Me salté varias páginas hasta llegar al
27 de junio
Hasta hoy he ganado 295,50 dólares vendiendo limo-nada. ¡O sea, 591 vasos! El mejor cliente es el señor Goldstein, que me compra diez vasos de una vez porque tiene mucha sed. Y también el tío Julian, que un día me dio 20 dólares. Sólo me faltan 384,50 dólares.
28 de junio
Hoy casi hago algo anormal. Pasaba por delante de una casa en construcción de la calle Cuatro y he visto un tablón apoyado contra el andamio; no había nadie, y yo quería llevármelo. No habría sido un robo corriente porque esa cosa especial que estoy construyendo ayudará a la gente y D--s quiere que la construya. Pero sabía que si lo robaba y alguien lo descubría habría problemas y Alma tendría que venir a buscarme y se enfadaría conmigo. Pero apuesto a que se le pasará el enfado cuando empiece a llover y yo le diga qué es eso que he empezado a construir. Ya he recogido mucho material, casi todo cosas que la gente tira a la basura. Una cosa muy necesaria y muy difícil de encontrar es porexpán, porque flota. Ahora mismo no tengo mucho. A veces me da miedo que empiece a llover antes de que termine mi construcción.
Si Alma supiera lo que va a ocurrir creo que tampoco se habría enfadado tanto cuando le escribí
en la libreta. He leído los tres tomos de
Cómo sobrevivir en la naturaleza
. Son buenos y están llenos de informaciones interesantes y útiles. Una parte dice lo que hay que hacer si estalla una bomba nuclear. Aunque no creo que estalle una bomba nuclear, por si acaso, lo leí atentamente. Luego decidí que si estalla la bomba antes de que yo llegue a Israel y empieza a caer ceniza por todas partes como si nevara, haré ángeles. Podré entrar en todas las casas que quiera porque ya no habrá nadie. No podré ir al colegio, pero tampoco importa mucho porque allí no aprendemos nada importante, como por ejemplo lo que pasa cuando te has muerto. De todos modos, no hablo en serio, porque no va a estallar una bomba. Lo que va a venir es una inundación.
22. Y SEGUÍA LLOVIENDO
En su última mañana en Polonia, después de que su amigo se hundiera la gorra hasta los ojos y desapareciera por aquella esquina, Litvinoff volvió a su habitación. Ya estaba vacía, sin los muebles, que habían sido vendidos o regalados. Sacó del abrigo el gran sobre color marrón. Estaba cerrado y encima, escrito con la letra de su amigo, se leía: «Guardar para Leopold Gursky hasta que vuelvas a verlo». Litvinoff lo introdujo en el portafolios de la maleta. Fue a la ventana y miró por última vez el pequeño cuadrado de cielo. A lo lejos sonaban campanas, como habían sonado mientras él trabajaba o dormía, cientos de veces, tantas que casi parecían la percusión de su propio pensamiento. Pasó los dedos por la pared, acribillada de marcas de las tachuelas con que prendía las fotos y los artículos recortados del periódico. Se miró en el espejo, para poder recordar después cuál era exactamente el aspecto que tenía aquel día.
Sentía un nudo en la garganta. Por enésima vez se palpó los bolsillos, para cerciorarse de que llevaba el pasaporte y los billetes. Luego miró el reloj, suspiró, agarró la maleta y salió.
Si al principio Litvinoff no pensó mucho en su amigo, ello se debía a que ocupaban su mente otras muchas cosas. Gracias a las maniobras de su padre, a quien debía un favor alguien que conocía a alguien, se le había concedido un visado para España. De España iría a Lisboa y allí pensaba embarcar para Chile, donde vivía un primo de su padre. Una vez a bordo del barco, otras cuestiones reclamaron su atención: el mareo, el miedo al agua oscura, meditaciones acerca del horizonte, especulaciones sobre la vida en el fondo marino, accesos de nostalgia, el avistamiento de una ballena, el descubrimiento de una francesita morena.
Cuando al fin arribaron al puerto de Valparaíso y Litvinoff desembarcó con paso inseguro («piernas de mar», decía aún años después cuando, sin causa aparente, volvía a sentir aquel temblor de las rodillas), tuvo que atender otros asuntos. Durante los primeros meses trabajaba en lo que encontraba: primero en una fábrica de embutidos, de la que lo despidieron al tercer día porque se equivocó de tranvía y llegó quince minutos tarde, y después en una tienda de comestibles. Un día, cuando iba a hablar con un capataz que, según le habían dicho, necesitaba gente, Litvinoff se perdió y desembocó frente a las oficinas del periódico local. Las ventanas estaban abiertas y se oía teclear de máquinas de escribir. Sintió nostalgia. Pensó en sus colegas del diario, lo que le recordó el escritorio con las oraciones grabadas en la madera que él recorría con el dedo para ayudarse a pensar, lo que a su vez le recordó su máquina de escribir, en la que la S se encallaba, de modo que a veces en sus textos se leía: «sssu muerte deja un gran vacío en lasss vidasss de aquellosss a quienesss tanto ayudó», lo que le recordó el olor de los cigarrillos baratos que fumaba el jefe, lo que le recordó su ascenso de eventual a redactor de plantilla, encargado de las notas necrológicas, lo que le recordó a Isaac Babel, y hasta aquí se permitió llegar antes de ahogar la nostalgia y alejarse calle abajo a paso rápido.
Finalmente, encontró trabajo en una farmacia: su padre era farmacéutico y Litvinoff había asimilado los conocimientos suficientes para ser útil en la pulcra tienda de un anciano judío, situada en un barrio tranquilo. Hasta entonces, cuando por fin tuvo una posición estable que le permitió alquilar una habitación, no había podido deshacer las maletas. En el portafolios de una de ellas encontró el sobre marrón con la inscripción manuscrita de su amigo. Una ola de tristeza le estalló en la cabeza. Sin saber por qué, de pronto recordó una camisa blanca que había dejado secándose en el tendedero del patio de Minsk.
Trató de recordar el aspecto de la cara que había visto en el espejo aquel último día. No pudo. Cerró los ojos, rememorando. Pero lo único que acudía a su mente era la expresión de su amigo, en la esquina de aquella calle. Con un suspiro, metió el sobre en la maleta vacía, la cerró y la guardó en el armario.
Todo el dinero que le quedaba después de pagar el alquiler y la comida lo ahorraba para pagar el viaje de Miriam, su hermana menor. De todos los hermanos, ellos dos eran los que menos tiempo se llevaban y los que más se parecían, hasta el punto de que, cuando eran pequeños, los tomaban por gemelos, a pesar de que ella era rubia y llevaba gafas de carey. Miriam estudiaba Derecho en Varsovia hasta que le prohibieron asistir a clase.
El único dispendio que se permitió fue la compra de una radio de onda corta. Todas las noches hacía girar el dial, explorando el continente sudamericano hasta que encontraba la nueva emisora
The Voice of America
. El poco inglés que sabía le bastaba para seguir con angustia el avance de los nazis.
Hitler rompió el pacto con Rusia e invadió Polonia. Las cosas iban de mal en peor.
Las pocas cartas que recibía de amigos y familiares llegaban cada vez más espaciadas, y se hacía difícil saber qué ocurría en realidad. La antepenúltima carta que recibió de su hermana, en la que le decía que se había enamorado de otro estudiante de Derecho y se habían casado, incluía una foto que les habían hecho cuando ella y Zvi eran pequeños. En el reverso, Miriam había escrito:
«Aquí estamos juntos».
Por la mañana, Litvinoff hacía el café mientras oía a los perros vagabundos pelear en el callejón. Esperaba el tranvía cociéndose ya al sol. Almorzaba en la trastienda, rodeado de cajas de píldoras, polvos, jarabe de cereza y cintas para el pelo, y volvía a casa por la noche, después de fregar el suelo y sacar brillo a todos los botes hasta ver reflejada en ellos la cara de su hermana. No tenía muchos amigos. Ya no se dedicaba a hacer amigos. Cuando no trabajaba, escuchaba la radio. Escuchaba hasta quedarse dormido en la silla, exhausto, y aun entonces seguía escuchando y la voz de la radio se mezclaba con sus sueños. En su entorno había otros refugiados que también sentían miedo e impotencia, pero eso no le servía de consuelo. Y es que en el mundo existen dos clases de personas: las que prefieren la tristeza en compañía y las que prefieren la tristeza en soledad. Litvinoff prefería la soledad. Si lo invitaban a cenar, rehusaba con cualquier excusa. Un domingo en que su casera lo invitó a tomar el té, él le dijo que tenía que acabar una cosa que estaba escribiendo.
—¿Escribe usted? —preguntó la mujer, sorprendida—. ¿Qué escribe?
A Litvinoff ya no le importaba mentira más o menos, así que sin pensarlo mucho respondió:
—Poesía.
Cundió el rumor de que era poeta. Y Litvinoff, halagado, no hizo nada por desmentirlo. Al contrario, se compró un sombrero como el que usaba Alberto Santos-Dumont, quien, al decir de los brasileños, fue el hombre que realizó el primer vuelo de la historia que tuvo éxito y cuyo sombrero de jipijapa, según había oído Litvinoff, deformado de tanto abanicar el motor del avión, aún tenía mucho predicamento entre los hombres de letras.
Pasaba el tiempo. El anciano judío alemán murió mientras dormía, la farmacia se cerró y, en parte gracias a los rumores de sus aptitudes literarias, Litvinoff fue contratado para dar clase en una escuela judía. Terminó la guerra.
Poco a poco, Litvinoff fue enterándose de lo que les había ocurrido a su hermana Miriam, a sus padres y a cuatro de sus hermanos (lo que había sido de Andre, el mayor, sólo pudo deducirlo por el cálculo de probabilidades).
Aprendió a vivir con la verdad. No a aceptarla, sino a vivir con ella. Era como vivir con un elefante. Pero su habitación era muy pequeña, y cada mañana tenía que batallar para abrirse paso hasta el cuarto de baño. Si quería sacar unos calzoncillos del armario, había de arrastrarse por debajo de la verdad, rezando para que a ella no se le ocurriera sentarse en aquel momento. Cuando cerraba los ojos por la noche, la sentía cernirse sobre él.
Perdía peso. Toda su persona parecía encogerse, menos las orejas, que se le doblaban, y la nariz, que se le afilaba, dándole un aire de melancolía. El año en que cumplía los treinta y dos se le caía el pelo a puñados. Descartó el sombrero de jipijapa y ahora iba a todas partes con un grueso abrigo en cuyo bolsillo interior guardaba un papel muy gastado que había llevado encima durante años y que empezaba a romperse por los dobleces. En la escuela, los niños hacían ademán de lanzarse piojos unos a otros si él los rozaba al pasar.
Éste era el estado de Litvinoff cuando Rosa empezó a fijarse en él, en los cafés frente al mar donde él solía sentarse a leer una novela o una revista de poesía (al principio para justificar su reputación y después por verdadero interés). Aunque lo que en realidad lo llevaba allí era el deseo de retrasar la vuelta a casa, donde estaría esperándolo la verdad. En el café se permitía un poco de olvido. Se abstraía contemplando las olas, observaba a los estudiantes, escuchaba sus debates, que eran los mismos que él mantenía cuando era estudiante, cien años atrás (es decir, doce). Hasta sabía los nombres de algunos.