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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (46 page)

BOOK: La Historiadora
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La elegante Pest se extendía a nuestro alrededor, y ahora, a plena luz del día, podía ver que su magnificencia estaba en construcción (reconstrucción, mejor dicho) allí donde todavía perduraban los efectos devastadores de la guerra. Muchas casas carecían de paredes o ventanas en sus pisos superiores, o de todos los pisos superiores, y si examinabas de cerca cada superficie, veías aún los agujeros de las balas. Ojalá hubiera tenido tiempo de pasear más y recorrer Pest a mis anchas, pero habíamos acordado que aquel día asistiríamos a todas las sesiones matutinas del congreso, para conferir mayor legitimidad a nuestra presencia.

—Por la tarde quiero hacer otra cosa —dijo Helen con aire pensativo—. Iremos a la biblioteca de la universidad antes de que cierre.

Cuando llegamos al gran edificio donde la noche anterior se había celebrado la recepción, se detuvo.

—Hazme un favor.

—Desde luego. ¿Cuál?

—No hables con Géza József de nuestros viajes, ni de que estamos buscando a alguien.

—No es muy probable que lo haga —repuse indignado.

—Sólo te estoy advirtiendo. Puede ser muy seductor. Levantó la mano enguantada en un gesto conciliador.

—De acuerdo. Sostuve la gran puerta barroca para que pasara y entramos. En una sala de conferencias del segundo piso, muchas de las personas a las que había visto la noche anterior ya estaban sentadas en filas de sillas y hablaban con animación o revisaban papeles.

—Dios mío —murmuró Helen—. El Departamento de Antropología también ha venido.

Un momento después se había zambullido en saludos y conversaciones. La vi sonreír, lo más probable a viejos amigos, colegas de años de trabajar en su especialidad, y una oleada de soledad me invadió. Daba la impresión de que me estaba señalando, intentaba presentarme desde lejos, pero el torrente de voces y su húngaro ininteligible erigían una barrera casi palpable entre nosotros.

Justo en aquel momento sentí que alguien me palmeaba el brazo, y el formidable Géza apareció ante mí. Su apretón de manos y su sonrisa eran cordiales.

—¿Le ha gustado nuestra ciudad? —preguntó—. ¿Todo está a su gusto?

—Todo —contesté con idéntica cordialidad. Tenía la advertencia de Helen grabada en mi mente, pero era difícil que aquel hombre no te cayera bien.

—Ah, estoy muy contento —dijo—. ¿Va a pronunciar su conferencia esta tarde? Tosí.

—Sí —dije—. Sí, exacto. ¿Y usted? ¿Va a dar una conferencia hoy?

—Oh, no, no —dijo—. En realidad, estoy investigando un tema de gran interés para mí, pero aún no estoy preparado para disertar sobre él.

—¿Cuál es el tema?

No pude reprimir la pregunta, pero en aquel momento, el profesor Sándor, con su imponente copete blanco, abrió la sesión desde el estrado. La multitud se acomodó en los asientos como pájaros sobre cables telefónicos y enmudeció. Yo me senté al fondo junto a Helen y consulté mi reloj. Eran sólo las nueve y media, de modo que podía relajarme un rato. Géza József se había sentado en la primera fila. Podía ver la nuca de su hermosa cabeza. Miré a mí alrededor y también vi caras conocidas de la fiesta de la noche anterior.

Era una multitud interesada, algo zarrapastrosa, y todo el mundo miraba al profesor Sándor.

—Guten Morgen —tronó, y el micrófono chirrió hasta que un estudiante vestido con camisa azul y corbata negra subió a arreglarlo—. Buenos días, honorables visitantes. Guten Morgen, bonjour, bienvenidos a la Universidad de Budapest. Estamos orgullosos de presentarles la primera convención europea de historiadores de... —El micrófono se puso a chirriar de nuevo y nos perdimos varias frases. Por lo visto, al profesor Sándor se le había agotado el inglés, al menos de momento, y continuó durante unos minutos en una mezcla de húngaro, francés y alemán. Del alemán y el francés deduje que se serviría la comida a las doce y después, ante mi horror, que yo sería el orador principal, el momento culminante del congreso, la atracción fundamental de las jornadas, que yo era un distinguido estudioso estadounidense, un especialista no sólo en la historia de los Países Bajos, sino también en la economía del imperio otomano y los movimientos obreros de Estados Unidos (¿se habría inventado eso tía Eva?), que mi libro sobre los gremios mercantiles holandeses en la era de Rembrandt aparecería al año siguiente, y que tenían la inmensa fortuna de haber podido incorporarme al programa a última hora.

Esto era peor que mis sueños más pesimistas, y juré que Helen me las pagaría si había intervenido en ello. Muchos estudiosos del público se estaban volviendo para mirarme, sonreían, cabeceaban, incluso me señalaban a otros. Helen estaba sentada seria y majestuosa a mi lado, pero algo en la curva del hombro de su chaqueta negra sugería (sólo a mí, esperé) el deseo casi perfectamente oculto de reír. Intenté componer también una actitud digna, y recordar que esto, incluso todo esto, era por Rossi.

Cuando el profesor Sándor dejó de tronar, un hombrecillo calvo pronunció una conferencia que, al parecer, versaba sobre la Liga Hanseática. Le siguió una mujer de pelo cano vestida de azul, cuyo tema concernía a la historia de Budapest, aunque no entendí ni una palabra.

El último orador antes de la comida era un joven estudioso de la Universidad de Londres (parecía de mi edad), y para mi gran alivio habló en inglés, mientras un estudiante de filología húngara leía una traducción de su conferencia al alemán. Era extraño, pensé, oír todo esto en alemán, tan sólo una década después de que los alemanes hubieran destruido casi por completo Budapest, pero me recordé que había sido la lingua franca del imperio austrohúngaro. El profesor Sándor presentó al inglés como Hugh James, profesor de historia de la Europa oriental.

El profesor James era un hombre corpulento vestido con traje de tweed marrón y corbata color aceituna. Con dicho atuendo parecía tan inenarrable, tan característicamente inglés, que tuve que reprimir una carcajada. Sus ojos centellearon y nos dedicó una agradable sonrisa.

—Nunca había esperado encontrarme en Budapest —dijo, y miró alrededor de él—, pero es muy gratificante estar aquí, en esta gran ciudad de la Europa Central, una puerta entre Oriente y Occidente. Debería pedirles unos minutos de su tiempo para reflexionar sobre la cuestión de qué herencia dejó el imperio otomano en Europa Central cuando se retiró, después de su fallido asedio a Viena, en 1685.

Hizo una pausa y sonrió al estudiante de filología, quien nos leyó la primera frase en alemán. Procedieron de esta manera, alternando idiomas, pero el profesor James debía improvisar más que otra cosa, porque mientras hablaba, el estudiante le dirigía de vez en cuando miradas de perplejidad.

—Todos hemos oído hablar, sin duda, de la historia de la invención del cruasán, el tributo de un pastelero parisino a la victoria de Viena sobre los otomanos. El cruasán representaba, por supuesto, la medía luna de las banderas otomanas, un símbolo que Occidente devora con el café hasta hoy mismo. —Miró en torno a él, radiante, y entonces pareció caer en la cuenta, al igual que yo, de que la mayoría de aquellos ansiosos estudiosos húngaros nunca habían estado en París o Viena—. Sí, bien, el legado otomano puede sintetizarse en una sola palabra, creo: estética.

Continuó describiendo la arquitectura de media docena de ciudades de la Europa Central y del Este, juegos y modas, especias y diseños de interiores. Yo escuchaba con una fascinación que sólo era en parte el alivio de poder comprender por completo sus palabras.

Muchas cosas que había visto en Estambul acudieron a mi mente cuando Hugh James habló de los baños turcos de Budapest, así como de los edificios protootomanos y austrohúngaros de Sarajevo. Cuando describió el palacio de Topkapi, me descubrí asintiendo con entusiasmo, hasta que comprendí que debía ser más discreto.

Aplausos tumultuosos siguieron a la conferencia, y después el profesor Sándor nos invitó a dirigirnos al comedor para almorzar. En la confusión que se produjo cuando los estudiosos atacaron la comida, conseguí localizar al profesor James justo cuando se sentaba a una mesa.

—¿Puedo acompañarle?

Se puso en pie de un brinco, sonriente.

—Desde luego, desde luego. Mucho gusto. —Me presenté y nos estrechamos las manos.

Cuando me senté frente a él nos miramos con cordial curiosidad—. Así que usted es el orador estrella, ¿eh? Tengo muchas ganas de escucharle.

De cerca, parecía unos diez años mayor que yo, y tenía unos ojos extraordinarios de color castaño claro, acuosos y un poco saltones, como los de un basset. Yo ya había reconocido su acento como del norte de Inglaterra.

—Gracias —dije, mientras procuraba no encogerme de manera muy visible—. Yo he disfrutado cada minuto de su disertación. Ha cubierto un espectro muy notable. Me pregunto si conoce a mi, hum, al director de mi tesis, Bartholomew Rossi. También es inglés.

—¡Claro que sí! —Hugh James desdobló su servilleta con entusiasmo—. El profesor Rossi es uno de mis escritores favoritos. He leído casi todos sus libros. ¿Trabaja con él? Qué suerte.

Había perdido la pista de Helen, pero en aquel momento la vi en el bufet con Géza József a su lado. El hombre le estaba hablando con vehemencia al oído, y al cabo de unos instantes ella le permitió seguirla hasta una pequeña mesa situada al otro lado del salón. La veía lo bastante bien como para distinguir la expresión avinagrada de su rostro, pero eso no me consoló. Géza estaba inclinado hacia ella, con los ojos clavados en su cara, en tanto Helen miraba la comida, y casi me sentí enloquecer por el deseo de saber qué le estaba diciendo el hombre.

—Creo —Hugh James aún seguía hablando de las obras de Rossi— que sus estudios sobre el teatro griego son maravillosos. Ese hombre puede escribir sobre cualquier cosa.

—Sí —dije con aire ausente—. Está trabajando en una obra titulada El fantasma en el ánfora, sobre la utilería usada en las tragedias griegas.

Me callé, cuando comprendí que podía estar traicionando los secretos de Rossi. Sin embargo, aunque no me hubiera callado, la expresión del profesor James me habría enmudecido.

—¿Cómo? —dijo estupefacto. Dejó los cubiertos sobre la mesa—. ¿Ha dicho El fantasma en el ánfora?

—Sí. —Hasta me había olvidado de Helen y Géza—. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Pero eso es asombroso! Creo que debo escribir al profesor Rossi ahora mismo. Hace poco he estado estudiando un documento interesantísimo de la Hungría del siglo quince.

Por eso he venido a Budapest. He estado investigando ese período de la historia de Hungría, y después me sumé al congreso gracias al amable permiso del profesor Sándor. En cualquier caso, este documento fue escrito por uno de los eruditos del rey Matías Corvino, y habla del fantasma en el ánfora.

Recordé que Helen había hablado del rey Matías Corvino la noche anterior. ¿No había sido el fundador de la gran biblioteca del castillo de Buda? Tía Eva también se había referido a él.

—Explíquese, por favor —le animé.

—Bien, yo... Parece un poco tonto, pero durante varios años he estado muy interesado en las leyendas populares de la Europa Central. Empezó un poco como una broma, hace muchos años, pero estoy absolutamente fascinado por la leyenda del vampiro.

Le miré sin pestañear. Parecía tan normal como antes, con su rostro rubicundo y jovial y su chaqueta de tweed, pero yo pensé que estaba soñando.

—Sé que suena infantil, el conde Drácula y todo eso, pero se trata de un tema muy interesante cuando empiezas a indagar un poco. Drácula fue un personaje real, aunque no un vampiro, claro está, y me interesa averiguar si su historia está relacionada con las leyendas populares del vampiro. Hace algunos años empecé a buscar material escrito sobre el tema, para saber si era factible encontrar alguno, porque el vampiro existió sobre todo en la leyenda oral de los pueblos de la Europa Central y del Este.

Se reclinó en la silla y tamborileó con los dedos sobre el borde de la mesa.

—Bien, ocurre que, trabajando en la biblioteca universitaria de aquí, encontré este documento que, al parecer, encargó Corvino. Quería que alguien reuniera todos los conocimientos sobre vampiros de tiempos pretéritos. Fuera quien fuera el estudioso que recibió el encargo, era un erudito en lenguas clásicas, pues en lugar de patearse pueblos, como habría hecho cualquier buen antropólogo, empezó a examinar textos griegos y latinos (Corvino tenía un montón) con el fin de encontrar referencias a los vampiros, y descubrió esta idea griega, que no he visto en ningún otro sitio, al menos hasta que usted la mencionó hace un momento, del fantasma en el ánfora. En la antigua Grecia, y en las tragedias griegas, el ánfora contenía en ocasiones cenizas humanas y la gente ignorante de Grecia creía que, si el ánfora no se enterraba como era debido, podía crear un vampiro, aunque aún no estoy muy seguro de cómo. Tal vez el profesor Rossi sepa algo de esto si está escribiendo sobre el fantasma en el ánfora. Una coincidencia notable, ¿verdad? De hecho, todavía existen vampiros en la Grecia moderna, según la tradición. —Lo sé —dije—. Los vrykolakas.

Esta vez fue Hugh James quien me miró fijamente. Sus protuberantes ojos color avellana se agigantaron.

—¿Cómo lo sabe? —susurró—. Quiero decir... Le ruego que me disculpe. Me sorprende encontrar a alguien más que...

—¿Se interesa por los vampiros? —dije con sequedad—. Sí, eso también me sorprendía a mí, pero últimamente me estoy acostumbrando. ¿Cómo llegó a interesarse por los vampiros, profesor James?

—Hugh —dijo poco a poco—. Llámame Hugh, por favor. Yo... —Me miró fijamente un segundo, y por primera vez vi bajo su risueña fachada exterior una intensidad que brillaba como una llama—. Es muy extraño y no suelo hablar a la gente de esto, pero...

Ya no podía aguantar más demoras.

—¿Encontraste por casualidad un libro antiguo con un dragón en el centro? —dije.

Me miró con ojos desorbitados y el color se retiró de su saludable rostro.

—Sí —contestó—. Encontré un libro. —Sus manos aferraron el borde de la mesa—. ¿Quién eres?

—Yo también encontré uno.

Nos miramos durante unos largos segundos, y tal vez habríamos seguido así más rato de no ser porque nos interrumpieron. La voz de. Géza József sonó en mi oído antes de que reparara en su presencia. Se había parado detrás de mí y estaba inclinado sobre nuestra mesa con una sonrisa afable. Helen se acercó corriendo, con expresión extraña, casi culpable, pensé.

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