La Guerra de los Enanos (22 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Y, para colmo de desventuras, circulaba de boca en boca la noticia de que un ejército viajaba hacia Thorbardin desde la malhadada Solamnia, un ejército conducido por un poderoso mago de Túnica Negra.

—Muy bien, tú ganas —se rindió el soberano ante su leal seguidor—. Puedes comunicar a ese Enano de las Colinas que nos encontraremos en la sala de los thanes o gobernadores hoy mismo, en la hora de la Vigilia. Procura convocar a los portavoces de los otros clanes. Celebraremos esa reunión, ya que tan encarecidamente la recomiendas.

Kharas, esbozada una sonrisa en sus labios, se inclinó en tan pronunciada reverencia que las puntas de su luengua barba casi rozaron sus botas. Duncan, por su parte, respondió a su cortesía con un breve asentimiento y abandonó las almenas entre el matraqueo de sus pisadas, que daban la medida de su descontento como no lo habría hecho ninguna declaración verbal. Los centinelas apostados en las torres saludaron sin aspavientos al monarca y, de inmediato, reanudaron su guardia. Los enanos son criaturas independientes, que profesan fidelidad a su clan y dejan en segundo plano la obediencia a cualquier otra causa, aunque la promueva el mismo rey. Respetaban a su paladín, mas no estaban dispuestos a someterse sin condiciones; y él lo sabía. Preservar su rango era una batalla diaria.

Los conciliábulos, interrumpidos por la veloz retirada de Duncan, fueron reemprendidos en cuanto el monarca entró en la mole. Los soldados eran conscientes de que se avecinaba una contienda y, a decir verdad, ansiaban pelear. Al oír sus inflamados comentarios sobre refriegas y combates, al constatar su entusiasmo, Kharas no pudo reprimir un nuevo suspiro.

Concentrándose en su quehacer, el personaje de insólita estatura —siempre según los cánones de su raza— partió en busca de la delegación del Clan de las Colinas, tan alicaído su ánimo como pesado se le antojaba el gigantesco mazo que portaba, un pertrecho que sus compañeros apenas podían levantar del suelo. También Kharas preveía el estallido de un conflicto y esta perspectiva le inspiraba reacciones similares a las que tuvo cuando, de niño, visitó la ciudad de Tarsis y se demoró en la playa para admirar sobrecogido el romper de las olas sobre la arena. Al igual que la hinchada marea, la reyerta era algo inevitable. Mas, pese a no abrigar ninguna duda al respecto, perserveraría hasta el último momento en su afán de impedirla.

Nunca se molestó en guardar en secreto su repulsa a la guerra, aprovechaba la más mínima ocasión para exponer sus argumentos en favor de la concordia. Eran numerosos los enanos a quienes les extrañaban tales manifestaciones, pues Kharas era tenido por un héroe de su raza que, en su adolescencia, había figurado entre los más encarnizados enemigos de las legiones de goblins y ogros durante las escaramuzas que fomentara el príncipe de los Sacerdotes de Istar.

Era aquélla una época de confianza entre los pueblos. Aliados de los Caballeros de Solamnia, los enanos acudieron en su auxilio cuando los goblins invadieron su morada. Se debatieron juntos, y a Kharas le impresionó en gran medida el severo Código que presidía las actuaciones de los nobles humanos mientras que los caballeros, a su vez, quedaron perplejos ante la pericia del entonces joven luchador.

Más alto y fuerte que los otros miembros de su hermandad, este enano singular blandía un mazo de grandes dimensiones que él mismo había confeccionado —cuenta la leyenda que con ayuda de Reorx, su dios—, siendo incontables los episodios en que contuvo en solitario el avance de los invasores para dar tiempo a sus tropas a reorganizarse.

Su valor le valió entre los caballeros el apelativo de Kharas que, en su lengua, significaba precisamente eso, «caballero». Se trataba del mayor honor que su Orden concedía a criaturas pertenecientes a otras etnias.

Al regresar a casa, el apodado Kharas descubrió que su fama se había extendido. Podría haberse instituido en general de las tropas enaniles o incluso en rey, de haberlo querido. Pero no eran tales sus aspiraciones. Prefirió respaldar a Duncan, y muchos de sus congéneres creían que el soberano debía el ascenso al poder en el interior del clan a su poderosa influencia. Si fue así, no por ello se enturbiaron sus relaciones. El ponderado monarca brindó su sincera amistad al laureado héroe, de tal modo que el espíritu práctico de uno frenaba el idealismo del otro.

Sobrevino el Cataclismo, el peor azote en la historia de Krynn. En los años posteriores a la catástrofe, más terribles que el terremoto mismo, la valentía de Kharas fue guía y ejemplo de sus hermanos. Suyo fue el discurso que obró la unión de los thanes y el nombramiento de Duncan. Las dewar depositaron en él su confianza, pese a su esquivo carácter y, gracias al tono conciliador de sus pláticas, las desavenidas sectas de su pueblo no sólo lograron sobrevivir, sino prosperar.

Ahora, este personaje que tanto hizo por los suyos se hallaba en sazón. Se casó en sus años mozos, mas su esposa murió en el Cataclismo y, fiel a las normas por las que se regía su pueblo, no contrajo segundas nupcias. No nació de su enlace ningún hijo que perpetuase su nombre, si bien, a la vista de las perspectivas de futuro, que nada bueno auguraban, Kharas se alegró de no tener que preocuparse por un vástago.

—Reghar Fireforge, de los Enanos de las Colinas, y escolta.

El heraldo hizo esta presentación enhiesto, solemne, golpeando el duro suelo de granito con el extremo de la lanza de ceremonias. Entró inmediatamente el séquito de visitantes y, todos a una, avanzaron hacia el trono donde estaba sentado Duncan. Según lo acordado, se hallaban en la sala de los thanes de la legendaria fortaleza de Pax Tharkas. En torno al monarca, un poco retiradas, habían dispuesto sillas de bajo respaldo, algo desvencijadas a causa de las prisas, para los representantes de los otros clanes que actuarían como testigo de sus respectivos cabecillas. Tan sólo eran eso, testigos que debían informar de cuanto allí se dijera o sucediese. Dado el estado de guerra, la autoridad descansaba en manos de Duncan, dentro, naturalmente, de las limitaciones que imponía el talante poco sumiso de los enanos.

Los seis enviados eran, en realidad, simples capitanes de división. Aunque en principio sólo existía una unidad colectiva formada por miembros de todos los clanes, las circunstancias no dejaban olvidar que la componían grupos diversos hermanados de manera ocasional. Cada uno tenía sus hombres y sus conductores, cada uno vivía separado de los otros, y no eran inusuales los enfrentamientos entre clanes a los que enemistaban antiguos feudos de sangre. Duncan hizo cuanto pudo para mantener hermética la tapa de aquellas bullentes marmitas, pero las presiones la hacían saltar más a menudo de lo deseable.

Ahora, sin embargo, acechados como estaban por un adversario común, reinaba una cierta armonía. Incluso el representante de los dewar, un capitán sucio y harapiento llamado Argat que, al estilo de sus bárbaros ancestros, llevaba la barba anudada en burdos nudos y se entretuvo durante los preliminares arrojando un cuchillo al aire y recogiéndolo en pleno descenso, escuchó las presentaciones con un desdén inferior al que habitualmente exhibía.

También había en la variopinta asamblea un capitán de enanos gully. Conocido como el Highgug, su presencia se debía tan sólo a la cortesía del máximo mandatario. Habida cuenta de que la voz high, en todas las lenguas enaniles, significa «alto», y que gug corresponde a «privado», en el dialecto particular de los gully, su cargo era el de «alto privado» una dignidad irrisoria dentro del ejército si bien, para los de su clan, revestía un honor extraordinario que merecía el respeto, la veneración casi, de las tropas a él encomendadas. Duncan, siempre diplomático, se mostró en todo momento amable con el Highgug y, así, se granjeó su lealtad, desoyendo a quienes opinaban que tan terca obediencia era más un inconveniente que una ayuda. Cuando alguien cuestionaba su actitud, el rey respondía que «nunca se sabe», que él consideraba una política acertada ponerse a los súbditos de su lado.

Allí estaba, pues, el Highgug, aunque pocos le vieron. Habían situado su asiento en un oscuro rincón, donde le ordenaron que permaneciese quieto y callado, instrucciones ambas que el enano siguió al pie de la letra. A decir verdad, hubieron de retirarle dos días más tarde, ya que nadie le indicó de manera expresa que abandonase la sala al finalizar el cónclave.

«Los enanos son los enanos.» Era ésta una cantilena que utilizaban con frecuencia los restantes pobladores de Krynn al referirse a las hostilidades existentes entre los habitantes de las colinas y los de las montañas, como para significar que carecían de importancia.

No obstante, la rivalidad y las diferencias eran extremadamente graves en la mentalidad de quienes debían debatirlas, aunque ningún observador extraño las otorgase el crédito debido. Los elfos nunca habría admitido, ni siquiera los enanos mismos, que los clanes de las colinas habían renunciado al reino de Thorbardin por idénticos motivos que impulsaron a los qualinesti a exiliarse de su hogar natal en Silvanesti.

Los habitantes de Thorbardin llevaban una existencia rígida, atrapada en estructuras inamovibles. Cada uno conocía su lugar dentro de su propio clan, y los matrimonios cruzados se juzgaban una monstruosidad al ser el vínculo con los orígenes tan indisoluble como el que nos aferra a la vida. Esta identificación plena era la fuerza motora de la cotidianeidad, y ayudaba a ahuyentar cualquier contacto que se intentara establecer desde el exterior. Tanto repudiaban lo foráneo, que el máximo castigo que podía infligirse a un enano era el destierro, siendo el ajusticiamiento una pena más benigna. El ideal de aquellas criaturas era nacer, crecer y morir sin asomar la nariz fuera de las puertas de Thorbardin.

Desgraciadamente, tan arraigadas ambiciones eran, o habían sido en el pasado, un sueño. Enzarzados en constantes guerras para defender su territorio, los hombrecillos hubieron de realizar numerosas incursiones al otro lado de sus fronteras. Y, además de los litigios, no faltaban quienes pretendían adquirir su habilidad constructora y estaban dispuestos a pagar cuantiosas sumas a cambio de sus servicios. La bella ciudad de Palanthas fue edificada por un auténtico ejército de diestros enanos, al igual que otras muchas urbes del país, y la solicitud con que eran requeridos obró ciertos cambios en el ánimo de los individuos más libres, que se aficionaron a viajar y propugnaron la apertura de sus restringidos códigos. Aquellos traidores hablaron de permitir los casamientos entre miembros de clanes distintos, discutieron las posibilidades de un fructífero comercio entre su pueblo y los elfos o los humanos, manifestaron su deseo de vivir bajo la luz del sol y, lo más aborrecible de todo, expresaron su creencia de que había actividades aún más interesantes que la de trabajar la roca.

Ni que decir tiene que los enanos apegados a los hábitos de su raza vieron en estos postulados una franca amenaza para la sociedad y, de un modo inevitable, se produjo la temida ruptura. Los independientes fueron expulsados a perpetuidad de sus moradas subterráneas, y en la despedida no presidió la paz. Se intercambiaron insultos entre los dos bandos, se pronunciaron frases tan ofensivas que dieron lugar a rencillas destinadas a prolongarse a lo largo de varias generaciones. Los desterrados se instalaron en las colinas, donde, aunque no disfrutaron de la existencia que esperaban, hallaron alivio a las cargas que antes les refrenaran: eran libres de desposarse con quien quisieran, de ir y venir a su antojo, de ganar dinero si así lo elegían. Los que quedaron en la montaña cerraron filas y se tornaron aún más severos en el cumplimiento de las reglas.

Los dos dignatarios que ahora se enfrentaban pensaban en todos estos conflictos mientras se estudiaban mutuamente. También, quizá, reflexionaban sobre el hecho de que aquél era un momento histórico, pues durante varios siglos nunca se habían reunido en consejo.

Reghar Fireforge era el más anciano, un miembro distinguido del clan dominante de los Enanos de las Colinas. Aunque pronto se cumplirían doscientos años de su nacimiento, desde el día en que recibiera el «don de la vida», como ellos lo denominaban, era una criatura fuerte y sana, llena de vitalidad, que procedía de una longeva estirpe. Sus hijos, por el contrario, no habían heredado tales características. Su madre, la esposa de Reghar, murió de una enfermedad de corazón y su mal se propagó entre los integrantes de la familia. Fireforge había enterrado a su primogénito y, muy a su pesar, había detectado los síntomas de un final prematuro en el segundo, un joven de setenta y siete años que acababa de casarse.

Cubierto de pieles y curtidos animales, tan raída su apariencia como la del dewar, si bien más pulcro, el visitante se plantó en el centro de la sala con las piernas separadas y miró al monarca, centelleando sus ojos bajo un entrecejo hirsuto, frondoso, que hizo dudar a muchos de que en realidad pudiera verle. Tenía el cabello de un gris metálico, al igual que su barba, y lo llevaba peinado en unas larguísimas trenzas embutidas en el cinto por los extremos, al antiguo estilo de su clan. Le flanqueaba una escolta de sus congéneres, ataviados de manera parecida, y constituían entre todos un grupo imponente.

El rey Duncan soportó el escrutinio con firme ademán, sin flaquear. Tales intercambios respondían a una arcaica costumbre y, cuando los oponentes eran demasiado tercos para bajar la vista, un tercer individuo, siempre neutral, les interrumpía a fin de evitar que el agotamiento les derrumbase. Mientras observaba a Fireforge, el soberano se atusaba la barba que, sedosa y rizada, caía en cascada sobre su vientre. Ere éste un signo de desprecio que hizo enrojecer de ira a Reghar, aunque fingió ignorarlo.

Los seis observadores permanecieron estoicamente sentados, preparados para una larga sesión, y los miembros de la escolta, tras adoptar posturas relajadas, fijaron sus pupilas en el vacío. El dewar continuó jugando con su cuchillo, sin que nadie osara detenerle pese a los irritante de su conducta. El Highgug no se movió de supuesto, olvidado de todos salvo por el fétido olor a enano gully que desprendía su persona en la estancia y, así, los presentes en la asamblea se sumieron en una espera que hizo pensar a más de uno que antes se desmoronaría Pax Tharkas bajo los estragos del tiempo que alguien osara levantar la voz. Transcurrida una eternidad, Kharas fue a interponerse, en un acto premeditado, entre los dos cabecillas. Rompió de ese modo su línea de fuego, y ambos contendientes pudieron entornar los párpados sin perder la dignidad.

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