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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (30 page)

BOOK: La Historiadora
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Fue un espléndido tirano. Coleccionaba muchas cosas interesantes, además de mis documentos favoritos. Ahora he de volver a casa con mi esposa, pues debe de estar preocupada por mi tardanza. —Sonrió, como si ello le pareciera agradable—. Sin duda deseará que vengan a cenar con nosotros mañana, al igual que yo. —Medité sobre sus palabras un momento. Las esposas turcas debían ser todavía tan sumisas como en los harenes legendarios. ¿O quería decir que su mujer era tan hospitalaria como él? Imaginé que Helen resoplaría, pero guardó silencio y nos miró a los dos—. Bien, amigos míos — Turgut se levantó. Tuve la impresión de que sacaba dinero como por arte de magia y lo deslizaba bajo su plato. Después, brindó por nosotros una última vez y vació los restos de su té—. Adieu, hasta mañana.

—¿Dónde nos encontraremos? —pregunté.

—Oh, vendré aquí a buscarlos. ¿Les parece bien a las diez de la mañana? Estupendo. Les deseo una feliz velada.

Hizo una inclinación de cabeza y se fue. Al cabo de un momento me di cuenta de que había dejado casi intacta su cena, había pagado nuestra cuenta al mismo tiempo que la suya y nos había dejado el talismán contra el mal de ojo, que brillaba en el centro del mantel blanco.

Aquella noche dormí como un tronco, después del agotamiento del viaje y la visita a la ciudad. Cuando los sonidos urbanos me despertaron, ya eran las seis y media. Mi pequeña habitación apenas estaba iluminada. En el primer momento de conciencia paseé la vista por el dormitorio y vi las paredes encaladas, los muebles sencillos, de diseño extranjero, y el brillo del espejo que había sobre el lavabo, y experimenté una extraña confusión. Pensé en la estancia de Rossi en Estambul, su alojamiento en otro hotelito (¿dónde?), de la cual habían robado sus bocetos de los valiosos mapas, y me pareció recordar todo eso como si yo hubiera estado allí, o como si reviviera la escena en ese momento. Al cabo de un instante caí en la cuenta de que la habitación seguía tal como la había dejado. Mi maleta estaba sobre la cómoda y —lo más importante de todo— mi maletín, con su valioso contenido, continuaba en el mismo sitio, al lado de la cama, y podía tocarlo con sólo estirar la mano. Incluso durmiendo había sido consciente de aquel libro antiguo y silencioso que descansaba en su interior.

Oí a Helen en el cuarto de baño del pasillo. Había abierto el agua y se movía de un lado a otro. Al cabo de un momento, caí en la cuenta de que esto podía considerarse espionaje y me sentí avergonzado. Para aplacar esa sensación, me levanté y me lavé la cara y los brazos en el lavabo de la habitación. En el espejo, mi cara (soy incapaz de comunicarte, hija mía, lo joven que parecía entonces, incluso a mis ojos) se veía como de costumbre. Mis ojos estaban bastante cansados después de tanto viajar, pero vivaces. Me unté el pelo con la brillantina típica de la época, lo peiné hacia atrás y me vestí con mis pantalones y chaqueta arrugados, además de una camisa y corbata limpias, aunque también arrugadas. Mientras alisaba la corbata en el espejo, oí que enmudecían los ruidos del cuarto de baño, y al cabo de unos momentos saqué mis útiles de afeitar y me obligué a llamar con vigor a la puerta.

Como no hubo respuesta, entré. El perfume de Helen, una colonia de olor barato y fuerte, tal vez la que había traído de su casa, perduraba en el diminuto cuarto. Casi había llegado a gustarme.

El desayuno del restaurante consistió en un café fuerte, muy fuerte, servido en una cafetera de cobre de asa larga, acompañado de pan, queso salado y aceitunas, junto con un diario que éramos incapaces de leer. Helen comió y bebió en silencio, mientras yo meditaba y percibía el olor a humo de cigarrillo que nos llegaba desde el rincón del camarero. El local estaba vacío esa mañana, aparte del sol que entraba por las ventanas arqueadas, pero el estruendo del tráfico matutino lo llenaba de sonidos agradables, además de los vislumbres de la gente que pasaba, vestida para ir a trabajar o cargada con cestas de productos del mercado. Habíamos buscado instintivamente una mesa que estuviera lo más alejada posible de las ventanas.

—El profesor aún tardará dos horas en llegar —observó Helen al tiempo que añadía más azúcar al café y lo revolvía vigorosamente—. ¿Qué vamos a hacer?

—Estaba pensando en volver a Santa Sofía —dije—. Quiero verla otra vez.

—¿Por qué no? —murmuró ella—. No me importa hacer de turista mientras estemos aquí.

Parecía descansada, y reparé en que se había puesto una blusa azul claro con el traje negro, el primer color que la veía llevar, una excepción a su indumentaria blanca y negra habitual.

Como siempre, se había envuelto con su pequeño pañuelo el punto del cuello donde la había mordido el bibliotecario. Su expresión era irónica y cautelosa, pero yo albergaba la sensación (sin poseer ninguna prueba) de que se estaba acostumbrando a mi presencia al otro lado de la mesa, casi hasta el punto de que su ferocidad se había relajado un poco.

Las calles estaban atestadas de gente y coches cuando salimos, y atravesamos entre ellos el corazón de la ciudad vieja, hasta entrar en uno de los bazares. Todos los pasillos estaban llenos de clientes, ancianas vestidas de negro que examinaban arco iris de hermosas telas, mujeres jóvenes ataviadas con brillantes colores, la cabeza cubierta, que regateaban cuando compraban frutas que yo no había visto nunca o examinaban bandejas llenas de joyas de oro, ancianos con gorros de punto sobre el pelo blanco o la calva, que leían periódicos o se inclinaban para examinar una selección de pipas talladas en madera. Algunos llevaban en la mano sartas de cuentas para orar. Dondequiera que mirase veía rostros oliváceos, armoniosos, astutos y de facciones pronunciadas, manos gesticulantes, dedos perentorios, sonrisas amplias que a veces dejaban al descubierto destellos de dientes dorados. A nuestro alrededor se oía el clamor de voces enfáticas, seguras al regatear, y en ocasiones alguna carcajada.

Helen exhibía su sonrisa perpleja y miraba a esos desconocidos como si le gustaran, pero también como si creyera comprenderlos a la perfección. Para mí, la escena era deliciosa, pero yo también experimentaba cierta cautela, una sensación que, según mis cálculos, no tenía más de una semana de antigüedad, sensación que me embargaba en todos los lugares públicos. Una sensación de escudriñar la multitud, de mirar por encima del hombro, de examinar las caras en busca de buenas o malas intenciones... y también, quizá, de ser vigilado. Era una sensación desagradable, una nota áspera en la armonía de todas aquellas animadas conversaciones que se mantenían a nuestro alrededor, y me pregunté, no por primera vez, si se debía en parte a que se me hubiera contagiado la actitud escéptica de Helen en relación con la raza humana. También me pregunté si dicha actitud formaba parte de su idiosincrasia o sólo era el resultado de vivir en un Estado policial.

Fueran cuales fueran sus raíces, consideraba mi paranoia una afrenta a mi yo anterior. Una semana antes era un estudiante de postgrado norteamericano normal, satisfecho en mi insatisfacción con el trabajo y, en el fondo, disfrutando con la sensación de prosperidad y elevada tesitura moral de mi cultura, aunque fingiera poner en cuestión tanto esa cultura como todo lo demás. Ahora la Guerra Fría había cobrado realidad para mí, en la persona de Helen y en su postura desilusionada, y una guerra fría aún más antigua se insinuaba en mis venas. Pensé en Rossi, que había recorrido aquellas calles en el verano de 1930, antes de que su aventura en el archivo le expulsara precipitadamente de Estambul, y él también era real para mí, no sólo el Rossi que yo conocía, sino el Rossi joven de sus cartas.

Helen dio unos golpecitos sobre mi hombro mientras andábamos y movió la cabeza en dirección a un par de ancianos que estaban sentados a una pequeña mesa de madera, encajada cerca de un puesto ambulante.

—Mira: ahí tienes tu teoría del ocio personificada —dijo—. Son las nueve de la mañana y ya están jugando al ajedrez. Es raro que no jueguen a la tabla. Es el juego favorito en esta parte del mundo. Pero yo creo que eso es ajedrez. —Los dos hombres estaban disponiendo sus piezas en un tablero de madera que parecía muy usado. Negras contra marfil, caballeros y torres protegían a sus vasallos, los peones plantaban cara en formación de combate. La misma disposición guerrera en todo el mundo, reflexioné, y me detuve a mirar—. ¿Sabes jugar al ajedrez? —preguntó Helen.

—Por supuesto —repliqué algo indignado—. Jugaba con mi padre.

—Ah. —El sonido fue amargo, y recordé demasiado tarde que ella no había gozado de lecciones semejantes en su infancia, y que jugaba su versión particular del ajedrez con su padre, con la imagen paterna, en cualquier caso. No obstante, parecía absorta en una reflexión de tipo histórico—. No es occidental, ¿sabes? Es un juego procedente de India.

Jaque mate, en persa, se dice: shahmat. Shah significa rey. Una batalla de reyes.

Vi que los dos hombres empezaban a jugar, y sus dedos deformes elegían los primeros guerreros. Intercambiaron bromas. Debían ser viejos amigos. Podría haberme quedado todo el día mirando, pero Helen se alejó y yo la seguí. Cuando pasamos a su lado, los hombres parecieron reparar en nosotros por primera vez y nos miraron con aire intrigado un momento. Debíamos parecer extranjeros, comprendí, si bien la cara de Helen se mezclaba de maravilla con los semblantes que nos rodeaban. Me pregunté cuánto se prolongaría su partida (tal vez toda la mañana) y cuál de los dos ganaría esa vez.

Estaban abriendo el puesto cerca del cual se habían sentado. En realidad, era una especie de cobertizo, alojado bajo una higuera venerable que se alzaba en el límite del bazar. Un joven de camisa blanca y pantalones oscuros estaba tirando con vigor de las puertas y cortinas del puesto, disponiendo mesas fuera y desplegando su mercancía: libros. Pilas de libros sobre los mostradores de madera, cajas de madera rebosantes en el suelo, estantes atestados en el interior.

Me acerqué ansioso y el joven propietario movió su cabeza a modo de saludo y sonrió, como si reconociera a un bibliófilo fuera cual fuera su nacionalidad. Helen me siguió con más parsimonia y nos dedicamos a hojear volúmenes en tal vez una docena de idiomas.

Muchos estaban escritos en árabe y en turco moderno. Algunos estaban en alfabeto cirílico o en griego, otros en inglés, francés, alemán, italiano. Encontré un tomo en hebreo y todo un estante repleto de clásicos en latín. La impresión y encuadernación de la mayoría eran de escasa calidad, y sus cubiertas de tela ya estaban gastadas de tanto manosearlas. Había libros de bolsillo nuevos con tapas espeluznantes y unos cuantos parecían muy viejos, en especial los que estaban en árabe.

—A los bizantinos también les gustaban los libros —murmuró Helen, mientras pasaba las páginas de lo que parecía una colección en dos volúmenes de poesía alemana—. Tal vez compraban libros en este mismo lugar.

El joven había terminado los preparativos y se acercó a saludarnos.

—¿Hablan alemán? ¿Inglés?

—Inglés —me apresuré a decir, puesto que Helen no contestó.

—Tengo libros en inglés —me dijo con una plácida sonrisa—. Ningún problema. —Su rostro era delgado y expresivo, con grandes ojos verdes y nariz larga—. También periódicos de Londres, de Nueva York. —Le di las gracias y pregunté si tenía libros antiguos—. Sí, muy antiguos.

Me entregó una edición del siglo XIX de Mucho ruido y pocas nueces, de aspecto barato, encuadernada en tela raída. Me pregunté de qué librería habría salido y cómo había viajado (desde la burguesa Manchester, digamos) hasta esa encrucijada del viejo mundo. Pasé las páginas por educación y se lo devolví.

—¿No es lo bastante antiguo? —preguntó sonriente el joven.

Helen había estado mirando por encima de mí hombro, y consultó su reloj sin el menor disimulo. Ni siquiera habíamos llegado a Santa Sofía.

—Sí, hemos de irnos —dije.

El joven librero nos hizo una reverencia, sin soltar el volumen. Le miré un segundo, casi como si le hubiera reconocido, pero ya había dado media vuelta y estaba atendiendo a un nuevo cliente, un anciano que habría podido acompañar a los jugadores de ajedrez. Helen me dio un codazo, nos alejamos del puesto y recorrimos el perímetro del bazar, de vuelta hacia nuestra pensión.

El pequeño restaurante estaba desierto cuando entramos, pero Turgut apareció en el umbral al cabo de pocos minutos, nos saludó inclinando la cabeza y sonrió. Nos preguntó cómo habíamos dormido. Esa mañana vestía un traje de lana color aceituna, pese al calor, y parecía contener su entusiasmo. Sus zapatos relucían, y se apresuró a sacarnos del restaurante. Observé una vez más que era una persona muy enérgica y me sentí aliviado de contar con un guía semejante. Yo también empezaba a entusiasmarme. Los papeles de Rossi iban seguros en mi maletín y tal vez las horas siguientes me acercarían un poco más a su paradero. Pronto, al menos, podría comparar las copias de sus documentos con los originales que Rossi había examinado tantos años antes.

Mientras seguíamos a Turgut por las calles, nos explicó que el archivo del sultán Mehmet no se hallaba en el edificio principal de la Biblioteca Nacional, aunque todavía seguía bajo la protección del Estado. Se encontraba ahora en una biblioteca anexa a lo que había sido una madraza, una escuela coránica tradicional. Ataturk había cerrado estas escuelas cuando secularizó el país, y ésta albergaba los libros raros y antiguos de la Biblioteca Nacional sobre la historia del imperio.

Encontraríamos la colección del sultán Mehmet entre otras sobre los siglos de la expansión otomana.

El edificio anexo a la biblioteca era bellísimo. Entramos desde la calle a través de puertas de madera tachonadas de clavos de latón. Las ventanas estaban cubiertas de una tracería de mármol. La luz del sol se filtraba a través de ellas dibujando delicadas formas geométricas, que decoraban el suelo de la entrada con estrellas y octágonos caídos. Turgut nos enseñó dónde debíamos firmar el registro, en un mostrador de la entrada (observé que Helen garrapateaba algo ilegible), y él mismo firmó con una rúbrica espectacular.

Después entramos en la sala de la colección, un espacio amplio y silencioso bajo una cúpula adornada con mosaicos verdes y blancos. Había mesas bruñidas que abarcaban toda la longitud de la sala, y ya había tres o cuatro investigadores sentados a ellas. Las paredes no sólo estaban revestidas de libros, sino también de cajones y cajas de madera, y delicadas lámparas eléctricas de latón colgaban del techo. El bibliotecario, un hombre delgado de unos cincuenta años, de cuya muñeca colgaba una ristra de cuentas de orar, dejó su trabajo y se acercó para estrechar las manos de Turgut entre las suyas. Hablaron un momento (cuando Turgut habló reconocí el nombre de nuestra universidad) y después el bibliotecario nos habló en turco, al tiempo que hacía reverencias y sonreía.

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