Al aumentar las ganancias por la explotación de las salamandras surgió, también, el comercio pirata; el Sindicato de las Salamandras no pudo controlar y administrar todas las líneas en las que el fallecido capitán van Toch había llevado salamandras, especialmente las que dejó en las islas de Micronesia, Melanesia y Polinesia, así que muchas bahías en las que vivían y se multiplicaban las mismas, quedaron abandonadas. Como resultado de esto se estableció, junto a la cría racional de salamandras, la caza de las salvajes, que recordaba, en muchos aspectos, las antiguas expediciones a la caza de focas. En cierto modo, esta caza era ilegal, pero como no existía ninguna ley para la protección de las salamandras salvajes, sólo se podía perseguir a los piratas por intromisión en las aguas territoriales de este o aquel país. Y como al multiplicarse tan extraordinariamente en aquellas islitas las salamandras causaban un sinfín de molestias a los naturales del lugar, amén de destrozos en sus huertos y campos, esta caza de salamandras se consideraba, aunque en silencio, como un modo de regular la población salamándrica. Citamos una auténtica investigación judicial:
PIRATAS DEL SIGLO XX
E.E.K.
Eran las once de la noche cuando el capitán de nuestro barco ordenó bajar la bandera de nuestro país y nos mandó arriar los botes. Hacía una clara noche de plenilunio. La islita hacia la que remábamos era, según creo, Gardner Island, del archipiélago Fénix. En las noches de plenilunio las salamandras salen a bailar a la playa. Uno puede acercarse a ellas sin que lo oigan, tan embebidas están en su silenciosa danza colectiva. Veinte de nosotros llegamos a la playa con los remos en la mano y, esparcidos en semicírculo, empezamos a acercarnos al oscuro rebaño que se agitaba en la playa, bajo la lechosa luz de la luna
.
Es difícil expresar la impresión que produce la danza de las salamandras. Unos trescientos animales están sentados sobre sus patas traseras en un círculo exacto, con la cara mirando hacia el centro de dicho círculo, que permanece vacío. Las salamandras no se mueven, están como petrificadas, parecen una especie de empalizada ante algún altar secreto. Pero allí no hay altar ni dios alguno. De pronto, uno de los animales hace chasquear la lengua
, «Chisss, chisss, chisss»,
y empieza a balancearse haciendo un movimiento circular con la parte superior de su cuerpo. Esta especie de balanceo se va transmitiendo de unas salamandras a otras y, al cabo de unos segundos, todas mueven circularmente la parte superior, sin moverse de su sitio, cada vez con mayor rapidez, sin sonido, como fanáticos en una furiosa y loca embriaguez. Al cabo de un cuarto de hora se debilita alguna salamandra, luego otra y otra, se balancean y, exhaustas, quedan paralizadas. De nuevo permanecen quietas, sentadas como estatuas, descansando algunos momentos. Después de unos segundos se oye de nuevo
«Chisss, chisss, chisss»…
y otra salamandra se empieza a mover, pasando su danza de unas a otras hasta que se balancea frenéticamente todo el círculo. Sé que, por esta descripción, les parecerá la danza un poco mecánica, pero añadan ustedes a ello la blanquecina luz de la luna y el susurro melodioso de las olas. Todo esto tiene en sí algo de embrujo, de magia. Me quedé parado con el corazón en la garganta, sintiendo algo así como horror y admiración. «¡Hombre, mueve los pies», me gritó el compañero más próximo, «vas a hacer un agujero en la arena!»
Cada vez cerrábamos más el cerco alrededor de los animales danzantes. Los hombres tenían preparados los remos y hablaban en susurros, no tanto porque las salamandras pudiesen oírlos, sino porque era de noche. «¡Hacia ellas, rápido!», gritó el oficial. Corrimos hacia aquel círculo hirviente; los remos, con un chasquido seco, chocaban contra los espinazos de las salamandras. De pronto éstas volvieron en sí, escapándose hacia el centro del círculo o tratando de pasar por entre los remos para llegar hasta el mar, pero los golpes que recibían las hacían retroceder, encogidas de dolor y de miedo. Se empujaban hasta el centro del círculo aplastándose, pisoteándose, cayendo unas sobre otras, formando ya varias capas. Diez hombres las levantaban y las metían tras un cerco de remos, y diez más hincaban y golpeaban a las que trataban de escabullirse o de escapar. Era una especie de ovillo negro que se movía y temblaba, una masa de carne croante sobre la que caían pesados golpes. Luego se abría algún espacio entre los remos, se escurría alguna salamandra y quedaba aturdida por un golpe de remo en la nuca. Tras ella, otra y otra más, hasta que yacían unas veinte. «¡Cerrad!», gritaba el capitán, y el espacio entre los remos se cerraba de nuevo. Bully Beach y Dingo cogían cada uno de una pata a una de las salamandras aturdidas y la llevaban arrastrando por la arena hasta el bote, como un saco sin vida. Algunas veces el cuerpo del animal se enganchaba en las piedras; los marineros, rabiosos, tiraban con fuerza quedándose con las patas en las manos. «No es nada», gruñía el viejo Mike que estaba a mi lado, «¡Ya les crecerán de nuevo!» Una vez que las salamandras, aturdidas, estaban en el bote, el oficial ordenaba secamente: «¡Preparen otras!» Y de nuevo llovían los golpes de remo sobre las salamandras. Aquel oficial
—
Bellamy se llamaba
—
era un hombre inteligente y silencioso, formidable jugador de ajedrez. Pero se trataba de una caza o, mejor dicho, de un negocio, así que ¿para qué andar con miramientos? De esta forma cazamos más de doscientas salamandras aturdidas, quedando unas setenta que seguramente estaban muertas y que ya no valía la pena llevar
.
Una vez en el barco, las salamandras eran echadas a las cisternas. Nuestro barco era un antiguo buque-cisterna para el transporte de gasolina. Los tanques, poco limpios, apestaban a petróleo, y el agua que habíamos puesto en ellos estaba grasienta y con reflejos de arco-iris. Cuando tiraron en aquella agua a las salamandras, parecía algo espeso y repugnante, lo mismo que una sopa de fideos. En algunos lugares se movía débil y dolorosamente algo, pero durante todo el día no se hizo nada para que las salamandras pudieran recobrarse. Al día siguiente llegaron cuatro hombres con largos palos y empezaron a hurgar en aquella «sopa» (profesional-mente se dice
soup,).
Removían aquellos cuerpos espesos y observaban si alguno quedaba inmóvil o si se desprendía su carne. Entonces pinchaban al animal con un enorme gancho y lo sacaban, tirándolo al mar. «¿Está limpia la sopa?», «Sí, señor». Esta limpieza de la sopa se repetía diariamente y cada vez se arrojaba al mar la «mercancía averiada» como se la llamaba. Nuestro barco era acompañado por una fiel cabalgata de grandes y bien alimentados tiburones. Las cisternas apestaban terriblemente y, a pesar de ser cambiada a menudo, el agua tenía un color amarillento y el fondo estaba lleno de inmundicias y galletas deshechas; en ella chapoteaban, o yacían torpemente, cuerpos negros que respiraban con dificultad. «Pues aquí no están tan mal», aseguraba el viejo Mike. «Yo he visto un barco que las llevaba en barriles vacíos de gasolina: ¡Se les murieron todas!
».
Al cabo de seis días volvimos a recoger nueva mercancía en la isla de Nanomea
.
Así pues, este comercio con las salamandras es, en realidad, un comercio ilegal, rigurosamente hablando, piratería moderna que, se puede decir, brotó de la noche a la mañana. Se asegura que casi una cuarta parte de las salamandras vendidas y compradas son capturadas de esta forma. Hay salamandras que no justifican, según el Sindicato, mantener granjas permanentes, y en algunas islas del Pacífico se han multiplicado de tal manera que empiezan a ser verdaderamente molestas. Los indígenas no las quieren, y aseguran que con sus agujeros y pasadizos están barrenando todas las islas. Por ello, tanto los centros coloniales como el Sindicato de las Salamandras cierran los ojos a esas incursiones. Se cree que hay unos cuatrocientos barcos piratas que sólo se dedican al robo de salamandras. Junto a pequeñas empresas, practican esta bucanería moderna sociedades navieras completas, entre las cuales la mayor es la Pacific Trade Comp., con sede en Dublín; su presidente es el honorable señor Charles B. Harriman. Hace un año las condiciones eran, relativamente, mucho peores. Entonces un bandido chino llamado Teng atacó directamente con tres barcos una granja del Sindicato, y no vaciló en asesinar al personal que trató de oponer resistencia. En el pasado mes de noviembre, Teng, con su pequeña escuadra, fue deshecho por el cañonero norteamericano Minnentonka, cerca de la isla de Midway. Desde esta fecha, la piratería contra las salamandras tiene un aspecto mucho menos feroz y goza de cierto auge, habiéndose fijado ciertas reglas que se respetan discretamente. Por ejemplo: al adentrarse en una costa extranjera deben ser retiradas las banderas de los mástiles; la piratería no será aprovechada para la importación y exportación de otras mercancías. Las salamandras no serán vendidas a precios de
dumping
y serán marcadas como de segunda calidad. En el comercio ilegal las salamandras se venden de veinte a veinticinco dólares la unidad. Se considera a dichas salamandras, aunque de una clase muy inferior, muy resistentes, debido a que han sobrevivido a las terribles condiciones existentes en los barcos piratas. Se calcula que en estos transportes mueren del 20 al 30% de las salamandras capturadas, pero las que quedan con vida son de una resistencia considerable. En la lengua comercial se las llama
Maccarroni
y, en los últimos tiempos, se las menciona en las noticias regulares del mercado
.
Dos meses más tarde estaba yo jugando una partida de ajedrez con el señor Bellamy, en el hall del Hotel France de Saigón; desde luego, yo ya no estaba como marinero en su barco
.
—
Oiga, Bellamy, le dije, usted es un hombre decente y, ¿cómo se dice?, un
gentleman.
¿No siente a veces cierta sensación de que está sirviendo para algo que, en el fondo, es la más miserable forma de esclavitud?
Bellamy se encogió de hombros
. —
Las salamandras son salamandras
—
gruñó desviando el tema
—.
Hace doscientos años también se decía que los negros eran sólo negros
.
—
¿Y acaso no es verdad?
—
dijo Bellamy
—.
¡Jaque! Perdí aquella partida. De pronto me pareció que cada jugada que se presentaba en el tablero ya se había hecho alguna vez. Quizá nuestra historia también había sido vivida ya alguna vez, y nosotros movemos las figuras con los mismos movimientos y alcanzando las mismas derrotas que en tiempos pasados. Quizá precisamente un hombre tan decente y silencioso como Bellamy había cazado alguna vez negros en la Costa de Marfil para llevarlos a Haití o Luisiana, dejándolos morir en las bodegas de los barcos. Entonces aquel Bellamy tampoco imaginaba que hacía nada malo. Los Bellamy nunca creen que hacen nada malo. Por eso son incorregibles
.
—
Han perdido las negras
—
dijo Bellamy satisfecho, y se levantó para desperezarse
.
Junto a la buena organización del comercio de salamandras y la amplia propaganda de la prensa, contribuyó también al desarrollo de las salamandras una inmensa ola de idealismo técnico que en aquella época inundó al mundo. G.H. Bondy previo con justicia que el espíritu humano empezaría entonces a trabajar en nuevos continentes y nuevas Atlántidas. Durante toda la época de las salamandras reinó entre los técnicos una viva y fructífera contradicción sobre si se tenían que construir los pesados continentes y fortalezas con playas de hormigón o si debían hacerse de suave arena traída de los mares. Casi diariamente surgían nuevos proyectos gigantescos. Un ingeniero italiano proponía la construcción de una Gran Italia, que ocuparía casi todo el mar Mediterráneo, hasta Trípoli, las Baleares y el Dodecaneso, o la construcción de un nuevo continente al que se llamaría Lemuria, al este de la Somalia italiana, que llegaría a ocupar un día el Océano índico. En realidad se construyó, con el trabajo de todo un batallón de salamandras, una nueva isla frente al puerto de Mogdis, en Somalia, de una extensión de trece acres y medio. Japón proyectó, y en parte hizo, una nueva y gran isla en el lugar que ocupaba el archipiélago de las Marianas, preparando también la unión de las islas Carolinas con las Marshall, llamadas anticipadamente Nuevo Nipón. En cada una de ellas se tenía que construir una especie de volcán artificial, para que recordase a los futuros habitantes el sagrado Fujiyama. También se rumoreaba que ingenieros alemanes construían secretamente una fortaleza de hormigón en el mar de los Sargazos, que debía ser la futura Atlántida, y que amenazaría el África Occidental Francesa pero, según parece, sólo se llegaron a fijar los cimientos. En Holanda se inició la desecación de Zelandia; Francia unió Guadalupe, Grand Terre, Basse Terre y La Désirade, en una sola isla; Estados Unidos empezó a construir en el meridiano 37 la primera isla-aeropuerto (constaba de dos pisos, con inmensos hoteles y estadios deportivos, Lunapark y cine para cinco mil personas). En resumen: parecía que se habían derrumbado las últimas barreras que el mar oponía al florecimiento de la Humanidad. Comenzó una época feliz de extraordinarios planes técnicos; el hombre comprendía que era precisamente ahora cuando se convertía en el Amo del Mundo gracias a las salamandras, que habían entrado en el momento preciso en la historia de la Humanidad; hasta podría decirse «por fatalidad histórica».
Probablemente las salamandras no se habrían desarrollado de esa manera si nuestra época técnica no hubiera preparado tantas tareas y un campo tan amplio de trabajo continuo. El porvenir de los obreros del mar parecía asegurado por cientos de años. La ciencia tuvo parte muy importante en el favorable desarrollo de las salamandras, ya que pronto volcó su atención hacia la investigación de éstas, tanto en el aspecto físico como en el síquico. Presentamos un informe sobre el Congreso Científico de París, descrito por un testigo ocular.
1.
er
CONGRESO DE URODELOS
Abreviando, se le llama Congreso de los Batracios Urodelos, aunque el titulo oficial es un poco más largo: Primer Congreso Internacional de Zoólogos para la Investigación Sicológica de los Anfibios Urodelos. Pero a los verdaderos parisinos no les agradan los títulos largos. Aquellos eruditos profesores que se reúnen en el anfiteatro de la Sorbona son para ellos, sencillamente, los señores urodelos, los señores anfibios urodelos y, basta. O todavía más resumido y menos respetuoso: «Ces Zoos-lá.» Fui pues a la reunión de «Ces Zoos-lá», más bien por curiosidad que por deber de informador. Por curiosidad, compréndanlo bien, no hacia aquellos señores universitarios, en su mayoría viejas autoridades con gafas, sino, precisamente, por aquellos… seres (¿por qué no quiere salir de la pluma la palabra animales?), de los que ya tanto se había dicho en los boletines científicos como en las canciones de bulevar; y que —según algunos— «son una estafa periodística», y, según otros, «más inteligentes que el mismo rey de la creación», como se llama aún hoy (quiero decir, todavía después de la guerra mundial y otras circunstancias históricas) al hombre. Pensaba que los sabios señores participantes en el Congreso para la investigación psíquica de los anfibios urodelos aclararían a los laicos en la materia, con una decisión final, el asunto de esta famosa racionalidad del Andrias Scheuchzeri. Que nos dirían: sí, es un ser comprensivo, tan apto para ser civilizado, por lo menos, como ustedes y yo, y por ello ha de contarse con él para el futuro con especies de razas humanas consideradas en otro tiempo como salvajes y primitivas… Pero el Congreso no adoptó ninguna de estas decisiones… La ciencia de hoy es demasiado… especializada para preocuparse de esos problemas. En fin, aprendamos, por lo menos, lo que científicamente se llama «la vida psíquica de los animales.» Ese señor de barba larga y ondulante que parece un mago, y que ahora precisamente grita en el estrado, es el famoso profesor Dubosque; parece ser que refuta alguna teoría derrotista de uno de sus respetables colegas, pero este punto de su disertación no lo hemos entendido claramente. Al cabo de unos minutos comprendemos que el apasionado mago habla de las reacciones de Andrias al color y de su capacidad para distinguir diferentes colores. No sé si comprendí bien, pero salí con la impresión de que Andrias Scheuchzeri es, hasta cierto punto, acromatópsico, y que el profesor Dubosque tiene que ser muy corto de vista por la forma en que se acercaba las notas a sus gruesas y brillantes gafas. A continuación habló el sonriente erudito japonés doctor Okagawa; dijo algo sobre las curvas de reacción y sobre los fenómenos que se producen al cortarse una especie de conducto sensitivo en el cerebro del Andrias; después describió la reacción del Andrias cuando se le tritura el laberinto del oído. Luego el profesor Rehmann explicó detalladamente cómo reacciona el Andrias a las sacudidas eléctricas. De pronto se produjo una especie de apasionada controversia entre él y el profesor Bruckner. Este profesor Bruckner es un tipo pequeño, rabioso y casi trágicamente vivaz. Entre otras cosas, aseguró que Andrias está tan mal equipado de sentidos como el hombre, y que se distingue por la misma pobreza de instintos. Tomado estrictamente en el aspecto biológico, es un animal tan decadente como el hombre y, lo mismo que éste, trata de suplir su poco valor con lo que se llama intelecto. Parece ser que los demás expertos no tomaron en serio al profesor Bruckner, seguramente porque no habló de ninguna clase de conductos sensitivos y no envió ninguna corriente eléctrica al cerebro de Andrias. Seguidamente tomó la palabra el profesor van Dieten que, despacio, y casi como si ejecutase un oficio divino, explicó las alteraciones que aparecen en Andrias cuando se le quita cierta parte del hueso craneano o del occipital. Después intervino el profesor americano Devrient… Perdonen, en realidad no sé lo que dijo, porque en aquel momento empezó a darme vueltas en la cabeza qué clase de alteraciones aparecerían en el profesor Devrient si le quitasen parte del hueso craneano y parte del occipital, cómo reaccionaría el sonriente Okagawa a las corrientes eléctricas y cómo se comportaría el profesor Rehmann si alguien le triturase el laberinto del oído. También sentí una especie de inseguridad sobre mi capacidad para distinguir los colores o sobre los factores que producen mis reacciones motoras. Me martirizaba la idea de si tenemos derecho a hablar de nuestra vida (quiero decir, la humana) psíquica mientras no nos hayamos abierto unos a otros las membranas que cubren el cerebro y destruido los conductos sensitivos. En realidad, deberíamos lanzarnos unos sobre otros, bisturí en mano, a fin de poder estudiar nuestra vida psíquica. Por lo que a mí se refiere, estaría dispuesto en nombre de la ciencia a romperle las gafas al profesor Dubosque o a aplicar corrientes eléctricas a la calva del profesor van Dieten y, después, publicaría un artículo sobre sus reacciones. A decir verdad, puedo imaginármelas maravillosamente. Me represento con menos viveza lo que ocurriría en el ánimo de Andrias Scheuchzeri durante esos experimentos, pero creo que es un ser muy paciente y bondadoso. Ninguna de las distinguidas autoridades ha hablado de que Andrias se hubiese enfurecido alguna vez.