerle una silla. Pese a mi necesidad de deshacerme de Géza József, debí comunicarle cierto entusiasmo, porque Helen nos miró con curiosidad a Hugh y a mí. Géza nos observaba con afabilidad, pero me pareció ver que entornaba ligeramente sus bellos ojos mongoles. Así debían haber mirado los hunos a través de las rendijas de sus gorros de cuero, para protegerse del sol occidental. Procuré no volver a mirarle.

Podríamos habernos pasado todo el día así, intercambiando o esquivando miradas, si el profesor Sándor no hubiera aparecido de repente.

—Muy bien —atronó—. Veo que disfrutan de nuestra comida. ¿Han terminado? Y ahora, si es tan amable de acompañarme, prepararemos todo para que pueda empezar su conferencia.

Me encogí (había olvidado durante unos minutos la tortura que me aguardaba), pero me levanté obediente. Géza se colocó respetuosamente detrás del profesor Sándor (¿quizás un poco demasiado respetuosamente?, me pregunté), y eso me concedió un momento para mirar a Helen. Abrí al máximo los ojos e hice un ademán en dirección a Hugh James, quien también se había puesto de pie como un caballero cuando Helen se acercó, y estaba esperando junto a la mesa sin decir nada. Ella frunció el ceño, confusa, y después el profesor Sándor, para mi gran alivio, dio una palmada a Géza en el hombro y se lo llevó.

Pensé leer cierta irritación en el joven húngaro, pero tal vez se me había contagiado la paranoia de Helen con respecto a él. En cualquier caso, nos brindó un instante de libertad.

—Hugh encontró un libro —susurré, y traicioné sin el menor remordimiento la confianza del inglés.

Helen me miró fijamente, sin comprender.

—¿Hugh?

Indiqué con la cabeza en dirección a nuestro acompañante y él nos miró. Después Helen se quedó boquiabierta. Hugh la miró.

—¿Ella también...?

—No —susurré—. Me está ayudando. Te presento a Helen Rossi, antropóloga.

Hugh le estrechó la mano con brusca cordialidad, sin dejar de mirarla, pero el profesor

Sándor había dado media vuelta y nos estaba esperando, y no podíamos hacer otra cosa que seguirle. Helen y Hugh se pusieron tan cerca de mí que parecíamos un rebaño de ovejas.

La sala de conferencias estaba empezando a llenarse y yo me senté en la primera fila, para luego sacar las notas de mi maletín con una mano que no tembló del todo. El profesor Sándor y su ayudante estaban manipulando otra vez el micrófono, y se me ocurrió que tal vez el público no podría oírme, en cuyo caso tenía poco de qué preocuparme. No obstante, el equipo estuvo arreglado enseguida, y el amable profesor empezó a presentarme, al tiempo que sacudía la cabeza con entusiasmo sobre sus notas. Resumió de nuevo mis notables credenciales, describió el prestigio de mi universidad en Estados Unidos y felicitó al congreso por el raro privilegio de poder escucharme, todo en inglés esta vez, supongo que en mi honor. Caí en la cuenta de repente de que no tenía intérprete que tradujera al alemán mis notas improvisadas mientras yo hablaba, y esta idea me insufló una inyección de confianza cuando me enfrenté a mi prueba de fuego.

—Buenas tardes, colegas, compañeros historiadores —empecé, y después, con la sensación de que había sido algo pomposo, bajé mis notas—. Gracias por concederme el honor de dirigirles la palabra hoy. Me gustaría hablar con ustedes sobre el período de la incursión otomana en Transilvania y Valaquia, dos principados que ustedes conocen bien, pues forman parte en la actualidad de Rumanía. —El mar de caras pensativas me miró fijamente, y me pregunté si detectaba cierta tensión en la sala. Transilvania, para los historiadores húngaros, así como para muchos otros húngaros, era material sensible—. Como ya saben, el imperio otomano retuvo territorios en toda la Europa oriental durante más de quinientos años, que administraba desde una base segura después de la conquista de la antigua Constantinopla en 1453. El imperio invadió con éxito una docena de países, pero jamás logró reducir por completo algunas zonas, muchas de ellas bolsas montañosas de los bosques de Europa del Este, cuya topografía y nativos desafiaron a la conquista. Una de estas zonas fue Transilvania.

Continué así, consultando a veces mis notas, y en otras citando de memoria, y de vez en cuando experimentaba una oleada de pánico «conferencial». Aún no me sabía muy bien el material, aunque las lecciones de Helen estaban grabadas a fuego en mi mente. Después de esta introducción, ofrecí una breve panorámica de las rutas comerciales otomanas en la región y describí a los diversos príncipes y nobles que habían intentado repeler la invasión otomana. Incluí a Vlad Drácula entre ellos, con la mayor naturalidad posible, pues Helen y yo habíamos llegado a la conclusión de que dejarle fuera de la conferencia podría despertar las sospechas de cualquier historiador consciente de su importancia como destructor de ejércitos otomanos. Pronunciar su nombre delante de una multitud de desconocidos debió de costarme más de lo que yo pensaba, porque cuando empecé a explicar el empalamiento de veinte mil soldados turcos, mi mano salió despedida de pronto y derribé el vaso de agua.

—¡Lo siento mucho! —exclamé, al tiempo que paseaba la mirada con expresión contrita por una masa de rostros compasivos, excepto dos. Helen estaba pálida y tensa y Géza József se hallaba inclinado un poco hacia delante, sin sonreír, como si estuviera de lo más interesado en mi metedura de pata. El estudiante de la camisa azul y el profesor Sándor acudieron a mi rescate con sus pañuelos, y al cabo de un segundo pude continuar, cosa que hice con la mayor dignidad que pude reunir. Señalé que, si bien los turcos habían aplastado al final a Drácula y a muchos de sus camaradas (pensaba que debía meter con calzador esta palabra en algún momento), levantamientos de este tipo habían persistido durante generaciones, hasta que una revolución local tras otra derrotó al imperio. Fue la naturaleza local de estas rebeliones, con la capacidad de difuminarse en su propio territorio después de cada ataque, lo que había minado a la larga la gran maquinaria otomana.

Mi intención había sido concluir de una manera más elocuente, pero por lo visto bastó para complacer al público, y se produjo una ovación cerrada. Ante mi sorpresa, había terminado.

No había pasado nada terrible. Helen se hundió en su asiento, visiblemente aliviada, y el profesor Sándor acudió sonriente a estrecharme la mano. Miré a mi alrededor y observé a Eva al fondo, que aplaudía con una gran sonrisa. Eché en falta algo en la sala, y al cabo de un momento me di cuenta de que la forma majestuosa de Géza se había desvanecido. No recordaba haberle visto salir, pero tal vez el final de mi conferencia había sido demasiado aburrido para él.

En cuanto terminé, todo el mundo se puso en pie y empezó a hablar en una babel de idiomas. Tres o cuatro historiadores húngaros se acercaron a estrechar mi mano y a felicitarme. El profesor Sándor estaba radiante.

—Es un gran placer para mí descubrir que en Estados Unidos se comprende tan bien nuestra historia transilvana.

Me pregunté qué habría pensado de haber sabido que todo el material de mi conferencia lo había aprendido gracias a una de sus colegas, sentado a la mesa de un restaurante de Estambul.

Eva se acercó y me dio la mano. No sabía muy bien si besarla o estrecharla, pero me decidí por lo último. Parecía aún más alta y majestuosa en mitad de esa reunión de hombres vestidos con trajes viejos y arrugados. Llevaba un vestido verde oscuro con pesados pendientes de oro, y el pelo, que se rizaba bajo un sombrerito verde, había cambiado de magenta a negro de la noche a la mañana.

Helen se acercó a hablar con ella, y observé que se comportaban con suma formalidad.

Costaba creer que la noche anterior se había lanzado a sus brazos. Helen me tradujo la felicitación de su tía.

—Muy buen trabajo, joven. A juzgar por las caras de todo el mundo, comprobé que había logrado no ofender a nadie, de modo que no debió decir gran cosa, pero usted se yergue en toda su estatura en el estrado y mira a la gente a los ojos. Eso le llevará lejos. —Tía Eva

suavizó estos comentarios con su deslumbrante sonrisa—. He de volver a casa para trabajar un poco, pero mañana por la noche cenaremos juntos. Podemos hacerlo en su hotel. —

Ignoraba que íbamos a cenar con ella otra vez, pero me alegró saberlo—. Lamento muchísimo no poder prepararle una buena cena casera, tal como me gustaría, pero si le digo que yo estoy en obras, como el resto de Budapest, sé que usted me comprenderá. No puedo permitir que un invitado vea mi comedor hecho un desastre. —Su sonrisa era fascinadora, pero conseguí extraer dos datos de este discurso: uno, que en esta ciudad de (suponía) diminutos apartamentos, ella tenía comedor; y dos, que estuviera hecho o no un desastre, era demasiado cauta para llevar a su casa a un visitante estadounidense—. He de hablar con mi sobrina. Helen podría venir a mi casa esta noche, si usted puede pasar sin ella.

Helen tradujo todo esto con culpable exactitud.

—Por supuesto ——contesté, y devolví la sonrisa a tía Eva—. Estoy seguro de que tienen que hablar de muchas cosas después de una separación tan larga. Por mi parte, ya tengo planes para cenar.

Mis ojos estaban escrutando la sala en busca de la chaqueta de tweed de Hugh James.

—Muy bien.

Me ofreció de nuevo la mano, y esta vez la besé como un auténtico húngaro, la primera vez que besaba la mano de una mujer, y tía Eva se fue.

A este descanso siguió una charla en francés sobre las revueltas campesinas en Francia a principios de la era moderna, y otras conferencias en alemán y húngaro. Las escuché sentado en la parte de atrás, al lado de Helen, disfrutando de mi anonimato. Cuando el investigador ruso sobre las repúblicas bálticas abandonó el estrado, Helen me aseguró en voz baja que ya habíamos hecho suficiente acto de presencia y que podíamos irnos.

—Aún queda una hora para que cierre la biblioteca. Escapémonos ahora.

—Un momento —dije—. Quiero confirmar mi cita para cenar.

Poco me costó localizar a Hugh James. Él también me estaba buscando. Acordamos encontrarnos en el vestíbulo del hotel de la universidad. Helen iba a tomar el autobús para ir a casa de su tía, y vi en su cara que estaría todo el rato preguntándose qué tenía que decirnos Hugh James.

Cuando llegamos, las paredes de la biblioteca universitaria eran de un ocre inmaculado, y me maravillé de nuevo de la rapidez con que la nación húngara se estaba reconstruyendo después de la catástrofe de la guerra. Hasta el Gobierno más tiránico no podía ser malo del todo si era capaz de recuperar tanta belleza para los ciudadanos en un plazo tan breve de tiempo. Este esfuerzo debía haber sido espoleado tanto por el nacionalismo húngaro, especulé, al recordar los comentarios evasivos de tía Eva, como por el fervor comunista.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Helen. Se había puesto los guantes y de su brazo colgaba con firmeza el bolso.

—Estoy pensando en tu tía.

—Si tanto te gusta mi tía, tal vez mi madre no sea de tu estilo —dijo con una carcajada provocadora—. Pero mañana lo sabremos. Ahora, vamos a buscar algo aquí.

—¿El qué? Deja de ser tan misteriosa.

Helen no me hizo caso y entramos juntos en la biblioteca franqueando pesadas puertas talladas.

—¿Renacimiento? —susurré a Helen, pero negó con la cabeza.

—Una imitación del siglo diecinueve. La colección original no vino a Pest hasta el siglo dieciocho. Estaba en Buda, como la universidad. Recuerdo que un bibliotecario me contó una vez que muchos de los libros más antiguos de esta colección fueron donados a la biblioteca por familias que huían de los invasores otomanos en el siglo dieciséis. Como ves, debemos algunas cosas a los turcos. ¿Quién sabe dónde estarían ahora todos estos libros?

Era estupendo volver a entrar en una biblioteca. El olor era como el de casa. Era un edificio neoclásico, todo en madera oscura tallada, balcones, galerías, frescos. Pero lo que atrajo mi atención fueron las hileras de libros, cientos de miles de ejemplares que tapizaban las salas del suelo al techo, sus encuadernaciones rojas, marrones y doradas formando pulcras filas, sus portadas color mármol y sus guardas suaves al tacto, las vértebras abultadas de sus lomos marrones como huesos viejos. Me pregunté dónde habrían estado escondidos durante la guerra, y cuánto habrían tardado en ordenarlos de nuevo en las estanterías reconstruidas.

Algunos estudiantes estaban todavía examinando volúmenes, sentados frente a largas mesas, y un joven estaba clasificando pilas de libros detrás de un gran escritorio. Helen se detuvo a hablar con él y el hombre asintió. Indicó con un gesto que le siguiéramos hacia una gran sala de lectura que yo había vislumbrado a través de una puerta abierta. Allí nos localizó un enorme infolio, lo dejó sobre una mesa y se fue. Helen se sentó y se quitó los guantes.

—Sí —dijo en voz baja—, creo que es esto lo que recordaba. Miré este volumen justo antes de irme de Budapest el año pasado, pero no pensé que poseyera un gran significado.

Lo abrió por la página del título y vi que estaba en un idioma desconocido para mí. Las palabras se me antojaron extrañamente familiares, pero no pude descifrar ni una.

—¿Qué es esto?

Apoyé el dedo en lo que me pareció el título. La página era de papel grueso de buena calidad, impreso con tinta marrón.

—Es rumano —me informó Helen.

—¿Sabes leerlo?

—Desde luego. —Apoyó la mano sobre la página, cerca de la mía. Observé que nuestras manos eran casi del mismo tamaño, aunque la de ella tenía huesos más finos y dedos estrechos y de extremos cuadrados—. Aquí —dijo—. ¿Has estudiado francés?

—Sí —admití, y empecé a descifrar el título—. Baladas de los Cárpatos, 1790.

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