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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (29 page)

BOOK: La Historiadora
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—¿Es una tradición... turca? —pregunté atónito.

—Oh, la leyenda se remonta por lo menos al antiguo Egipto, queridos colegas, pero aquí, en Estambul... Para empezar, se dice que los emperadores bizantinos más sanguinarios eran vampiros, y que algunos de ellos consideraban la comunión cristiana una invitación a solazarse en la sangre de los mortales. Pero yo no lo creo. Creo que el vampirismo apareció con posterioridad.

—Bien... —No quería demostrar excesivo interés, más por temor a que Helen volviera a pisotearme por debajo de la mesa que por creer que Turgut estaba confabulado con los poderes de las tinieblas. Pero ella también le estaba mirando.

—¿Ha oído hablar de la leyenda de Drácula?

—¿Qué si he oído hablar? —resopló Turgut. Sus ojos oscuros relampaguearon y convirtió la servilleta en un nudo—. ¿Sabe que Drácula fue un personaje real, una figura histórica?

Un compatriota de usted, señora. —Inclinó la cabeza en dirección a Helen—. Era un señor feudal, un voivoda, de los Cárpatos occidentales, en el siglo quince. No era una persona admirable.

Helen y yo asentimos. No pudimos evitarlo. Yo no, al menos, y ella parecía demasiado concentrada en las palabras de Turgut para reprimirse. Se había inclinado un poco hacia delante, escuchando, y sus ojos brillaban con la misma oscuridad intensa que los del hombre. El color había florecido bajo la palidez habitual de Helen. Era uno de esos numerosos momentos, observé, pese a mi entusiasmo, en que la belleza se imponía a su semblante adusto y la iluminaba desde el interior.

—Bien... —Dio la impresión de que Turgut se aferraba a su tema—. No es mi intención aburrirles, pero sostengo la teoría de que Drácula es una figura muy importante en la historia de Estambul. Pocos saben que, cuando era un muchacho, fue cautivo del sultán Mehmet II en Gallipoli, y después en Anatolia. Su propio padre le entregó al padre de Mehmet, el sultán Murad II, como rehén a cambio de un tratado, desde 1442 a 1448, seis largos años. El padre de Drácula tampoco era un caballero. —Turgut rió—. Los soldados que vigilaban al joven Drácula eran maestros en el arte de la tortura, y debió aprender demasiado observándolos. Pero, mis buenos señores —dijo, olvidando por un momento el sexo de Helen, llevado por su fervor erudito—, yo sostengo la teoría de que también dejó su marca en ellos.

—¿Qué demonios quiere decir?

Una sensación de ahogo empezaba a apoderarse de mí.

—Más o menos desde esa época hay noticia de la existencia de vampiros en Estambul.

Creo, y mi teoría aún no ha sido publicada, y no puedo demostrarla, que sus primeras víctimas fueron otomanas, tal vez los guardias, que se hicieron amigos de él. Dejó contaminado nuestro imperio, y la plaga se propagó después a Constantinopla con el conquistador.

Le miramos estupefactos. Pensé que, según la leyenda, sólo los muertos se convertían en vampiros. ¿Significaba eso que Vlad Drácula había muerto en Asia Menor y se había convertido en un No Muerto, cuando era muy joven, o sólo tenía debilidad por las libaciones impías desde su más tierna infancia y la había inspirado en otros? Lo archivé para preguntárselo a Turgut, en el caso de que algún día nos llegáramos a conocer mejor.

—Bien, es una afición un poco excéntrica. —Turgut esbozó de nuevo una sonrisa cordial— . Perdónenme si les parece que hablo demasiado. Mí mujer dice que soy intolerable. — Brindó por nosotros con un gesto sutil y cortés, antes de volver a beber de su copa—. ¡Pero tengo pruebas importantes, por todos los cielos! ¡Pruebas de que los sultanes le temían como si fuera un vampiro!

Indicó el techo.

—¿Pruebas? —repetí.

—¡Sí! Las descubrí hace unos años. El sultán estaba tan interesado en Vlad Drácula que obtuvo algunos de sus documentos y posesiones después de que éste muriera en Valaquia.

Drácula mató a muchos soldados turcos en su país y nuestro sultán le odiaba por ello, pero ésa no fue la causa de que fundara este archivo. ¡No! El sultán llegó a escribir una carta al bajá de Valaquia en 1478 para pedirle cualquier obra escrita sobre Vlad Drácula. ¿Por qué?

Porque, dijo, estaba creando una biblioteca que combatiría el mal que Drácula había esparcido por su ciudad después de morir. ¿Por qué iba a temer el sultán a Drácula si éste estaba muerto, si no creyera que Drácula podía volver? He encontrado una copia de la carta que el bajá le escribió en respuesta. —Dio un puñetazo sobre la mesa y nos sonrió—. Incluso he encontrado la biblioteca que fundó para luchar contra el mal.

Helen y yo estábamos inmóviles. La coincidencia era de una extrañeza casi inverosímil. Por fin aventuré una pregunta.

—Profesor, ¿esa colección fue creada por el sultán Mehmet II? Esta vez fue él quien nos miró fijamente.

—Por mis botas, es usted un estupendo historiador. ¿Está interesado en ese período de nuestra historia?

—Ah, ya lo creo —dije—. Y nos... Bueno, me interesaría mucho ver el archivo que usted descubrió.

—Por supuesto —dijo el hombre—. Con sumo placer. Se lo enseñaré. Mi esposa se

asombrará de que alguien quiera verlo. —Lanzó una risita—. Pero, ay, el hermoso edificio que una vez lo albergó fue derruido para dejar sitio a una oficina del Ministerio de Obras Públicas, hará unos ocho años. Era un bonito edificio pequeño cercano a la Mezquita Azul.

Una pena.

Sentí que me ponía lívido. Por eso nos había costado localizar el archivo de Rossi.

—Pero los documentos...

—No se preocupe, amable señor. Yo mismo me aseguré de que pasaran a engrosar los fondos de la Biblioteca Nacional. Aunque nadie los adore como yo, han de conservarse. — Una sombra cruzó su cara por primera vez desde que había apostrofado a la gitana—. Aún hay que luchar contra el mal en nuestra ciudad, como en todas partes. —Nos miró fijamente—. Si les gustan las curiosidades antiguas, será un placer acompañarles allí mañana. Esta noche está cerrado, por supuesto. Conozco bien al bibliotecario, y les dejará examinar la colección.

—Muchísimas gracias. —No me atrevía a mirar a Helen—. ¿Y cómo...? ¿Cómo llegó a interesarse en este tema tan peculiar?

—Oh, es una larga historia —contestó muy serio Turgut—. No puedo permitirme aburrirles tanto.

—No nos aburre —insistí.

—Es usted muy amable. —Guardó silencio unos minutos, mientras limpiaba su tenedor entre el índice y el pulgar.

En el exterior, los coches esquivaban a las bicicletas en las calles abarrotadas y los transeúntes iban y venían como actores en un escenario: mujeres con faldas estampadas que revoloteaban al viento, pañuelos y pendientes de oro, o vestidos negros y pelo rojizo, hombres con trajes, corbatas y camisas blancas occidentales. Nos llegó a la mesa el aliento de un aire tibio y salado, e imaginé barcos procedentes de toda Eurasia que llevaban su botín al corazón de un imperio (primero cristiano, luego musulmán) y atracaban en una ciudad cuyas murallas se internaban en el mar. La fortaleza arbolada de Vlad Drácula, con sus bárbaros rituales de violencia, parecía muy lejos de ese mundo antiguo y cosmopolita.

No era de extrañar que Drácula odiara a los turcos, y viceversa, pensé. Y no obstante, los turcos de Estambul, con sus piezas de artesanía en oro, latón y seda, sus bazares, librerías y numerosos centros religiosos, habrían tenido más cosas en común con los bizantinos cristianos a los que habían conquistado que las que pudiera haber tenido Vlad, que los desafiaba desde su frontera. Visto desde ese centro de cultura, parecía un matón inculto, un ogro provinciano, un patán medieval. Recordé la imagen que había visto de él en la enciclopedia de casa, aquella xilografía de un rostro elegante y bigotudo, enmarcado por un atuendo cortesano. Era una paradoja.

Estaba completamente absorto en esa imagen cuando Turgut volvió a hablar. —Díganme, amigos míos, ¿por qué están interesados en este tema de Drácula?

Se había vuelto hacia nosotros con una sonrisa caballerosa (¿o tal vez suspicaz?).

Miré a Helen. —Bien, estoy estudiando el siglo quince en Europa como base de mi tesis —dije, y la sensación de que esa mentira ya podía haberse convertido en realidad castigó mi falta de sinceridad. Sólo Dios sabía cuándo volvería a trabajar en mi tesis, pensé, y lo último que me hacía falta era un tema más amplio—. Y usted —insistí—, ¿cómo saltó de Shakespeare a los vampiros?

Turgut sonrió, con tristeza, pensé, y su serena sinceridad me castigó todavía más.

—Ah, es algo muy extraño. Hace mucho tiempo, estaba trabajando en mi segundo libro sobre Shakespeare: las tragedias. Me ponía a trabajar cada día en un..., ¿cómo se dice?, un cubículo, en nuestra sala inglesa de la universidad. Un día encontré un libro que nunca había visto antes. —Se volvió hacia mí de nuevo con aquella triste sonrisa de antes. Mi sangre ya se había helado en todas las extremidades—. Este libro no se parecía a ningún otro, un libro vacío, muy antiguo, con un dragón en el medio y una palabra: DRAKULYA.

Nunca había oído hablar de Drácula. Pero el dibujo era muy potente y extraño. Y luego pensé, he de saber qué es esto. De modo que intenté averiguarlo todo.

Helen se había petrificado a mi lado, pero ahora se removió, como ansiosa.

—¿Todo? —repitió en voz baja.

Barley y yo casi habíamos llegado a Bruselas. Me había costado mucho tiempo, aunque se me antojaron unos pocos minutos, contar a Barley con toda la sencillez y claridad posibles lo que mi padre había relatado acerca de sus experiencias en el curso de postgrado. Él miraba por la ventanilla las pequeñas casas y jardines belgas, que parecían tristes bajo una cortina de nubes. De vez en cuando veíamos un rayo de sol reflejado en la aguja de una iglesia o en la chimenea de una antigua fábrica, a medida que nos acercábamos a Bruselas.

La holandesa roncaba sin hacer mucho ruido y la revista había caído a sus pies.

Estaba a punto de embarcarme en una descripción del nerviosismo reciente de mi padre, su palidez malsana y extraño comportamiento, cuando Barley se volvió hacia mí de repente.

—Esto es espantosamente peculiar —dijo—. No sé por qué debería creer esta historia inverosímil, pero la creo. Quiero creerla, al menos. —Me di cuenta, sorprendida, de que nunca le había visto serio, tan sólo risueño o, brevemente, irritado. Sus ojos, azules como astillas de cielo, se entornaron más—. Lo más curioso es que todo eso me recuerda algo.

—¿Qué?

Casi me desmayé de alivio al ver que aceptaba mi historia. —Bien, eso es lo raro. No se me ocurre qué. Algo relacionado con Master James. Pero ¿qué era?

27

Barley meditaba en nuestro compartimiento del tren, con la barbilla apoyada en sus manos de dedos largos, intentando en vano recordar algo acerca de Master James. Por fin me miró, y me quedé impresionada por la belleza de su rostro estrecho y sonrosado cuando estaba serio. Sin aquella nerviosa jovialidad, podría haber sido la cara de un ángel, o quizá de un monje en un claustro de Northumberland. Estas comparaciones las percibía de manera difusa. Sólo florecieron más tarde.

—Bien —dijo por fin—, tal como yo lo veo, existen dos posibilidades. O estás loca, en cuyo caso he de quedarme contigo y devolverte a casa sana y salva, o no estás loca, en cuyo caso te vas a meter en un montón de líos, y también he de quedarme contigo. Se supone que mañana debo estar en clase, pero ya pensaré en cómo solucionar eso. —Suspiró y me miró, al tiempo que se reclinaba en su asiento de nuevo—. No sé por qué, pero creo que París no es tu destino final. ¿Podrías aclararme qué piensas hacer después?

Si el profesor Bora nos hubiera dado una bofetada en aquel agradable restaurante de Estambul, no nos habría asombrado más que su «afición excéntrica». No obstante, fue una bofetada beneficiosa. Ahora estábamos completamente despiertos. Mi jet lag había desaparecido, y con él mi falta de esperanzas de encontrar más información sobre la tumba de Drácula. Habíamos ido al lugar perfecto. Tal vez (el corazón me dio un vuelco, y no sólo debido a la renovada esperanza), tal vez la tumba de Drácula se hallaba en la mismísima Turquía.

Nunca se me había ocurrido antes, pero ahora pensé que era lógico. Al fin y al cabo, uno de los esbirros de Drácula había reprendido severamente a Rossi. ¿Era posible que los No Muertos vigilaran no sólo el archivo, sino también la tumba? La arraigada presencia de los vampiros, a la que Turgut se había referido, ¿podía ser un legado de la perenne invasión a la que Drácula había sometido a la ciudad? Repasé lo que ya sabíamos sobre la carrera y leyenda de Vlad el Empapador. Si en su juventud le habían encarcelado aquí, ¿no podría haber regresado después de su muerte al lugar donde le habían instruido desde muy temprana edad en las artes de la tortura? Tal vez sentía nostalgia por el lugar, como la gente que, cuando se jubila, vuelve a vivir a la ciudad donde creció. Y si había que dar crédito a la novela de Stoker en lo tocante a las costumbres de los vampiros, era posible que el monstruo se trasladara de un sitio a otro, que escogiera su tumba donde le apeteciera. En la novela había viajado en su ataúd a Inglaterra. ¿Por qué no habría podido ir a Estambul, viajando de noche, después de su muerte, al corazón del imperio cuyos ejércitos había aniquilado? Al fin y al cabo, habría sido una venganza apropiada sobre los otomanos.

Pero aún no podía formular estas preguntas a Turgut. Acabábamos de conocernos, y todavía me estaba preguntando si podíamos confiar en él. Parecía sincero, pero su aparición en nuestra mesa con su «afición» era demasiado extraña para ser casual. Ahora estaba hablando con Helen, y ella, por fin, estaba hablando con él.

—No, querida madame, la verdad es que no lo sé «todo» sobre la historia de Drácula. De hecho, mis conocimientos están lejos de ser arrebatadores, pero sospecho que tuvo una gran influencia maléfica sobre nuestra ciudad y eso me impele a seguir investigando. ¿Y ustedes, amigos míos? —Paseó una mirada penetrante entre Helen y yo—. Parecen muy interesados en el tema. ¿Exactamente sobre qué versa su tesis, joven?

—El mercantilismo holandés en el siglo diecisiete —dije de manera poco convincente. A mí me sonó poco convincente, en cualquier caso, y estaba empezando a preguntarme si siempre había sido un empeño baldío. Al fin y al cabo, los comerciantes holandeses no vagaban de siglo en siglo atacando a la gente para robarle su alma inmortal.

—Ah. —Pensé que Turgut parecía perplejo—. Bien —dijo por fin—, si le interesa también la historia de Estambul, puede venir conmigo mañana por la mañana a ver la colección del sultán Mehmet.

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