Él había empezado de forma casi brutal, arrancándole la ropa sin miramientos, con tanta impaciencia que le rompió los broches de la túnica. Después se quitó la capa, la estiró en el suelo y la tendió a ella encima. Pero cuando la abrazó y se dio cuenta de que Cleopatra temblaba de miedo, toda aquella violencia se convirtió de repente en suavidad.
—Nunca lo has hecho —dijo él. No era una pregunta, sino una afirmación.
Después la besó. Los labios y la lengua de él se sentían sorprendentemente suaves, como también su piel cuando, sin apartarse de ella, se fue quitando la armadura y la ropa usando tan sólo una mano. «Debe de tener mucha práctica en estas cosas», había pensado Cleopatra recordando los comentarios de los legionarios.
Ciertamente, César había demostrado tener experiencia. Ella estaba asustada, y de repente pensaba que su virginidad no suponía ninguna carga como llevaba lamentando tantos años, sino un don que debía mantener. ¿Por qué no permanecer así para siempre, como una Atenea o una Ártemis reencarnadas?
Sin embargo, César empezó a recorrer su piel con besos y caricias tan sutiles que poco a poco despertaron el deseo de su cuerpo pese a que su mente se negara a aceptarlo. Cuando quiso darse cuenta, la mano de Cleopatra, desobedeciendo a su voluntad, tomó el miembro de él para guiarlo hasta su interior, y lo sintió duro, cálido y seco entre sus dedos. El dolor de la primera vez no fue tan intenso ni largo como temía, pero tampoco el placer la llevó a las alturas de éxtasis que, según los tratados de amor, podía alcanzar una mujer.
«¿Y esto ha sido todo?», pensó cuando él se retiró de ella. Mas, para su sorpresa, él no se separó del todo, sino que siguió besándola y susurrándole que la odiaba porque ella lo había embrujado con su magia. «Te odio. Te odio, Cleopatra», insistía César. Aquellas palabras cosquilleando en sus oídos la enardecieron sin saber por qué, y volvió a rodearlo con los dedos y descubrió con sorpresa que aquel veterano guerrero estaba de nuevo listo para el combate.
La segunda vez resultó muy diferente. Algo inesperado estalló de repente en su interior, una explosión de calor húmedo que la pilló por sorpresa, y gritó sin poder controlarse mientras enlazaba las caderas de César con sus piernas y le clavaba las uñas en la espalda.
No recordaba en qué momento la había vencido el sueño. Su última memoria, que había querido creer una visión onírica más, era la de aquel momento de éxtasis tan intenso que casi se transformó en dolor y que la había asustado mucho; pues ella, siempre tan serena y controlada, se había sentido fuera de sí, poseída por algún dios.
«Un dios entre los hombres», repitió para sí abriendo los ojos y saliendo de aquella ensoñación momentánea.
Al oír un estrépito distante, se incorporó y se asomó de nuevo sobre la balaustrada. No muy lejos de su palacio, donde hasta entonces se levantaba un bellísimo edificio circular conocido como la mansión de Calírroe, ahora se alzaba al cielo una columna de polvo blanco.
«Un dios, sí, pero de la destrucción».
Sosígenes se acodó a su lado.
—No te preocupes, mi señora. Los reyes de Egipto siempre se han gloriado de ser grandes constructores. Gracias a César, tú podrás superarlos a todos.
—Agradecería que te guardaras para ti tus ironías, Sosígenes.
—No pretendía ser irónico. Creo que la llegada de César supone una bendición para ti.
—¿De veras? —preguntó Cleopatra, volviendo la mirada hacia él. Quería creer que Sosígenes estaba en lo cierto.
—Es un auténtico dios de la guerra.
«Un dios», repitió para sí Cleopatra, tomando aquellas palabras como un signo.
Sosígenes prosiguió:
—Tu hermano y su camarilla han cometido un terrible error. Han traicionado a César trayendo en secreto a su ejército para intentar destruirlo. Con eso lo único que han logrado es enfadarlo. Ahora no descansará hasta acabar con ellos. Lo cual te beneficiará a ti, convirtiéndote en reina única de Egipto.
—¡Pero el pueblo de Alejandría no lo aceptará! Si César elimina a mi hermano, se rebelarán contra él y de paso contra mí. Hay casi medio millón de habitantes en esta ciudad. Ni siquiera él podrá contra todos con sólo cuatro mil hombres.
—Y no olvides los veinte mil soldados de tu hermano.
—¿Ves cómo te estás burlando de mí?
—¡No! Justo lo contrario. César es extraordinariamente inteligente, y como todos los genios ofrece lo mejor de sí cuando se encuentra en situaciones extremas.
—¿Piensas eso de veras?
—Creo que César es la tercera persona más inteligente que conozco. La buena noticia es que tú eres la segunda, así que podrás manejarlo.
—¿Y puede saberse quién es la primera?
En el rostro de Sosígenes se dibujó una de esas sonrisas que a Cleopatra, por alguna razón, le recordaban a su gato.
—Si me haces esas preguntas, mi señora, me temo que voy a tener que bajarte en mi clasificación.
Cleopatra soltó una carcajada. Pero fue sólo un instante; al volver la mirada hacia la ciudad, divisó una nueva nube de polvo. Adiós al templo de Tot-Hermes. ¿Es que César no iba a respetar nada?
—Aunque logre vencer contra mi hermano, el pueblo de Alejandría me odiará por esto —dijo en tono lúgubre.
—No, mi señora. Sólo tienes que ganar esta guerra y esperar. La memoria de los humanos es muy corta. Si vences, al final los que se te oponen acudirán en tu auxilio. Y si reconstruyes la ciudad más hermosa de lo que era antes, algo que seguro que sabrás hacer, las lanzas se tornarán palmas y ramos de olivo.
«Como las rosas se volvieron piedras en su momento», pensó Cleopatra. Sosígenes llevaba razón, la multitud era voluble por naturaleza.
De repente notó una aguda punzada entre las ingles, un dolor hasta entonces desconocido que, sospechaba, tenía que ver con la pérdida de su virginidad. Eso hizo que su pensamiento regresara a César. Se mordió los labios para no proferir un gruñido de dolor y, cuando se le pasaron los pinchazos, dijo:
—Tú aseguras que podré manejar a César. Pero ¿cómo? Él tiene treinta años más que yo y mucha más experiencia en todo.
—Precisamente posees lo que a él le falta: juventud.
—¿Y con eso bastará?
—Si hubieses oído cómo pronuncia tu nombre, lo comprenderías.
A Cleopatra se le aceleró el corazón.
—Dime, tú que eres tan observador, ¿qué siente él por mí?
—Lo importante no es lo que sienta, sino qué haces tú con sus sentimientos —respondió Sosígenes—. Yo creo que él está encandilado por ti. Alimenta ese fuego. Pero debes tener cuidado.
—¿De qué?
—Si quieres dominar la situación y ser la dueña del hombre más poderoso del mundo, tienes que evitar enamorarte de él. Quiérele si así lo deseas, pero no te dejes llevar por la pasión.
—Nunca habría pensado que mi maestro de astronomía y matemáticas se convertiría también en mi maestro de sentimientos.
—Se me da bien interpretar los de los demás —respondió Sosígenes, ignorando la ironía de Cleopatra—. Una cosa más. ¿Has observado que suele llevar una carta en el cinturón?
—Sí.
—Está atada con una cinta amarilla, un doble lazo que sólo pueden haber atado unos dedos de mujer.
—¿Una carta de su amante? —se alarmó Cleopatra.
—No. Yo apostaría a que se trata de una carta de su hija.
—¿No era la esposa de Pompeyo?
—Sí. Y murió. César no tiene más descendientes. No quiere irse del mundo sin dejar huella de su sangre como le ocurrió a Alejandro. Pero en estos años no ha tenido tiempo de engendrar un hijo o no ha encontrado a la mujer que le pareciese adecuada.
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Que tendrás que darle un hijo. Con eso y con tu juventud, conseguirás que crea que ha venido a Egipto a renacer, algo a lo que un varón de su edad no podrá resistirse. A partir de ese momento, el hombre más poderoso del mundo estará a tus pies.
—El hombre más poderoso del mundo... —murmuró Cleopatra.
Abajo, en la explanada al pie del Faro, se oyó una trompeta, seguida por el redoble de cientos de botas claveteadas marchando al compás. «Es el relevo de la guardia», comprendió Cleopatra.
Otras botas sonaron mucho más cerca, a su espalda. La joven se dio la vuelta, arrebujándose una vez más en la capa. El recién llegado era Furio. A juzgar por el polvo que cubría sus cabellos y su cota de malla, debía de haber estado participando en alguna brigada de demolición.
—Disculpa la interrupción, señora. César me envía para traerte una noticia que dice que te interesará.
—Dímela pues, Furio.
—No sé muy bien lo que significa, señora, así que te la repito de memoria: «Ha llegado un mensajero de Elefantina. Las aguas llegaron después de lo esperado, pero subieron veinticinco codos».
—¿Eso es todo?
—Eso es todo, señora. —Ruborizándose un poco, el optio añadió—: ¿Es una buena noticia?
—Es excelente, Furio. Puedes retirarte.
El optio salió de la terraza y los dejó solos. Cleopatra calculó que veinticinco codos en Elefantina equivalían a catorce codos en Menfis. Eso significaba que al año siguiente no habría hambruna.
—Estás sonriendo, Cleopatra.
—¿Lo estoy?
—Sí.
—Ahora tú me dirás que la inundación no puede tener nada que ver con lo que ha ocurrido esta noche, porque las lluvias que traen la crecida cayeron en Etiopía hace más de un mes.
Él sonrió débilmente y negó con la cabeza.
—No, mi señora, no te diré eso. Incluso los incrédulos deben rendirse cuando los cielos envían señales de grandes cambios.
Tal vez Sosígenes se lo decía porque estaba convencido, o quizá lo hacía por el cariño que sentía por ella.
A Cleopatra le dio igual.
Que la crecida hubiese alcanzado el nilómetro de Elefantina muchos días antes no importaba. Lo significativo para Cleopatra era que la noticia le había llegado a ella justo después de entregar su virginidad a César.
Para ella, la relación entre causa y efecto no ofrecía dudas: Isis, Khnum y las demás divinidades, y sobre todo Hapi, el padre Nilo, bendecían la unión de su hija Cleopatra con aquel general romano, el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra, el dios entre los hombres.
Se llevó el escarabeo a los labios y lo besó, musitando: «Gracias, abuela». Mientras lo hacía, cerró los ojos y se imaginó cómo el ka de Neferptah sonreía en la otra vida.
Plasencia, abril de 2012
Se conoce muy poco de los primeros años de Cleopatra. No sabemos, por ejemplo, quién era su madre. Existió una Cleopatra llamada «Trifena» que figura en los documentos al lado de Auletes y que desaparece de ellos en el año 69 a.C. ¿Murió, cayó en desgracia? Se ignora. Cleopatra nació entre los años 70 y 69, de modo que ella y sus hermanos más jóvenes podrían haber sido hijos de otra madre distinta que Berenice, la primera de las hijas de Auletes. Ésa es la hipótesis que utilizo en la novela.
La relación de la madre de Cleopatra con el templo de Ptah en Menfis es una teoría que plantea, entre otros, la egiptóloga Joyce Tyldesley. Como señala en Cleopatra: Last Queen of Egypt: «Se sabe que Auletes tuvo una estrecha relación de trabajo con Pasheremptah III, sumo sacerdote de Ptah en Menfis, y no es imposible que esa relación se sellara con un matrimonio diplomático». Eso explicaría que, gracias a la familia de su madre, Cleopatra conociera el egipcio. Según Plutarco, podía hablar con sus súbditos en diversos idiomas, entre ellos etíope, hebreo, árabe o parto, «aunque los reyes anteriores no habían hecho ningún esfuerzo por aprender el idioma egipcio» (Marco Antonio, 27). A partir de esta información he creado el personaje de Neferptah —basado en una Berenice real—, la abuela que inculca a Cleopatra el amor por Egipto. La parte de Menfis es invención mía, puesto que ignoramos todo lo que hizo Cleopatra en esa época.
Sí se sabe que gobernó un tiempo con su padre y que a la muerte de éste se las arregló para que su nombre figurase sólo en los decretos, sin su hermano. Después, Cleopatra entra por fin en los textos de cronistas griegos y romanos como Plutarco, Apiano o Dión Casio. Gracias a ellos consta que sufrió destierro, que organizó un ejército en Siria para invadir Egipto y que acampó en el monte Casio mientras su hermano lo hacía en Pelusio. La localización del monte Casio es controvertida, ya que no hay montañas por las inmediaciones. Para lectores que quieran consultar Google Earth, lo he situado en 31º12’N y 33º04’E, sobre el lago Bardawil, la antigua ciénaga Serbonia.
Todo el mundo ha leído o visto en películas cómo Cleopatra se presentó ante César dentro de una alfombra enrollada. Sin embargo, la fuente de la anécdota, Plutarco, utiliza el término stromatódesmon, que se refiere a un saco de piel para guardar ropa de cama.
De Apolodoro sólo se sabe que era de Sicilia. Del mismo modo, Sosígenes, Iras o Carmión son poco más que nombres, esqueletos a los que he añadido carne y piel en esta novela. Las hazañas de Esceva las narra César en De bello civile y las comentan también Lucano y Valerio Máximo. Furio es un personaje ficticio, y asimismo lo es León el rodio; en cambio, Eufranor, el padre de éste, aparece mencionado en De bello Alexandrino —continuación de De bello civile, escrita por un colaborador de César, tal vez Aulo Hircio—.
En cuanto a las campañas de César contra Pompeyo, se trata de una materia mucho más conocida gracias a los textos del mismo César, las biografías de Plutarco, Los doce césares de Suetonio, las Cartas de Cicerón, Las guerras civiles de Apiano, la Historia de Roma de Dión Casio o incluso la Farsalia, el poema de Lucano.
La antigua Alejandría es una ciudad prácticamente perdida. Han colaborado en ello diversos terremotos, el avance de la línea costera y la costumbre de reutilizar las piedras para construir nuevos edificios. La Alejandría de la novela se basa en las descripciones de autores como Estrabón, César o el autor de De bello Alexandrino, en los dibujos del explorador y astrónomo Mahmoud-Bey en 1866 y, sobre todo, en la obra de Judith McKenzie que cito más abajo. Por ahora, el emplazamiento de lugares como el Museo o el Sema no deja de ser conjetural. En cuanto al Faro, hoy día tampoco quedan apenas restos. Aparte de los comentarios de los autores antiguos, existen descripciones de varios autores árabes hasta el siglo XIV, cuando fue destruido por varios terremotos.
En la época helenística se lograron avances científicos y tecnológicos que no se igualaron o superaron hasta el siglo XVII o más adelante. Por desgracia, casi todos los restos materiales se han perdido por una mezcla de tiempo, codicia, ignorancia y barbarie. Una triste muestra de esta última la tenemos en el destino que sufrieron los magníficos barcos hallados en el lago Nemi, no muy lejos de Roma, que fueron destruidos por los nazis.