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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (27 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Tembloroso, mareado, se puso de pie. Ardían sus pupilas, expuestas de nuevo a la luz, y estaba tan asfixiado bajo su túnica que le faltaba el resuello. Tras cubrirse la cabeza con la capucha, permaneció inmóvil unos segundos tratando de recobrar la compostura.

—¡Raistlin! —le invocó la dama, aferrada a su mano.

Su modo de pronunciar el nombre, el cálido acento de su llamada, amenazaron con quebrar su resolución. Y la textura de su carne inmaculada, que prometía mitigar el dolor, contribuía aún más a debilitarla.

Enfurecido por su propia flaqueza, el nigromante se deshizo del abrazo que lo atenazaba, antes de asir, ya libre, la hombrera del frágil hábito de la sacerdotisa. Sin darle opción a defenderse, desgarró el paño y, con la otra mano, restregó el pecho contra la hojarasca.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó, exasperado—. Si es así, aguarda la llegada de mi gemelo. No tardará en presentarse, estoy persuadido.

Tumbada entre las hojas, consciente de su desnudez al verla reflejada en los crudos espejos que configuraban los ojos del hechicero, Crysania se cubrió los senos con los jirones de su vestido y le examinó callada, perpleja.

—¿Para qué hemos llegado tan lejos, para amancebarnos en el bosque? —le imprecó él persistente, sin la menor conmiseración—. Creí que te movían aspiraciones más elevadas. Hija Venerable. Presumes de la ayuda de Paladine, te ufanas de tus poderes, mas ¿qué uso pretendes darles? ¿Piensas que la respuesta a tus oraciones es que yo caiga víctima de tus encantos?

El dardo acertó en su diana. La sacerdotisa se convulsionó e, incapaz en su vergüenza de hacerle frente, prorrumpió en lastimeros sollozos de espaldas a aquella criatura cruel, humillante. Sus greñas se esparcieron sobre los hombros, cubriendo de manera desigual su piel blanca, fina, exquisita.

Girando abruptamente sobre sus talones, Raistlin se alejó. Caminaba deprisa y, a medida que interponía distancia, se sosegaba su alterado ánimo. Se amortiguó la agobiante pasión y, al hacerlo, se despejó su cerebro.

Atisbo el fulgor de una armadura entre los arbustos y no pudo reprimir una sonrisa socarrona. Se cumplían sus predicciones. Caramon había emprendido la búsqueda de la mujer. Quizá juntos se consolarán de sus sinsabores pensó. A él poco le importaba.

Al arribar a la tienda, se refugió en su fresco, oscuro ambiente. La mueca desdeñosa todavía retorcía su boca, pero se desdibujó al recordar su vulnerabilidad frente a Crysania, lo cerca que había estado de rendirse y también, contra su deseo, los incitantes labios de la sacerdotisa, su calor. Se desmoronó en una silla y hundió la faz entre las manos.

La sonrisa volvió a ensanchar sus facciones media hora más tarde, cuando Caramon irrumpió en su aposento. El hombretón tenía el rostro enrojecido, los ojos dilatados, la mano crispada sobre la empuñadura de su espada.

—¡Debería matarte ahora mismo, bastardo! —lo insultó en un espasmo de cólera.

—¿Por qué motivo lo harías esta vez, hermano? —indagó Raistlin, sin interrumpir la lectura de un grueso tomo de hechicería—. ¿He asesinado a otro kender a quien profesas dulce amistad?

— ¡Lo sabes muy bien, vil gusano!

El guerrero estaba fuera de sí. Lanzando un reniego, le arrebató el libro arcano y lo cerró con estrépito. El contacto de la azulada cubierta le quemó los dedos, pero estaba demasiado indignado para sentir el dolor.

—He encontrado a Crysania en el bosque con el hábito desgarrado, llorando hasta perder el aliento. Y esos arañazos te delatan —le espetó.

—Esos arañazos me los hice yo mismo. ¿Acaso no te ha contado lo ocurrido?

—Sí.

—¿Te ha revelado que se me ofreció? —hurgó el nigromante en la herida.

—No puedo creerlo —fue la cortante respuesta.

—¿Y que yo la he repudiado? —continuó el mago, impasible, a la vez que clavaba en su gemelo una mirada fría, despreciativa.

— ¡No soporto tu presunción! —quiso replicar el general, pero Raistlin, seguro de su predominio, volvió a atajarlo.

—Lo más probable es que ahora, en la penumbra de su tienda, dé gracias a los dioses por mi actuación. Lo cierto es que la amo lo bastante para salvaguardar su virtud—confesó.

Deseoso de restar dramatismo a la escena, el hechicero emitió una risa sarcástica que traspasó el corazón de Caramon cual una daga envenenada.

—¡Mientes! —acusó a su hermano al mismo tiempo que, agarrándole por el pectoral de la túnica, lo levantaba de su asiento—. Y tampoco ella ha dicho la verdad. Con tal de protegerte es capaz de fraguar cualquier embuste.

—Retira tus manos —le ordenó el archimago en un susurro.

—¡Voy a mandarte al Abismo! —lo amenazó el otro.

— ¡Retira tus manos! —insistió Raistlin.

Al comprobar que el guerrero no había de obedecerle, que ni siquiera le escuchaba, el atacado recurrió a su arte. Iluminó la primorosa urdimbre un resplandor de luz azulada, sucedido por un chasquido y un sonido sibilante, y Caramon emitió un grito de dolor antes de soltarlo, víctima de un flagelo invisible que paralizó sus vísceras.

—Te lo advertí —comentó el hechicero, alisando las arrugas de su atavío y volviendo a su silla.

—¡Por los dioses que he de segar tu abyecta existencia! —rugió su gemelo con las mandíbulas apretadas.

Como para confirmar su resolución, desenvainó la espada. Raistlin, lejos de amedrentarse, abrió el volumen por la página que estudiaba al aparecer el hombretón y, abstraído, lo invitó:

—Adelante, acaba cuanto antes. Tantos desafíos comienzan a aburrirme.

En sus ojos brillaba una llama de ambiguo portento, una indiferencia insolente.

—Vamos, inténtalo —azuzó a su agresor—. Nunca regresarás a casa.

—¡Eso ahora carece de importancia!

Ofuscado por el odio y los celos, el guerrero dio un paso hacia su adversario, quien, sin mover un músculo, lo aguardaba con aquella singular expresión en su enjuto rostro.

—¡Inténtalo! —lo apremió.

Caramon elevó su arma.

— ¡General!

Quien así le llamaba, impidiéndole la realización de sus designios, era uno de sus soldados. Oyó gritos de alarma en el exterior, ecos de pisadas que corrían de un lado a otro y, frustrado, contuvo el impulso de su estocada. Aunque le cegaban lágrimas de ira, fijó en su víctima una sombría mirada.

—General, ¿dónde estás?

Se acercó el tumulto, dirigido hacia la tienda de Raistlin por el guardián personal de su gemelo, que conocía su paradero.

—¡Aquí! —vociferó al fin Caramon. Volvió la espalda a su rival, encajó el filo en su funda y descorrió la cortinilla—. ¿Qué ocurre?

—General... ¡Pero si tienes las manos quemadas! ¿Cómo...?

—Olvídalo, no es nada. ¿Qué ibas a comunicarme? —urgió al hombre que encabezaba al agitado tropel.

—¡La bruja ha dejado el campamento!

—¿Que nos ha dejado? —repitió él, en la cumbre de la desesperación.

Tras espiar a su hermano con una hostilidad más penetrante que su templado acero, el fornido luchador salió precipitadamente del lóbrego refugio. Invadieron los tímpanos de Raistlin sus imperiosas demandas, las explicaciones de sus subordinados.

Resuelto a no escuchar tan molesto vocerío, el archimago cerró los ojos y suspiró. Caramon había perdido una espléndida oportunidad de matarle.

Delante de él, extendiéndose en una línea recta y angosta, el rastro de su arcano antecesor lo guiaba de manera inexorable.

4

La fuga de Crysania

Caramon había alabado su pericia como amazona, y, sin embargo, hasta que abandonara Palanthas en compañía de Tanis el Semielfo, en un viaje que había de conducirla al bosque mágico de Wayreth, Crysania no había estado cerca de un caballo más que cuando paseaba en uno de los elegantes carruajes de su padre. Las mujeres de su ciudad no cabalgaban, ni siquiera por placer, pese a ser ésta una costumbre muy extendida entre las otras habitantes de Solamnia.

Pero todo aquello fue en su vida anterior. La sacerdotisa sonrió pesarosa mientras, a la grupa de su corcel, hundía los talones en sus flancos para hostigarlo a mudar su trotecillo por un raudo galope. ¡Cuan lejana estaba su otra existencia!, ¡cuan distante!

Agachó la cabeza a fin de esquivar unas ramas suspendidas a escasa altura y prosiguió la marcha, sin mirar atrás en ningún momento. Confiaba en que sus perseguidores tardarían en emprender la búsqueda, ya que Caramon debía atender a los emisarios y no osaría enviar a sus soldados sin ponerse él al frente. ¡No para perseguir a una bruja!

De pronto estalló en carcajadas. «¡No puede negarse que ése es el aspecto que ofrezco!» pensó.

No se había molestado en cambiar su harapiento atavío por otro más acorde con su condición. Al encontrarla el general en la espesura, había atado sus jirones mediante retazos de su propia capa y, además, su vestido perdió tiempo atrás su inmaculada blancura, después de exponerlo en su periplo al polvo, al barro y a la intemperie, hasta tomar una tonalidad grisácea. Ajados y sucios, llenos de salpicaduras, los pliegues revoloteaban en torno a su figura como plumas marchitas. Su cabello era un amasijo de greñas. Apenas veía a través de los enredos.

Cuando salió del bosque, tiró de las riendas de su cabalgadura a fin de estudiar las anchas llanuras herbáceas que se desplegaban ante sus ojos. El animal, habituado a un lento avance en las filas del multitudinario ejército, resoplaba excitado tras tan inusitado ejercicio. Todos sus instintos lo incitaban a seguir, a correr, movía la cabeza y las patas de un lado a otro, anhelante de ceder a la invitación de aquellas planicies que parecían no tener fin. Crysania hubo de acariciarle la testuz con objeto de calmarlo.

—Vamos, pequeño —le ordenó al rato, y le dio libertad de acción.

Con un relincho, el equino enderezó las orejas y se lanzó brioso, exultante en pos del campo. Aferrada a su crin, también la dama se abandonó al goce que le proporcionaba haberse deshecho de sus ligaduras. El tibio sol vespertino constituía un grato contraste para los aguijones que el viento clavaba en su piel. El ritmo trepidante del galope y el atisbo de miedo que siempre le produjo montar ensanchaban su maltrecho corazón.

Mientras así viajaba, se cristalizaron sus planes en su mente, más concisos y perfilados que el canto de un mineral. Ante ella el territorio se oscurecía bajo las sombras de un bosque de pinos; a su derecha, los nevados picos de los montes Carnet refulgían al reverberar en su albo manto los haces solares. Después de dar un brusco tirón de las riendas y, de este modo, recordar al animal que era ella quien mandaba, lo obligó a aminorar la desenfrenada marcha y lo guió en dirección a la lejana espesura.

Hacía casi una hora que Crysania se había fugado del campamento cuando Caramon consiguió salvar el compromiso que le impedía darle alcance. Como había previsto la sacerdotisa, tuvo que explicar la situación a los emisarios y asegurarse de que su partida no les causaría ofensa. Tales preliminares le ocuparon bastante tiempo, porque el hombre de las Llanuras apenas hablaba la lengua común y no comprendía en absoluto la enanil, y su achaparrado colega, aunque no hallaba dificultad en expresarse en el idioma del general —razón por la que había sido elegido para su cargo— no desentrañaba su «extraño» acento y le rogaba una y otra vez que repitiera sus frases.

El guerrero intentó informarles de la auténtica identidad de Crysania y la compleja relación que mantenían. Pero ninguno de sus oyentes dio muestras de asimilar los detalles y, desazonado, el narrador se limitó a contarles lo que de todos modos acabarían por susurrarles confidencialmente, que era su mujer y había huido de su lado.

El bárbaro asintió. Las féminas de su tribu, notorias por su carácter salvaje, se mostraban a menudo tentadas de cometer actos parecidos, y el robusto mensajero recomendó al general que, en cuanto atrapara a la prófuga, le rapara la cabeza en castigo a su desobediencia. El enano quedó perplejo al oír tales historias de deslealtad, dado que las hembras de su raza antes se rasurarían las sagradas patillas que abandonar casa y esposo. Pero estaba entre humanos. No cabía esperar sino reacciones absurdas.

Los dos enviados desearon a Caramon un feliz desenlace y se dispusieron a disfrutar de las amplias provisiones de cerveza. Aliviado por su comprensiva actitud, el general corrió en busca de Garic a fin de cerciorarse de que le había ensillado un caballo y lo tenía a su disposición.

—Hemos descubierto su rastro, general —anunció el joven caballero—. Tomó la ruta del norte, por un angosto sendero que se interna en el bosque. Monta un corcel muy rápido. Debo admitir que supo seleccionar uno de los mejores —añadió sin ocultar su admiración—. Aun así, no creo que llegue lejos antes de que la alcances.

—Gracias, Garic —dijo el hombretón mientras se encaramaba a la grupa del equino—. ¿Qué significa esto? —vociferó, mudando su tono al percatarse de que había otro preparado—. He manifestado con total claridad mi propósito de ir solo...

—He resuelto acompañarte, hermano —declaró alguien en la penumbra.

El guerrero dio media vuelta en el instante mismo en que el archimago salía de su tienda, ataviado con su negra capa y las botas que solía calzarse en las largas expediciones. Caramon gruñó en franco desacuerdo, mas Garic se hallaba ya junto al intruso para, solícito y respetuoso, ayudarle a montar sobre su animal preferido, una criatura de pelambre azabache y nervio vivo. Sabedor de que su gemelo no se atrevería a vituperarle en presencia de sus hombres, Raistlin exhibió ante él una mueca irónica y subrayó su triunfo mediante los destellos maléficos que arrancaba el sol de los arcanos espejos de sus pupilas.

—No debemos entretenernos, el tiempo apremia —rezongó el general cuya cólera, pese a su esfuerzo en disimularla, era patente—. Garic, quedarás al mando hasta mi regreso. Cuida de que se agasaje a los huéspedes y ordena a los campesinos que reanuden sus prácticas en el campo de adiestramiento. Han de clavar sus lanzas en los muñecos de paja, no hacerse cosquillas entre ellos.

—Me ocuparé de todo, señor —respondió el aludido, con grave ademán, saludándolo a la manera tradicional de su Orden.

El recuerdo de Sturm Brightblade surcó como un relámpago la mente del hombretón y, con él, afloraron imágenes de su juventud, de los días en que su hermano y él viajaban al lado de sus amigos, de Tanis, Flint y el propio Sturm. Temeroso de delatar la emoción que lo embargaba, azuzó a su caballo y se alejó presto del campamento.

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