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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (29 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—¿A qué te refieres? —insistió Caramon, escéptico—. ¿Qué propósito es ese que no cesas de mencionar?

—Se halla en grave peligro —declaró el nigromante en vez de satisfacer su demanda.

—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has visto algo?

El guerrero estaba alarmado y la voz de su oponente, ribeteada de ira, no contribuyó a apaciguarlo.

—¿Qué quieres que vea, necio? —lo insultó, incorporándose y corriendo hacia su corcel—. ¡Lo que hago es recapacitar, emplear mi mente! En ese pueblo apartado, la sacerdotisa se dispone a rehabilitar a los vituperados dioses. Espera que sus arengas despierten de nuevo el sentido religioso de los lugareños.

—¡En nombre del abismo! —renegó Caramon, boquiabierto—. Has acertado, Raist —agregó después de unos instantes de meditación—. La oí hablar de ese proyecto, aunque nunca tomé en serio sus palabras.

Al comprobar que su hermano deshacía las ligaduras del caballo y se preparaba para montarlo, fue raudo a su encuentro y posó la mano sobre la brida.

—¡No te precipites! —suplicó al resuelto mago—. Ahora no podemos hacer nada. Habrá que aguardar hasta mañana. Sería una imprudencia recorrer en la oscuridad los accidentados senderos montañosos. Sabes tan bien como yo que los animales son propensos a tropezar cuando avanzan en la negrura. Se ponen nerviosos; si tenemos la mala fortuna de que den un paso en falso podrían romperse una pata. ¡Y prefiero no aludir a las criaturas que quizás anidan en estas frondosidades que nunca han sido desbrozadas!

—Mi bastón nos alumbrará —ofreció Raistlin, que lo portaba ensartado en las correas de la silla.

Empezó a elevar su cuerpo pero un virulento ataque le obligó a detenerse, aferrado a la silla y sin aliento. Cuando cedieron los espasmos, Caramon reanudó su discurso.

—Atiende, Raist —le susurró en actitud conciliadora—. No me inquieta menos que a ti la suerte de Crysania mas, en mi opinión, exageras. Seamos sensatos. Has reaccionado como si la dama se hubiera introducido en una guarida de goblins. ¡Y tú criticas mi atolondramiento! En cuanto vislumbren la aureola luminosa de tu cayado, los moradores de esa jungla se sentirán atraídos hacia ella como la polilla hacia el fanal. Los caballos están extenuados, y tú apenas puedes respirar. ¿Qué pasará en el caso de que tengamos que enfrentarnos a un enemigo, a algún ente vivo o muerto que nos aceche desde las sombras? Acampemos aquí y partamos al despuntar el nuevo día, una vez hayamos repuesto fuerzas.

El hechicero se quedó inmóvil y, con las manos enlazadas en el pomo de su montura, miró a su gemelo. Intentó discutir, pero se lo impidió un virulento acceso de tos que le hizo desistir de su empeño. Resignado, soltó la silla y se apoyó en el terso flanco del corcel.

—Tienes razón, hermano —asintió en un murmullo entrecortado.

Asustado por su inusitada docilidad, más aún que por su quebranto, el hombretón hizo ademán de auxiliarlo. Antes de que Raistlin se percatara, no obstante, contuvo su ímpetu, consciente de que tal despliegue sólo obtendría un humillante rechazo. Como si nada hubiera sucedido, desanudó de las cinchas la cama de campaña mientras parloteaba con aire casual sobre cuestiones prácticas, intrascendentes.

—Extenderé tu lecho para que te acuestes. Me arriesgaré a encender una pequeña fogata y, de ese modo, podrás calentar esa pócima que tanto te alivia. Luego sacaré la carne y las verduras que me ha dado Garic, unas provisiones exiguas pero que, guisadas adecuadamente, nos proporcionarán alimento. Haré un estofado, como en los viejos tiempos.

»¡Por los dioses! —exclamó sonriente—. Pese a ignorar de dónde surgiría el próximo acero destinado a traspasarnos, comíamos bien en nuestras correrías. ¿Te acuerdas? Nada nos quitaba el apetito, y tú solías arrojar a la marmita una hierba especiada. ¿Qué era? —Fijó la vista en lontananza, en su afán de desentelar las brumas del olvido—. Vamos, ayúdame, se trataba de uno de tus ingredientes mágicos. Tengo el nombre en la punta de la lengua. Se asemejaba a nuestro apellido. ¿Majerina, merjoría? ¡Ja! —se carcajeó—. Acabo de rememorar aquella ocasión en que tu maestro nos sorprendió cocinando con los componentes arcanos como aditamento. Casi se desmayó.»

Suspiró, y se aplicó a la ardua tarea de aflojar los nudos.

—He probado platos exquisitos desde entonces —prosiguió al rato—, en las situaciones más dispares que cabe imaginar. Me he regalado en palacios, bosques elfos y mugrientas posadas, mas nunca hallé nada equiparable a nuestro estofado. Me gustaría hacerlo de nuevo, aunque no sé si me saldrá igual de sabroso...

Le interrumpió un quedo crujir de tela y, sabedor de que Raistlin había vuelto la encapuchada cabeza y le examinaba con suma atención, tragó saliva y se concentró en su tarea. Había expuesto ante el mago su lado vulnerable, así que no le quedaba otra alternativa que soportar su censura, su burla escarnecida.

Los ropajes crujieron de nuevo, y el guerrero notó que depositaban en su mano una liviana bolsa.

—Mejorana —le aleccionó Raistlin—. La hierba se llama mejorana.

5

Muerte en el valle

Hasta que no llegó a los aledaños de la aldea, Crysania no se percató de que algo extraño sucedía.

Caramon lo habría advertido sólo con otear el panorama desde lo alto de la colina. Habría reparado en la ausencia en las chimeneas del humo revelador de que se preparaban las cenas en los hogares. Y también le habría sorprendido el silencio antinatural. No se oían los gritos de las madres llamando a sus hijos, ni las estrepitosas recuas de bueyes que tiraban de los arados camino del reposo, ni los alegres saludos de los vecinos al recogerse en sus moradas tras una larga jornada de faenar en los campos. Tampoco le habría pasado inadvertida al general la quietud en la normalmente animada fragua, ni habría dejado de preguntarse el motivo de que en las ventanas no brillase el reflejo de los candiles. Y, al alzar la vista, habría distinguido alarmado la enorme cantidad de carroñeros que revoloteaban en círculos sobre el pueblo.

Todo esto habría llamado la atención del guerrero, de Tanis el Semielfo o de Raistlin, quienes, de tener que seguir adelante, lo habrían hecho con la mano en torno a la empuñadura de la espada o un hechizo defensivo en los labios.

No obstante, la sacerdotisa penetró despreocupada en el lugar y transcurrieron unos minutos antes de que experimentara un primer asomo de inquietud. Nació este sentimiento cuando, al mirar a su alrededor, no vio a nadie. Escudriñó su entorno, y al hallarlo vacío, levantó los ojos hacia el cielo. Fue entonces cuando descubrió a las aves, cuyos chillones graznidos frente a su intrusión interrumpieron el hilo de sus meditaciones. Los pájaros se alejaron en la creciente penumbra para, con un perezoso aleteo, posarse en los árboles o fundirse en las sombras del ocaso.

Sin conceder excesiva importancia a este hecho, Crysania desmontó delante de un edificio que una enseña proclamaba como albergue y, después de atar su caballo a un poste, se acercó a la puerta principal. Si en realidad se trataba de una posada era pequeña, pero bien construida y con un ambiente acogedor gracias a las cortinas con volantes que, en medio de la desolación, le conferían un aspecto contrario al pretendido. En efecto, a la dama el establecimiento se le antojó siniestro a causa de la paz sobrenatural que lo envolvía. No ardían luces en el interior, y la noche comenzaba a engullar el arracimado caserío. Estremecida, abrió el acceso.

—¡Hola! —saludó vacilante; pero sólo contestaron a su llamada los discordantes gritos de las aves—. ¿Hay alguien aquí? Busco un aposento...

Murió su voz, consciente de que la sala estaba desierta. Quizá la población en peso había abandonado la aldea para unirse al ejército de Fistandantilus. Ella misma había sido testigo del poder de convocatoria de Caramon y sus seguidores. Mas, de ser tal el caso, sólo habrían quedado los muebles, ya que todos cuantos se enrolaban llevaban consigo sus pertenencias. En aquel comedor, en cambio, incluso había una mesa servida.

Al adaptarse sus ojos a la tenue luminosidad, atisbo copas llenas de vino y botellas abiertas sobre el sencillo mantel. Un examen más minucioso le reveló que no había comida y que los platos se encontraban fragmentados en el suelo junto a unos huesos roídos. Dos perros y un gato que merodeaban alrededor de éstos, hambrientos en apariencia, le dieron una idea de lo ocurrido.

Una escalera conducía al piso superior. Pensó en subir a inspeccionar, pero le faltó valor y decidió dar antes una vuelta por el lugar. Alguien debía de quedar, alguien que pudiera explicarle qué estaba sucediendo.

Recogió un fanal, prendió la mecha con la yesca de su hatillo y volvió a salir a la calle, sumida ahora en una absoluta negrura. ¿Dónde podían estar los habitantes? Aquella soledad no era fruto de un ataque, de haber sido así las secuelas de la lucha se harían patentes en signos tales como cantos desportillados en el mobiliario, restos quebrados de armas, charcos de sangre e, inevitablemente, cadáveres.

Aumentó el desasosiego de la sacerdotisa al detenerse frente a la venta. Su equino relinchó en cuanto traspasó el umbral. La asustada mujer hubo de refrenar su impulso de saltar sobre el lomo del corcel y huir a toda velocidad. El animal estaba cansado, no podía continuar viaje sin dormir ni alimentarse. Este último pensamiento indujo a Crysania a desanudar el ronzal y conducirlo hasta las cuadras, que se hallaban situadas en la fachada trasera del local. Estaban vacías, algo que nada tenía de insólito si se considera que los caballos eran un lujo en los tiempos que corrían. Al menos, en las dependencias había abundante forraje y agua que aliviarían las necesidades del corcel y que, además, demostraban que se recibían huéspedes con cierta frecuencia. Colocando el fanal en un estante, la dama soltó las cincha y, una vez hubo desensillado a su cabalgadura, procedió a cepillar su pelaje.

Sabía que sus movimientos eran torpes, desatinados, debido a la falta de práctica en tales menesteres, pero el equino piafó satisfecho y, cuando lo dejó a su albedrío, se dirigió a un montículo de heno y empezó a ramonear.

Tras recuperar el candil, la sacerdotisa regresó a las despobladas, lóbregas callejas. Ojeó las viviendas, las exiguas vitrinas de los comercios, sin éxito. No había un ser viviente.

De pronto, al cruzar la calzada, oyó un ruido. Su corazón cesó de latir, la luz del farolillo osciló en su trémula mano. Interrumpió su deambular para aguzar sus sentidos, diciéndose que era un animal el que había provocado aquellos ecos.

No, estaba equivocada. Se repitió el sonido y la sacerdotisa constató que provenía de una acción acompasada, siempre la misma, y que por lo tanto había en ella un propósito definido. Era singular, parecía como si alguien removiese tierra y luego la arrojara a un agujero en puñados de bastante peso. Nada había de ominoso o amenazador en aquel trajinar y, sin embargo, Crysania se resistía a investigar su origen.

«¡Soy una necia!», se reprendió a sí misma. Disgustada por su cobardía, desencantada frente al revés que sufrían sus planes y, sobre todo, ansiosa de descubrir qué pasaba, echó a andar en actitud resuelta. A pesar del arrojo que le imponía su voluntad no pudo evitar que su mano, por su propia iniciativa, asiera el Medallón de Paladine.

Se acrecentó el volumen acústico del trasiego al llegar al final de la hilera de casas que contenía su expansión. Mientras doblaba, sigilosa, la esquina, la dama comprendió que debería haber amortiguado la llama de su fonal. Demasiado tarde, al sentirse iluminada, la figura que producía los peculiares ruidos se giró de manera abrupta sobre sus talones, puso la mano en visera sobre sus ojos y examinó a la recién llegada.

—¿Quién eres? —inquirió con timbre masculino—. ¿Qué quieres de mí?

El hombre no dio muestras de espantarse. Tan sólo hizo un gesto que denotaba agotamiento como si Crysania, al irrumpir en su trabajo, constituyera una molestia adicional.

En vez de contestar, la animosa mujer se aproximó al desconocido. Sus sospechas eran ciertas: aquel individuo desplazaba tierra con ayuda de una pala que, en el radio de acción del candil, se dibujaba nítidamente. Tan atareado estaba que ni siquiera se había dado cuenta de que ya era de noche.

Alumbrando el rostro del curioso individuo, la mujer le escrutó. Era joven, no sobrepasaba la veintena. Sus facciones eran las de un humano pálido, serio, y lo cubrían unas vestiduras que, de no ser por el irreconocible signo que adornaba su pectoral, su observadora habría identificado como un hábito clerical. Al abordarlo, Crysania lo vio vacilar. De no apoyarse en su herramienta quizás habría caído al suelo y, aun así, estaba tan extenuado que apenas podía sostenerse en pie.

Olvidados sus resquemores, la Hija Venerable corrió a socorrerlo. Pero él reprimió su impulso mediante un seco ademán.

—¡Aléjate! —le ordenó.

—¿Cómo? —vociferó, atónita, la dama.

— ¡Aléjate! —persistió él en tono más apremiante.

La pala se negó en ese instante a prestarle soporte y se desplomó sobre sus rodillas, al mismo tiempo que se apretaba el estómago con las manos cual si lo atormentara un dolor insufrible.

—Me niego a obedecerte —se rebeló Crysania, remisa a abandonar a un herido o un enfermo.

Cuando se inclinaba hacia él a fin de rodearlo con su brazo y ayudarlo a incorporarse, la mirada de la sacerdotisa se posó de forma accidental en su tarea. Quedó petrificada.

Lo que se desplegó ante sus pupilas, los ruidos que tanto la habían intrigado, respondían a un tétrico afán. El joven humano estaba tapando una tumba colectiva.

En el fondo de la fosa se amontonaban los cuerpos exánimes de niños y adultos. No se adivinaban en ellos señales de violencia, ni tampoco llagas o huellas de sangre. Sea como fuere, era indiscutible que todos estaban muertos y, a juzgar por el abultado amasijo que constituían, debía de tratarse de la población entera.

Estudió con más detenimiento al muchacho y vislumbró, además del sudor que chorreaba por sus pómulos, sus ojos vidriosos. Tales síntomas de calentura no le dejaron lugar a dudas sobre lo que acontecía.

—Intenté prevenirte —dijo él, medio asfixiado—. Padezco fiebres infecciosas.

—Acompáñame —repuso la dama, compadecida.

Tras volver la espalda al dantesco espectáculo de la fosa, sostuvo al doliente con ambos brazos sin arredrarse por sus forcejeos.

—¡Olvídame! —le suplicó el enfermo—. Te contagiaré mi mal y perecerás en pocas horas.

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