Un par de años después, su mujer murió. Era demasiado duro vivir en aquel apartamento sin ella, todo se la recordaba, así que, cuando se quedó vacante un apartamento en el piso encima del mío, se mudó. Solemos sentarnos a la mesa de mi cocina. A veces, en toda una tarde no decimos ni una palabra. Si hablamos, nunca es en yidis. Las palabras de nuestra niñez se nos han hecho extrañas; no podríamos decirlas como antes y por eso preferimos no usarlas.
Ahora la vida exigía un lenguaje nuevo.
Bruno, mi fiel camarada. No lo he descrito lo suficiente. ¿Bastaría decir que es indescriptible? No. Vale más probar y fracasar que no intentarlo. Tu pelito blanco se agita levemente en tu cráneo como la pelusa de un diente de león mal soplado. Muchas veces, Bruno, me han dado ganas de soplarte en la cabeza y pedir un deseo. Un último resto de decoro me lo impide. O quizá debería empezar por tu estatura, tan escasa. En tus días buenos, como mucho, me llegas al hombro. O por esas gafas que sacaste de una caja diciendo que eran tuyas, unas cosas redondas, enormes, que te agrandan tanto los ojos que tu reacción a todo parece estar siempre en un 4,5 de la escala Richter. ¡Son gafas de mujer, Bruno! He intentado decírtelo muchas veces, pero siempre me ha faltado valor.
Y otra cosa. De niños, tú escribías mejor que yo. Entonces yo tenía mucho orgullo para reconocerlo. Pero. Lo sabía. Créeme si te digo que entonces ya lo sabía, como lo sé ahora. Me duele no habértelo dicho, como me duele pensar en todo lo que hubieras podido ser. Perdóname, Bruno. Mi más viejo amigo. Mi mejor amigo. No te hice justicia. Me has hecho tanta compañía al final de mi vida … Tú, precisamente tú, que habrías podido hallar palabras para todo aquello.
Una vez, hace mucho tiempo, encontré a Bruno tendido en el suelo de la sala, con un frasco de píldoras vacío al lado. Ya estaba harto. No quería sino dormir para siempre. Sujeta al pecho con cinta adhesiva tenía una nota de tres palabras: «Adiós, amores míos». Yo me puse a gritar. «¡No, Bruno, no, no, no, no, no, no, no!» Le daba cachetes. Por fin le temblaron los párpados y abrió los ojos. Tenía la mirada ausente, turbia. «¡Despierta,
Dumkop
! —le grité—. ¡Escúchame bien: tienes que despertar!» Volvían a cerrársele los ojos. Marqué el 911. Llené un bol de agua fría y se lo eché a la cara. Pegué el oído a su corazón.
Un murmullo muy leve y lejano. Llegó la ambulancia. En el hospital le hicieron un lavado de estómago. «¿Por qué ha tomado todas esas píldoras?», le preguntó el médico. Bruno, mareado y exhausto, alzó los ojos fríamente. «¿Por qué cree usted que he tomado todas esas píldoras?», gritó. La sala de reanimación quedó en silencio, todos lo miraban. Bruno gruñó y se volvió de cara a la pared.
Aquella noche lo acosté. «Bruno», dije. «Lo siento —dijo él—. He sido un egoísta». Yo suspiré y di media vuelta para marcharme. «¡Quédate!», me gritó.
No volvimos a hablar de aquello. Como tampoco hablábamos de nuestra niñez, de los sueños compartidos y perdidos, de todo lo sucedido y de lo no sucedido. Un día estábamos callados. De repente, uno de los dos se echó a reír.
Fue contagioso. No había causa para la risa, pero empezamos a reírnos, primero por lo bajo y al poco rato nos retorcíamos y bramábamos, bramábamos de risa mientras las lágrimas nos resbalaban por las mejillas. A mí me brotó una mancha de humedad en la bragueta y eso nos hizo reír aún más; yo daba puñetazos en la mesa, casi no podía respirar y pensé: A lo mejor es así como voy a acabar, con un ataque de risa; no podría ser mejor, riendo y llorando, riendo y cantando, riendo para olvidar que estoy solo, que esto es el final de mi vida, que la muerte está esperándome en la puerta.
Cuando era niño, me gustaba escribir. Eso era lo único que quería hacer en la vida. Inventaba personajes y llenaba libretas con sus historias. Como la de un niño que, al crecer, se volvió tan peludo que la gente quería cazarlo por su piel.
Tuvo que esconderse en los árboles y se enamoró de un pájaro que imaginaba ser un gorila de ciento cincuenta kilos. O la de unas hermanas siamesas, una de las cuales se enamoraba de mí. Las escenas de sexo me parecían de lo más originales. Y sin embargo. Cuando fui un poco mayor, quise ser escritor de verdad. Trataba de escribir sobre cosas de verdad. Quería describir el mundo, porque vivir en un mundo no descrito hace que te sientas muy solo. Antes de cumplir veintiún años había escrito tres libros, quién sabe lo que habrá sido de ellos. El primero era sobre Slonim, el pueblo donde vivía, que unas veces era Polonia y otras veces Rusia. Dibujé un mapa para el frontispicio, con letreros en las casas y las tiendas: aquí estaba el carnicero Kipnis, aquí el sastre Grodzenski, y aquí vivía Fishl Shapiro, que era o un gran
tzaddik
o un idiota, nadie lo sabía, y aquí la plaza, y el campo en que jugábamos, y aquí el río se ensanchaba y aquí se estrechaba, y aquí empezaba el bosque, y aquí estaba el árbol del que se ahorcó Beyla Asch, y aquí, y aquí. Y sin embargo. Cuando lo di a leer a la única persona de Slonim cuya opinión me importaba, ella sólo se encogió de hombros y dijo que le gustaban más las cosas que me inventaba. Así pues, escribí mi segundo libro, todo inventado. Lo llené de hombres a los que les salían alas, de árboles que tenían las raíces en el cielo, de personas que olvidaban su propio nombre y de personas que no podían olvidar nada; hasta inventé palabras.
Cuando lo terminé, fui a su casa corriendo, entré en tromba por el portal, subí los peldaños de la escalera de tres en tres y lo entregué a la única persona de Slonim cuya opinión me importaba. Me apoyé contra la pared y observé su cara mientras ella leía. Fuera oscureció, y ella siguió leyendo. Pasaron horas. Poco a poco, fui resbalando hasta sentarme en el suelo. Ella leía y leía. Al terminar, me miró. Estuvo un rato sin decir nada. Luego dijo que quizá no debería inventarlo todo, porque así era difícil creer algo.
Otro en mi lugar habría abandonado. Yo volví a empezar. Ahora no escribía ni sobre cosas reales ni sobre cosas imaginarias. Escribía sobre lo único que sabía. El montón de hojas crecía. E incluso después de que la única persona cuya opinión me importaba se fuera en un barco a América, yo seguía llenando páginas con su nombre.
Después de su marcha, las cosas fueron de mal en peor. Ningún judío estaba a salvo. Corrían rumores de hechos incomprensibles, y como no los comprendíamos no podíamos creerlos, hasta que no tuvimos más remedio, y entonces ya era tarde. Yo trabajaba en Minsk, pero perdí el empleo y volví a Slonim. Los alemanes avanzaban hacia el este. Estaban cada día más cerca. La mañana en que empezamos a oír sus tanques, mi madre me dijo que me escondiera en el bosque. Yo quería llevarme a mi hermano pequeño que sólo tenía trece años, pero mi madre dijo que mi hermano iría con ella. ¿Por qué le hice caso? ¿Porque era lo más fácil? Corrí al bosque. Me eché al suelo y me quedé quieto. Ladraban perros, lejos. Pasaron horas. Y entonces sonaron los disparos. Cuántos disparos. No sé por qué nadie gritaba. O quizá yo no oía los gritos. Después, silencio. Tenía el cuerpo entumecido, recuerdo que notaba en la boca sabor a sangre. No sé cuánto tiempo pasó. Días. No volví a casa. Cuando me levanté, había perdido la única parte de mí que siempre había creído que yo podría encontrar palabras para cualquier brizna de vida.
Y sin embargo.
Un par de meses después del infarto y cincuenta y siete años después de haber abandonado, volví a empezar a escribir. Lo hacía sólo para mí, para nadie más, y ahí estaba la diferencia. No importaba si encontraba las palabras, es más, yo sabía que sería imposible encontrar las palabras justas. Y porque aceptaba que lo que una vez creí posible era imposible en realidad, y porque sabía que de aquello nunca enseñaría ni una palabra a nadie, escribí una frase:
«Erase una vez un niño».
Ahí quedó la frase durante días, contemplándome desde la página casi en blanco. A la semana siguiente, añadí otra frase. Pronto había una página entera.
Aquello me agradaba, era como hablar conmigo mismo en voz alta, como hago a veces.
Un día dije a Bruno:
—A ver si adivinas cuántas páginas llevo escritas.
—Ni idea —me contestó.
—Escribe un número y pásamelo —le dije. Él se encogió de hombros y sacó un bolígrafo del bolsillo. Lo pensó un minuto o dos, mirándome sin pestañear—. Un número aproximado —dije. Él se inclinó, escribió un número en su servilleta y le dio la vuelta. Yo escribí en la mía el número real, 301. Hicimos intercambio de servilletas. Levanté la de Bruno. Por razones que no puedo explicarme, Bruno había escrito «200.000». Él miró mi servilleta. Puso mala cara.
A veces, yo pensaba que l
a última página
de mi libro y la última de mi vida habían de ser la misma, que cuando mi libro terminara yo terminaría, que un vendaval barrería mi casa llevándose las páginas y, cuando todas esas hojas blancas salieran aleteando por la ventana, la habitación quedaría en silencio y mi silla estaría vacía.
Cada mañana escribía un poco. Trescientas una ya es algo. De vez en cuando, al terminar, me iba al cine. Para mí ir al cine siempre es un acontecimiento. A veces compro palomitas y —si hay alrededor gente que me mire— hago que se me caigan. Me gusta sentarme delante, llenarme la vista de lo que hay en la pantalla, que nada me distraiga del momento. Y me encantaría que el momento durase siempre. No sabría decir lo feliz que me hace ver lo que pasa allá arriba, ampliado. Diría «más grande que la realidad», pero nunca he entendido la expresión. ¿Qué es más grande que la realidad? Estar sentado en primera fila mirando la cara de una muchacha bonita, de dos pisos de altura, y sentir en las piernas las vibraciones de su voz, es percibir la realidad en toda su extensión. Así pues, me siento en primera fila. Si salgo del cine con tortícolis y con vestigios de una erección es señal de que tenía una buena localidad. Yo no soy un viejo verde. Soy un hombre que quiso ser tan grande como la realidad.
Hay pasajes de mi libro que me sé de memoria,
by heart
, dicen aquí. De corazón.
No es una expresión que use a la ligera.
Mi corazón es débil y poco fiable. Cuando me muera, será del corazón. Procuro castigarlo lo menos posible. Si presiento que algo ha de afectarlo, lo desvío hacia otro sitio. El vientre, por ejemplo, o los pulmones, que pueden colapsarse un momento, pero siempre vuelven a tomar aliento. Las pequeñas humillaciones cotidianas, por ejemplo, si al pasar por delante de un espejo me veo la cara de improviso, o estando en la parada del autobús unos chavales se acercan por detrás y dicen «¿No hueles a mierda?», suelo encajarlas con el hígado. Otros ataques los dirijo hacia distintos puntos. El páncreas lo reservo para la nostalgia de todo lo perdido. Es verdad que es un órgano muy pequeño para tantas cosas. Pero. Te sorprendería lo mucho que puede aguantar, lo único que siento es un dolor agudo, pero pasa enseguida. A veces imagino mi propia autopsia. Decepción que provoco en mí mismo: riñón derecho. Decepción que provoco en los demás: riñón izquierdo. Fracasos personales:
kishkes
. No pretendo haber hecho de eso una ciencia. Tan bien estudiado no lo tengo. Tomo las cosas como vienen. Es sólo que he observado cierta pauta. El día en que se atrasan los relojes y oscurece antes de lo que yo esperaba, eso, por razones que no puedo explicarme, lo noto en las muñecas. Y cuando me despierto con los dedos yertos, es casi seguro que estaba soñando con mi niñez. El campo donde solíamos jugar, el campo donde todo se descubría y todo era posible. (Corríamos tanto que nos parecía que íbamos a escupir sangre: para mí, ése es el sonido de la niñez, jadeos y trote de zapatos en la tierra dura.) Dedos yertos, así vuelve a mí, al final de mi vida, el sueño de mi niñez. He de ponerlos bajo el chorro del agua caliente, el vapor empaña el espejo, fuera hay revuelo de palomas. Ayer vi a un hombre dar un puntapié a un perro, y lo sentí detrás de los ojos. No sé cómo llamarlo. Es el sitio que está antes de las lágrimas. El dolor del olvido: las vértebras. El dolor del recuerdo: las vértebras. Todas las veces en que, de pronto, me doy cuenta de que mis padres han muerto, porque aun hoy me sorprende estar en este mundo cuando lo que me creó ha dejado de existir: las rodillas, y necesito medio tubo de linimento y muchos sudores sólo para doblarlas. Cada cosa tiene su momento, y cada vez que, al despertar, he caído en el error de creer por un momento que a mi lado dormía alguien: una hemorroide. La soledad: no hay órgano que pueda asimilarla toda.
Cada mañana, un poco más.
«Érase una vez un niño». Vivía en un pueblo que ya no existe, en una casa que ya no existe, al borde de un campo que ya no existe, en el que todo se descubría y todo era posible. Un palo podía ser una espada. Una piedra podía ser un brillante. Un árbol, un castillo.
Érase una vez un niño que vivía en una casa que estaba al borde de un campo y, al otro lado del campo, vivía una niña que ya no existe. Los dos se inventaban mil juegos. Ella era la reina y él era el rey. A ella le brillaba el pelo al sol del otoño, como una corona. Recogían el mundo a pequeños puñados. Cuando el cielo oscurecía, se despedían, y tenían hojas enredadas en el pelo.
Erase una vez un niño que amaba a una niña, y la risa de ella era como una pregunta que él quería pasar la vida contestando. Cuando teman diez años, le pidió que se casara con él. Cuando teman once, le dio el primer beso. Cuando tenían trece, se pelearon y estuvieron tres semanas sin hablarse. Cuando tenían quince, ella le enseñó la cicatriz del pecho izquierdo. Su amor era un secreto que no revelaron a nadie. Él le prometió que no querría a ninguna otra en toda su vida. «¿Y si yo me muero?», preguntó ella. «Ni aun entonces», dijo él. El día en que ella cumplía dieciséis años, él le regaló un diccionario de inglés y juntos aprendían las palabras. «¿Esto qué es?», preguntaba él resiguiéndole el tobillo con el índice, y ella buscaba la palabra. «¿Y esto?», preguntaba él dándole un beso en el codo. «
Elbow
!» «¿Qué palabra es ésa?», y entonces él lo lamía y ella se reía bajito. «¿Y esto qué es?», preguntaba él rozándole con el dedo la suave piel detrás de la oreja. «No lo sé», respondía ella, apagando la linterna y echándose de espaldas con un suspiro. Cuando tenían diecisiete años hicieron el amor por primera vez sobre un montón de paja, en un granero. Después, cuando ocurrieron cosas que nunca hubieran podido imaginar, ella le escribió en una carta: «¿Cuándo aprenderás que no hay una palabra para cada cosa?».