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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (13 page)

BOOK: La Historiadora
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Comenté este aire de celebración pobretona y mi padre rió.

—Tienes buen ojo para la atmósfera —dijo—. Venecia es famosa por su teatralidad, y no le importa arruinarse un poco con tal de que el mundo venga a adorarla. —Indicó con un ademán circular el café al aire libre (nuestro local favorito después del Florián), los turistas sudorosos, sus sombreros y camisas color pastel, que aleteaban con la brisa procedente del agua—. Espera a la noche y no te llevarás ninguna decepción. Un escenario necesita una luz más suave que ésta. La transformación te sorprenderá.

De momento, mientras sorbía mi naranjada, estaba demasiado cómoda para moverme, de todos modos. Esperar una agradable sorpresa era justo lo que anhelaba. Era la última ola de calor del verano antes de que llegara el otoño. Con el otoño vendría más colegio, y con suerte, un poco de estudio viajero con mi padre, mientras él trazaba un mapa de negociaciones, compromisos y amargos regateos. Este otoño volvería a ir a la Europa del Este, y yo ya estaba conspirando para que me llevara con él.

Mi padre vació su cerveza y pasó las páginas de una guía.

—Sí. —Dio un pequeño bote de repente—. Aquí está San Marcos. Venecia fue rival del mundo bizantino durante siglos, y también un gran poder marítimo. De hecho, Venecia robó a Bizancio algunas cosas notables, incluyendo esos animales de carrusel que ves allí.

—Miré desde debajo de nuestro toldo hacia San Marcos, donde los caballos cobrizos parecían arrastrar el peso de las cúpulas de plomo tras ellos. Toda la basílica parecía fundida bajo esta luz, brillante y ardiente, un infierno de tesoros—. En cualquier caso — continuó mi padre—, San Marcos fue diseñada en parte como una imitación de Santa Sofía de Estambul.

—¿Estambul? —pregunté con astucia, mientras buscaba el hielo de la bebida—. ¿Te refieres a que se parece a Santa Sofía?

—Bien, es evidente que Santa Sofía fue conquistada por el imperio otomano, por eso están esos minaretes que vigilan el exterior, y dentro los enormes escudos con textos sagrados musulmanes. Allí se ve con claridad la colisión entre Oriente y Occidente. Pero encima están las grandes cúpulas, claramente cristianas y bizantinas, como las de San Marcos.

—¿Y se parecen a éstas?

Señalé al otro lado de la plaza.

—Sí, se parecen mucho a éstas, pero son más grandiosas. La escala del lugar es abrumadora. Te deja sin aliento.

—Oh —dije—. ¿Puedo tomar otro refresco, por favor?

Mi padre me miró de repente, pero era demasiado tarde. Ahora sabía que él había estado en Estambul.

12

16 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desafortunado sucesor:

En este punto, mi historia casi me ha atrapado, o yo a ella, y debo narrar acontecimientos que transportarán mi relato hasta el presente.

Como ya he referido, al final volví a coger mi extraño libro, como un hombre espoleado por una adicción. Me había dicho antes que mi vida había recobrado la normalidad, que mi experiencia en Estambul había sido extraña pero sin duda explicable, y había adquirido exageradas proporciones en mi cerebro agotado por el viaje. De modo que volví a coger literalmente el libro, y pienso que debería contarte ese momento en los términos más literales.

Era una noche lluviosa de octubre, hace tan sólo dos meses. Había empezado el trimestre, y yo estaba sentado en la agradable soledad de mi habitación, una hora después de cenar.

Estaba esperando a mi amigo Hedges, un rector sólo diez años mayor que yo, al que apreciaba mucho. Era una persona torpe y bondadosa, cuyos encogimientos de hombros a modo de disculpa y tímida sonrisa disfrazaban un ingenio tan agudo, que a menudo me sentía agradecido por el hecho de que lo consagrara a la literatura del siglo XVIII y no a sus colegas. A excepción de su timidez, podría haberse encontrado como en casa entre Addison, Swift y Pope, reunidos en alguna cafetería londinense. Tenía muy pocos amigos, nunca había mirado directamente a una mujer que no fuera pariente suya, y sus sueños no traspasaban los límites de la campiña de Oxford, por donde le gustaba pasear, y apoyarse en una valla de vez en cuando para ver rumiar a las vacas. Su bondad era visible en la forma de su gran cabeza, en sus manos morcilludas y mansos ojos castaños, de modo que también él parecía bovino, o similar a un tejón, hasta que su inteligente sarcasmo hendía el aire. Me gustaba oírle hablar de su trabajo, que comentaba de una manera modesta pero entusiasta, y nunca dejaba de interesarse por mis investigaciones. Se llamaba... Bien, podrías localizarlo en cualquier biblioteca, tan sólo husmeando un poco, porque resucitó para el lector llano varios genios de la literatura inglesa. Pero yo le llamaré Hedges, un seudónimo de mi invención, con el fin de concederle en esta narración la privacidad y el decoro que definieron su vida.

Aquella noche en particular, Hedges iba a dejarse caer por mis aposentos con los borradores de los dos artículos que yo había pergeñado gracias a mi trabajo en Creta. Los había leído y corregido, a petición mía. Si bien no podía comentar la precisión o imprecisión de mis descripciones del comercio en el Mediterráneo antiguo, escribía como un ángel, el tipo de ángel cuya precisión le habría permitido bailar sobre la cabeza de un alfiler, y me sugería con frecuencia correcciones de estilo. Yo anticipaba media hora de críticas cordiales, después jerez y ese gratificante momento en que un amigo de verdad estira las piernas al lado de tu chimenea y pregunta cómo te ha ido. No iba a contarle la verdad sobre el estado lamentable de mis nervios, por supuesto, pero podríamos conversar de todo lo demás.

Mientras esperaba, aticé el fuego, añadí otro leño, preparé dos vasos e inspeccioné mi escritorio. Mi estudio también hacía las veces de sala de estar, y yo procuraba que estuviera tan ordenado y confortable como la solidez de los muebles del siglo XIX exigía. Había trabajado mucho aquella tarde, cenado de una bandeja que me habían subido a las seis, y después me dediqué a guardar mis últimos papeles. Había oscurecido temprano, y con el ocaso llegó una lluvia lóbrega y oblicua. Se me antoja el tipo de noche de otoño más atractivo, nada deprimente, de modo que sólo experimenté un leve escalofrío premonitorio cuando mi mano, que estaba buscando alguna lectura para ocupar diez minutos, cayó por casualidad sobre el antiguo volumen que había estado evitando. Lo había dejado encajado entre volúmenes menos inquietantes en un estante situado encima de mi escritorio. Palpé con furtivo placer la antigua cubierta, suave como el raso, que se amoldaba de nuevo a mi mano, y abrí el libro.

Al punto fui consciente de algo muy extraño. Se alzaba de sus páginas un olor que no era sólo el delicado perfume del papel envejecido y el pergamino agrietado. Se trataba de un hedor a putrefacción, un olor terrible y repugnante, a carne envejecida o corrupta. Nunca lo había percibido antes, y me incliné más, oliendo, incrédulo, y después cerré el libro. Volví a abrirlo al cabo de un momento, y nuevos hedores nauseabundos surgieron de sus páginas. El pequeño volumen parecía vivo en mis manos, aunque olía a muerte.

El inquietante hedor trajo a mi memoria el miedo nervioso de mi viaje de vuelta al continente, y sólo pude aplacar mis sensaciones con un gran esfuerzo. Los libros antiguos se pudrían, eso era cierto, y yo había viajado con éste bajo lluvia y tormentas. Esa debía ser la explicación del olor. Tal vez lo llevaría de nuevo a la sala de Libros Raros y pediría consejo sobre cómo podía limpiarlo, fumigarlo, lo que fuera preciso.

De no haber estado evitando con estudiada estrategia mi reacción a esta desagradable presencia, habría guardado de nuevo el libro. Pero, por primera vez en muchas semanas, me obligué a localizar aquella extraordinaria imagen central, el dragón alado rugiendo sobre su bandera. De pronto, con desagradable precisión, vi algo nuevo, y lo asimilé por primera vez. Nunca he estado dotado de una gran agudeza en mi comprensión visual del mundo, pero algún destello de los sentidos intensificados me mostró el perfil de todo el dragón, sus alas extendidas y la cola ensortijada. Espoleado por la curiosidad rebusqué entre el paquete de notas que había traído de Estambul, que había quedado olvidado en el cajón de mi escritorio. Rebuscando, encontré la página que quería. Arrancada de mi libreta, mostró un dibujo que yo había hecho en los archivos de Estambul, una copia del primer mapa que había encontrado allí.

Recordarás que había tres mapas, graduados en escala para plasmar la misma región anónima cada vez en más detalle. Dicha región, incluso dibujada con mi mano nada artística aunque minuciosa, poseía una forma muy definida. Parecía una bestia de alas simétricas. Un largo río surgía de ella hacia el sudoeste, ensortijado como la cola del dragón. Estudié la xilografía y mi corazón palpitó de una manera extraña. La cola del dragón estaba provista de púas, y su extremo era una flecha que apuntaba (aquí casi lancé una exclamación en voz alta, olvidando todas las semanas transcurridas desde que me había recuperado de mi antigua obsesión) hacia el punto que correspondía en mi mapa al emplazamiento de la Tumba Impía.

El parecido visual entre las dos imágenes era tan sorprendente que no podía ser una coincidencia. ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta, en el archivo, de que la región representada en aquellos mapas tenía la forma exacta de mi dragón, como si arrojara su sombra desde lo alto? La xilografía que tanto me había intrigado antes de mi viaje debía contener un significado preciso, un mensaje. Estaba pensada para amenazar e intimidar, para conmemorar el poder. Pero, para los testarudos, podía ser una pista. Su cola apuntaba a la tumba al igual que un dedo apunta a uno mismo: éste soy yo. Estoy aquí. ¿Y quién estaba allí, en el punto central, en aquella Tumba Impía? El dragón sostenía la respuesta en sus garras cruelmente afiladas: DRAKULYA.

Percibí el sabor de una tensión acre, como si fuera mi sangre, en el fondo de la garganta. Sabía que debía defenderme de estas conclusiones, tal como me advertía mi preparación, pero sentía una convicción más profunda que la razón. Ninguno de los mapas plasmaba el lago Snagov, donde se suponía que Vlad Tepes había sido enterrado. Esto debía significar que Tepes (Drácula) descansaba en otro lugar, un lugar que ni siquiera la leyenda había conservado. Pero ¿dónde se hallaba esa tumba?, me pregunté en voz alta, bien a mi pesar.

¿Y por qué se había conservado en secreto su emplazamiento?

Mientras intentaba ensamblar estas piezas del rompecabezas, oí el sonido familiar de unos pasos en el corredor (el paso lento y entrañable de Hedges), y pensé distraído que debía esconder estos materiales, ir a la puerta, servir jerez, prepararme para una charla cordial.

Estaba ya medio levantado, recogiendo papeles, cuando de pronto oí el silencio. Era como un error en una pieza musical, una nota sostenida demasiado rato, de manera que paralizaba al oyente como ningún otro acorde podría conseguirlo. Los pasos familiares se habían detenido ante mi puerta, pero Hedges no había llamado, tal como era su costumbre. Mi corazón reprodujo como un eco aquella nota errónea. Sobre el crujido de mis papeles y el tamborileo de la lluvia sobre el canalón que había encima de mi ventana, ahora oscurecida, oí un zumbido, el sonido de la sangre que retumbaba en mis oídos. Dejé caer el libro, corrí hacia la puerta exterior de mis aposentos, giré la llave y la abrí.

Hedges estaba allí, pero tendido en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo torcido de costado, como si una gran fuerza le hubiera derrumbado. Caí en la cuenta, casi al borde de la náusea, de que no le había oído gritar ni caer. Tenía los ojos abiertos, perdidos en la lejanía. Durante un segundo eterno pensé que estaba muerto. Entonces, su cabeza se movió y mi amigo emitió un gruñido. Me agaché a su lado.

—¡Hedges!

Gimió de nuevo y parpadeó varias veces.

—¿Me oyes? —pregunté con voz estrangulada, casi sollozando de alivio porque estaba vivo. En aquel momento, su cabeza giró de manera convulsiva y reveló un corte sanguinolento en un lado del cuello. No era grande, pero parecía profundo, como si un perro le hubiera desgarrado la carne; la sangre manaba en abundancia sobre el cuello de su camisa y caía al suelo, al lado de su hombro—. ¡Socorro! —grité. Dudo de que alguien hubiera roto de forma tan violenta el silencio que reinaba en el pasillo chapado en roble en todos los siglos transcurridos desde su construcción. Tampoco sabía si serviría de algo. Era la noche en que la mayoría de compañeros cenaban con el director del colegio. Entonces una puerta se abrió al final del corredor y el mayordomo del profesor Jeremy Forester vino corriendo, un tipo estupendo llamado Ronald Egg, que ya se ha marchado de la institución.

Dio la impresión de que comprendió la situación al punto, con los ojos desorbitados, y después se arrodilló para atar su corbata sobre la herida del cuello de Hedges.

—Hemos de sentarle, señor —me dijo—, curar ese corte, si no tiene más heridas. —Palpó con cuidado el cuerpo rígido de Hedges, y como mi amigo no protestó lo apoyamos contra la pared. Yo le sostenía con mi hombro, en el que se apoyó con fuerza, los ojos cerrados—.Voy a buscar al médico —dijo Ronald, y se alejó por el pasillo.

Tomé el pulso a Hedges. Su cabeza descansó en mi hombro, pero los latidos de su corazón parecían firmes. Intenté que recuperara el sentido.

—¿Qué ha pasado, Hedges? ¿Alguien te atacó? ¿Me oyes, Hedges?

Abrió los ojos y me miró. Tenía la cabeza inclinada a un lado, y la mitad de su cara parecía flácida, azulina, pero habló de manera inteligible.

—Me dijo que te dijera...

—¿Qué? ¿Quién?

—Me dijo que te dijera que él no tolerará intromisiones.

La cabeza de Hedges se apoyó de nuevo contra la pared, aquella excelente cabeza grande que alojaba una de las mentes más brillantes de Inglaterra. El vello de mis brazos se erizó cuando le sostuve.

—¿Quién, Hedges? ¿Quién te dijo eso? ¿Te hizo daño? ¿Le viste?

Unas burbujas de saliva se formaron en la comisura de su boca, y movió las manos.

—No tolerará intromisiones —gorjeó.

—Estáte quieto —le urgí—. No hables. El médico llegará enseguida. Intenta relajarte y respirar.

—Qué pena —murmuró Hedges—. Pope y los aliterativos. Dulce ninfa. Para polemizar.

Le miré, y sentí un nudo en el estómago.

—¿Hedges?

—«La violación de la cerradura»

—dijo cortésmente Hedges—. Sin duda.

El médico de la universidad que le ingresó en el hospital me dijo que Hedges había sufrido una apoplejía además de la herida.

—Producida por el shock. Ese corte en el cuello... —añadió ante la habitación de Hedges— . Da la impresión de que fue producido por algo afilado, lo más probable unos dientes afilados, de un animal. ¿No tendrán un perro?

—Por supuesto que no. No se permiten en los aposentos del colegio.

El médico meneó la cabeza.

—Qué raro. Creo que fue atacado por un animal cuando se dirigía a su habitación, y el shock desencadenó una apoplejía que tal vez iba a producirse tarde o temprano. De momento, no está en sus cabales, aunque es capaz de formar palabras coherentes. Temo que habrá una investigación, debido a la herida, pero a mí me parece que al final encontraremos el perro guardián de alguien. Intente pensar qué camino pudo seguir Hedges para llegar a sus aposentos.

La investigación no descubrió nada satisfactorio, pero tampoco fui acusado, pues la policía no encontró ningún móvil ni pruebas de que hubiera atacado a Hedges. Éste fue incapaz de testificar, y al final calificaron el incidente de «autolesión», lo cual me pareció una mancha que podría haberse evitado en su reputación. Un día, cuando fui a verle a la residencia, pedí a Hedges que reflexionara sobre las palabras «No toleraré intromisiones».

Volvió hacia mí sus ojos desprovistos de curiosidad, y se tocó con los dedos morcilludos la herida del cuello.

—Si es así, Boswell

—dijo con placidez, casi con humor— Si no, lárgate.

Murió pocos días después, a consecuencia de una segunda apoplejía sufrida por la noche.

La residencia no informó de heridas externas en el cuerpo. Cuando el director del colegio vino a decírmelo, me juré que trabajaría sin descanso para vengar la muerte de Hedges, si conseguía imaginar cómo.

No tengo ánimos para describir con detalle el dolor del funeral celebrado en nuestra capilla del Trinity, los sollozos ahogados de su anciano padre cuando el coro infantil inició los salmos para consolar a los vivos, la rabia que sentí hacia la impotente Eucaristía en su bandeja. Hedges fue enterrado en su pueblo de Dorset, y visité la tumba, yo solo, un templado día de noviembre. La lápida reza REQUIESCAT IN PACE, que habría sido mi elección exacta, de haber dependido de mí la decisión. Para mi infinito alivio, es el más tranquilo de los cementerios rurales, y el párroco habla del entierro de Hedges como si se tratara de un honor para la localidad. No oí historias de vrykolakas ingleses en el pub de la calle mayor, ni siquiera cuando dejé caer descaradas insinuaciones. Al fin y al cabo, Hedges sólo fue atacado una vez, no las diversas que Stoker describe como necesarias para contaminar a una persona viva el mal de los No Muertos. Creo que fue sacrificado como mera advertencia... dirigida a mí. ¿Y también a ti, desventurado lector?

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