La historia del amor (8 page)

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Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

BOOK: La historia del amor
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—¿Y crees que tú podrías ser uno de ellos? —pregunté—. ¿Qué más dice el señor Goldstein?

—Dice que el Mesías que ha de llegar será uno de los
lamed vovniks
. En cada generación hay una persona que tiene el potencial para ser el Mesías. Y que puede desarrollarlo o no. Y el mundo puede estar preparado para recibirlo o no.

Eso es todo.

En la oscuridad, yo trataba de encontrar las palabras adecuadas. Empezaba a dolerme el estómago.

26. LA SITUACIÓN ERA CASI CRÍTICA

El sábado siguiente metí
La vida tal como no la conocemos
en la mochila y fui en metro a la Universidad de Columbia. Estuve dando vueltas por el campus durante cuarenta y cinco minutos, hasta que encontré el despacho de Eldridge, que estaba en el edificio de Ciencias de la Tierra. El secretario, que comía en su mesa, me dijo que el doctor Eldridge no estaba. Yo dije que esperaría, él respondió que quizá fuera mejor que volviera en otro momento, ya que el doctor Eldridge tardaría horas. Yo dije que no importaba. Él siguió comiendo.

Mientras esperaba, leí un número de la revista
Fossil
. Luego pregunté al secretario, que se reía de algo que veía en el ordenador, si creía que el doctor Eldridge volvería pronto. Él dejó de reír y me miró como si le hubiera estropeado el momento más importante de su vida. Yo volví a mi silla y leí un número de
Paleontologist Today
.

Tenía hambre, salí al pasillo y compré un paquete de Devil Dogs en una máquina expendedora. Luego me quedé dormida. Cuando desperté, el secretario se había ido. La puerta del despacho de Eldridge estaba abierta y las luces, encendidas. Dentro del despacho vi a un hombre muy viejo, con el pelo blanco, de pie al lado de un archivador y debajo de un poster que ponía: «De aquí, sin, progenitores, por generación espontánea, brotan las primeras motas de tierra animada - Erasmus Darwin».

El anciano decía por teléfono:

—Bien, sinceramente no se me había ocurrido esa opción. Dudo que él se planteara siquiera solicitarlo. De todos modos, me parece que ya tenemos a nuestro hombre. Hablaré con el departamento, pero creo poder decir que las perspectivas son buenas. —Al verme en la puerta, hizo un ademán dándome a entender que tenía que marchame enseguida. Yo iba a decir que no importaba, que yo esperaba al doctor Eldridge, pero él se volvió de espaldas y miró por la ventana—. Bien, me alegro de oírlo. He de darme prisa. De acuerdo. Que vaya bien. Hasta luego. —Me miró otra vez—. Lo siento. ¿En qué puedo ayudarte?

Me rasqué el brazo y vi que tenía las uñas sucias.

—Usted no es el doctor Eldridge, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí que lo soy.

Me quedé helada. La foto del libro debía de tener treinta años por lo menos.

No tuve que pensar mucho para comprender que él no podía ayudarme en el asunto que me interesaba, porque si merecía un Nobel por ser el más grande paleontólogo de la época, merecía otro por ser también el más viejo.

No me salían las palabras.

—He leído su libro —conseguí decir—, y quiero ser paleontóloga.

—Bueno, no pongas esa cara de desilusión —dijo.

27. UNA COSA QUE NO PIENSO HACER CUANDO SEA MAYOR

Es enamorarme, dejar los estudios, aprender a subsistir a base de agua y aire, dar mi nombre a una nueva especie y destrozarme la vida. Cuando yo era pequeña, mi madre solía decirme con una mirada extraña: «Un día te enamorarás». Yo quería decirle, pero nunca me atreví: Ni en un millón de años.

El único chico al que he dado un beso es Misha Shklovsky. Su primo le había enseñado en Rusia, donde vivía antes de venir a Brooklyn, y él me enseñó a mí. «Menos lengua», fue lo único que dijo.

28 HAY MIL COSAS QUE PUEDEN CAMBIARTE LA VIDA; UNA DE ELLAS ES UNA CARTA

Pasaron cinco meses y yo casi había renunciado a buscar a alguien que hiciera feliz a mi madre. Y entonces ocurrió: a mediados de febrero de este año llegó una carta, escrita a máquina en papel azul de avión, franqueada en Venecia y reexpedida a mi madre por la editorial. Bird la encontró y la llevó a mamá preguntando si podía quedarse con los sellos. Estábamos en la cocina. Ella abrió el sobre y leyó la carta de pie. Luego volvió a leerla, sentada.

—Es asombroso —dijo.

—¿Qué? —pregunté.

—Una persona me escribe acerca de
La historia del amor
. El libro del que papá y yo sacamos tu nombre. —Y nos leyó la carta en voz alta.

Estimada señora Singer:

Acabo de leer su traducción de las poesías de Nicanor Parra quien, como usted dice, «llevaba en la solapa un pequeño astronauta ruso y en los bolsillos las cartas de una mujer que lo había dejado por otro». Tengo el libro a mi lado, en la mesa de mi habitación de una
pensione
con vistas al Gran Canal. No sé qué decir de él sino que me ha conmovido del modo en que uno desea que lo conmueva cada libro que empieza a leer.

Quiero decir que, de algún modo que casi no sabría describir, me ha transformado. Pero no quiero hablar de eso. Lo cierto es que no le escribo para darle las gracias sino para hacerle un ruego que quizá le parezca extraño. En la introducción, menciona usted de pasada a un escritor casi desconocido, Zvi Litvinoff, que en 1941 huyó de Polonia a Chile y cuya única obra publicada, escrita en español, se titula
La historia del amor
. Mi ruego es éste: ¿querría usted traducirlo? Sería exclusivamente para mi uso personal; no tengo intención de publicarlo, y usted conservaría los derechos, por si un día decide hacerlo. Estoy dispuesto a pagar por su trabajo la suma que usted considere justa. Estas cosas siempre me han violentado. ¿Qué le parece cien mil dólares? Si considera que es poco, le agradeceré que me lo diga.

Imagino su reacción al leer esta carta, que para entonces habrá pasado una semana o dos aguardando en esta laguna, luego un mes sorteando el caos del sistema postal italiano antes de cruzar por fin el Atlántico y ser transferida al servicio de correos de Estados Unidos, el cual la introducirá en una saca que un cartero arrastrará en un carrito desafiando la lluvia o la nieve hasta insertarla por la ranura de su puerta, desde la que caerá al suelo, donde esperará que usted la encuentre. Y, después de imaginar todo esto, me siento preparado para lo peor: que me tome usted por un perturbado. Pero quizá no deba ocurrir así necesariamente. Quizá si le digo que, hace mucho tiempo, al acostarme, una persona me leyó unas páginas de un libro titulado
La historia del amor
y que, al cabo de tantos años, no he olvidado aquella noche ni aquellas páginas, quizá me comprenda.

Le agradeceré que me conteste a estas señas. Si para entonces ya me he marchado, el conserje me reexpedirá la carta.

En espera de sus noticias, suyo afectísimo,

Jacob Marcus

¡Ostras!, me dije. Casi no podía creer tanta suerte, y pensé en escribir yo misma a Jacob Marcus con el pretexto de explicarle que fue Saint-Exupéry quien, en 1929, estableció el último tramo de la ruta postal a América del Sur, hasta la misma punta del continente. Parecía que a Jacob Marcus le interesaba el servicio postal y, en cualquier caso, mi madre dijo un día que en parte fue gracias al valor de Saint-Ex que Zvi Litvinoff, el autor de
La historia del amor
, pudo recibir las últimas cartas de su familia y amigos de Polonia. Al final de la carta mencionaría que mi madre era una joven viuda. Pero luego decidí no poner nada, no fuera mi madre a descubrirlo y echara a perder lo que empezaba de un modo tan prometedor y sin ayuda de nadie. Cien mil dólares eran un montón de dinero. Pero yo sabía que mi madre habría aceptado aunque Jacob Marcus no le hubiera ofrecido casi nada.

29. MI MADRE SOLÍA LEERME PASAJES DE
LA HISTORIA DEL AMOR

—Es posible que la primera mujer fuera Eva, pero la primera muchacha siempre será Alma —leía ella, sentada al lado de mi cama, con aquel libro escrito en español en el regazo. Yo tenía cuatro o cinco años, era antes de que papá enfermara y el libro volviera al estante—. Quizá la primera vez que la viste tenías diez años. Ella estaba de pie al sol, rascándose una pierna. O escribiendo en la tierra con un palo. Alguien le tiraba del pelo. O ella tiraba del pelo a alguien. Y una parte de ti se sintió atraída y otra parte se resistía, porque quería irse en la bicicleta, dar una patada a una piedra o evitarse complicaciones. En el mismo momento, percibiste en ti la fuerza de un hombre y también una autocompasión que hizo que te sintieras pequeño y dolorido. Una parte de ti pensaba: No me mires, por favor. Si no me miras, aún podré dar media vuelta. Y una parte de ti pensaba: Mírame.

»Si recuerdas la primera vez que viste a Alma recordarás también la última.

Ella negaba con la cabeza. O se alejaba por un campo. O desde tu ventana.

«"¡Vuelve, Alma!", gritabas. "¡Vuelve! ¡Vuelve!"». Pero ella no volvió.

»Y aunque entonces ya eras mayor, te sentías como un niño perdido. Y aunque tu orgullo estaba herido, te sentías tan grande como tu amor por ella. Se había ido, y lo único que quedaba era el espacio en que, habías crecido en torno a ella, rodeándola, como crece un árbol rodeando una cerca.

»Aquel espacio estuvo vacío mucho tiempo. Quizá años. Y cuando al fin volvió a llenarse, tú sabías que el nuevo amor que sentías por una mujer hubiera sido imposible sin Alma. De no ser por ella, nunca hubieras tenido ese espacio vacío ni sentido la necesidad de llenarlo.

»Claro que también hay casos en los que el chico se niega a dejar de gritar el nombre de Alma con todas sus fuerzas. Se declara en huelga de hambre.

Suplica. Llena un libro con su amor. Porfía hasta que ella no tiene más remedio que volver. Cada vez que trata de irse, porque sabe que es lo que tiene que hacer, él se lo impide, suplicándole como un idiota. Así pues, ella siempre vuelve, por muchas veces que se vaya y por lejos que llegue, y aparece a su espalda, sin hacer ruido, y le tapa los ojos con las manos, malogrando lo que él pudiera haber conocido después de ella.

30. EL SERVICIO POSTAL ITALIANO ES LENTO; SE PIERDEN COSAS Y SE DESTROZAN VIDAS PARA SIEMPRE

La respuesta de mi madre debió de tardar semanas en llegar a Venecia, y para entonces Jacob Marcus ya se habría marchado dejando instrucciones de que le enviaran el correo. Al principio, lo imaginaba muy alto y delgado, con una tos crónica, pronunciando las pocas palabras de italiano que sabía con un acento infame, uno de esos personajes tristes que se sienten extraños en todas partes.

Bird lo imaginaba como un John Travolta en un Lamborghini, con una maleta llena de billetes de banco. Si mi madre lo imaginaba de alguna forma, no lo decía.

Pero la segunda carta llegó a últimos de marzo, seis semanas después de la primera, franqueada en Nueva York y manuscrita al dorso de una postal de un zepelín en blanco y negro. La idea que me había hecho de él cambió. En lugar de la tos, le atribuí un bastón que usaba desde que tuvo un accidente de automóvil, a los veinte años, y decidí que su tristeza se debía a que sus padres lo dejaban muy solo cuando era niño y luego murieron y él heredó muchísimo dinero. Al dorso de la postal había escrito:

Querida señora Singer:

Con gran alegría recibí su respuesta en la que me comunica que puede empezar a trabajar en la traducción. Le ruego me indique sus datos bancarios e inmediatamente le transferiré un primer pago de 25.000 dólares. ¿Podría enviarme el libro por cuartas partes, a medida que vaya traduciendo? Confío en que sabrá perdonar mi impaciencia y atribuirla al deseo y la ilusión de poder leer por fin el libro de Litvinoff y suyo. Y también a mi afición a recibir correo y prolongar todo lo posible una experiencia que espero ha de conmoverme profundamente.

Suyo afectísimo,

J.M.

31. CADA ISRAELITA TIENE EN SUS MANOS EL HONOR DE TODO SU PUEBLO

El dinero llegó al cabo de una semana. Para celebrarlo, mi madre nos llevó a ver una película francesa subtitulada sobre dos niñas que se escapan de casa. En el cine sólo había otras tres personas. Una era el acomodador. Bird se comió todas sus chocolatinas durante los créditos y estuvo corriendo por los pasillos arriba y abajo con un colocón de azúcar, hasta que se quedó dormido en la primera fila.

Poco después, durante la primera semana de abril, mi hermano subió al tejado de la Escuela Hebrea, se cayó y se dislocó la muñeca. Para distraerse, puso una mesa plegable delante de la casa con un cartel que rezaba: «Limonada natural 50 centavos. Sírvase usted mismo (muñeca lesionada)». Con sol o con lluvia, allí se instalaba, con una jarra de limonada y una caja de zapatos para el dinero. Cuando agotó la clientela del vecindario, trasladó el puesto unas calles más abajo, frente a un solar. Cada día estaba allí más tiempo. Si no había clientes, abandonaba la mesa plegable y se metía en el solar a jugar. Cuando yo pasaba por allí, veía las cosas que hacía para adecentarlo: retirar la cerca oxidada, arrancar hierbas, meter desperdicios en una bolsa de basura. Mi hermano volvía a casa al anochecer, con las piernas arañadas y la kippah torcida.

«¡Qué suciedad!», exclamaba.

Le pregunté qué pensaba hacer en el solar y él se encogió de hombros.

—Cada sitio es del que lo aprovecha —me respondió.

—Muchas gracias, maestro. ¿Eso lo dice el señor Goldstein?

—No.

—¿Y para qué gran cosa piensas aprovecharlo tú? —le grité mientras se alejaba.

En lugar de responder, alzó la mano para tocar algo que estaba en el marco de la puerta, se besó la punta de los dedos y subió la escalera. Era una mezuzah de plástico; había pegado una en cada puerta de la casa, hasta en la del cuarto de baño.

Al día siguiente encontré el tercer tomo de
Cómo sobrevivir en la naturaleza
en la habitación de Bird. Había garabateado con rotulador el nombre de Dios en lo alto de cada página.

—¿Qué has hecho con mi cuaderno? —grité.

Él callaba.

—¡Lo has estropeado!

—No he estropeado nada, lo he hecho con cuidado…

—¿Con cuidado? ¿
Con cuidado
? ¿Quién te ha dado permiso para tocarlo siquiera? ¿Te suena de algo la palabra «privado»?

Bird miraba la libreta que yo tenía en la mano.

—¿Cuándo vas a empezar a ser una persona normal? —dije.

—¿Qué pasa ahí abajo? —preguntó mamá desde lo alto de la escalera.

—¡Nada! —dijimos los dos a la vez. Al cabo de un momento, la oímos entrar en su estudio. Bird se tapó la cara con el brazo y empezó a hurgarse la nariz.

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