En esos momentos oyó un sonoro ladrido procedente de más allá de la alambrada, seguido por un claro, áspero y ronco gruñido. Se quedó inmóvil, apretujándose cuanto pudo contra el suelo.
Luego percibió un sonido metálico cuando el
Hundführer
tiró con fuerza de la cadena del perro.
Hugh oyó al gorila hablar a su animal, llamándolo por su nombre: «
Prinz! Vas ist das? Bei Fuss! Heel!
» El gruñido del perro dio paso a un agresivo y constante sonido gutural, mientras tiraba de la cadena que lo sujetaba.
Hugh se estremeció, sin tener apenas tiempo de sentir miedo.
Cada
Hundführer
llevaba una pequeña linterna que funcionaba con pilas. El canadiense oyó un clic y luego vio un tenue cono de luz moviéndose a unos pocos pasos de distancia. Se pegó aún más al suelo. El perro volvió a ladrar y Hugh vio el borde del haz de la linterna deslizarse sobre el dorso de sus manos extendidas. No se atrevió a moverlas.
Entonces oyó una voz gritar en la oscuridad:
—
Halt! Halt!
El perro no cesaba de ladrar con frenesí, rompiendo el silencio de la noche, pugnando por soltarse de la cadena. Hugh oyó al
Hundführer
amartillar su fusil y, en ese mismo instante, un reflector de la torre de vigilancia más próxima se encendió con un estrépito eléctrico. Su luz rasgó la oscuridad, cegándolo con su repentina potencia.
Hugh se levantó apresuradamente, su pierna pulsando en señal de protesta, y alzó de inmediato las manos sobre la cabeza. Gritó en alemán que no disparasen. Luego cerró los ojos, pensando en su casa y en que a principio de verano, el amanecer se extendía siempre sobre las llanuras canadienses con una intensidad púrpura y diáfana, como si se sintiera gozoso, ilusionado e innegablemente eufórico ante la perspectiva de un nuevo día. Durante una fracción de segundo, experimentó una total e inefable tristeza al pensar que nunca volvería a despertar para contemplar esos momentos.
Luego, entre los últimos pensamientos que se agolpaban en su mente, deseó a Tommy y a Lincoln suerte en su empresa.
Cerró los ojos para no ver el último segundo que le quedaba de vida. Oyó su voz, curiosamente distante y serena, intentarlo una vez más.
«Nicht schiessen!»
, gritó. En aquel momento deseó haber hallado un lugar más noble, más glorioso y menos solitario donde morir. Luego calló, con las manos levantadas, y esperó con asombrosa paciencia que le asesinaran.
Abrumado por el intenso pavor que había hecho presa de él, a seis metros bajo tierra, Tommy no distinguía si hacía un calor asfixiante o un frío polar. Tiritaba con cada paso que daba, pero las gotas de sudor le empañaban los ojos. Cada palmo que recorría parecía arrebatarle sus últimas fuerzas, robarle su último aliento, que extraía, resollando, del aire del túnel que amenazaba con sepultarlo vivo. En más de una ocasión oyó el siniestro crujido de la endeble madera que apuntaba las paredes y el techo, y en más de una ocasión unos polvorientos chorros de tierra habían caído sobre su cabeza y su cuello.
La oscuridad que le envolvía era rota tan sólo por las velas que sostenía cada hombre con quien se topaba en su camino. Los
kriegies
que se hallaban en el túnel se mostraban asombrados al verlo, pero se apartaban como podían para dejarle paso, apretándose peligrosamente contra la pared del túnel, cediéndole unos preciosos centímetros de espacio. Cada hombre con quien se encontraba contenía el aliento al pasar Tommy, sabiendo que hasta el mero aliento de un hombre podía provocar un derrumbe. Algunos soltaban una palabrota, pero ninguno protestaba. Todo el túnel estaba lleno de terror, angustia y peligro; para los hombres que aguardaban en la oscuridad, el sistemático avance de Tommy hacia la parte delantera del túnel constituía otro motivo de tremenda preocupación en el trayecto que habría de conducirlos a la libertad.
Tommy reconoció a varios hombres: dos pertenecientes a su barracón, quienes le saludaron con un vago sonido gutural cuando pasó junto a ellos, y un tercero, que en cierta ocasión le había pedido prestado uno de sus libros de derecho, desesperado por leer algo que rompiera la monotonía de una nivosa semana invernal. Vio a un hombre con el que había mantenido una divertida conversación en el campo de revista, compartiendo con él cigarrillos y el brebaje que pasaba por café, un tipo flaco y risueño de Princeton que había insultado a Harvard de forma tan feroz como cómica, pero que no había vacilado en reconocer que cualquier hombre de Yale no sólo era un gandul y un cobarde sino que probablemente luchaba en el bando de los alemanes o los japoneses. El tipo de Princeton se había apoyado en la pared, emitiendo una exclamación de disgusto cuando les había caído encima un chorro de tierra. Después había alentado a Tommy susurrando: «Consigue lo que necesitas, Tommy.» Esto por sí solo había animado a Tommy a recorrer otros dos metros, deteniéndose sólo para tomar el cubo lleno de tierra del hombre que había frente a él, y pasárselo al tipo de Princeton, que estaba a su espalda.
Los músculos de los miembros protestaban de dolor y cansancio. Sentía como si le golpearan en el cuello y la espalda con la tenaza al rojo vivo de un herrero. Durante unos instantes, agachó la cabeza, escuchando los chirridos de los puntales de madera, pensando que no existe en el mundo nada más agotador que el miedo: ni una carrera, ni una pelea, ni una batalla… El miedo siempre corre más deprisa, te golpea más fuerte y resiste más que tú.
Tommy avanzó arrastrándose, pasando a duras penas junto a cada uno de los hombres que iban a fugarse. No sabía si llevaba unos minutos o unas horas avanzando por el túnel. Pensó que jamás saldría de él, y entonces imaginó que se trataba de una terrorífica pesadilla de la que estaba destinado a no despertar jamás.
Siguió adelante, boqueando.
Había contado a los hombres en el túnel y sabía que se disponía a pasar junto al Número Tres, un tipo con aire de banquero que lucía unas gafas con montura de alambre manchadas de humedad, que Tommy dedujo que era el jefe de falsificadores de documentos del campo. El hombre se apartó, emitiendo una especie de gruñido, sin decir palabra, cuando Tommy pasó junto a él. Por primera vez, Tommy oyó más adelante los sonidos de los hombres que excavaban el túnel. Calculó que había dos hombres, trabajando en un pequeño espacio análogo a la antesala en la que había hallado al piloto de Nueva York. La diferencia era que no dispondrían de numerosos pedazos de cajas de madera con qué apuntalar las paredes y el techo. En lugar de ello, excavarían la tierra que había sobre ellos, la echarían en los cubos vacíos y devolverían éstos. No era necesario construir una complicada salida que quedara oculta, como la entrada que habían escondido hábilmente en el retrete del barracón 107. La salida sería un agujero lo más reducido posible a través del cual pudiera deslizarse un
kriegie
.
Tommy avanzó hacia el lugar desde donde le llegaba el sonido de los hombres excavando. Debía de haber dos velas en ese espacio, porque pudo distinguir una forma oscilante, imprecisa. Siguió avanzando, sin haber concretado un plan firme y definitivo, pensando que lo que necesitaba saber estaba al alcance de su mano.
Sólo sabía que deseaba alcanzar el final del túnel. El fin del caso. El fin de todo lo que había ocurrido. Sintió una oleada de pánico mezclado con confusión y deseo. Impulsado por las dos ingratas emociones del temor y la ira, Tommy recorrió no sin esfuerzo los últimos metros, yendo a caer en la antesala de la salida del túnel de fuga.
Sobre él, el túnel se alzaba en un pronunciado ángulo hacia la superficie.
Tommy vio una rudimentaria escalera hecha con trozos de madera. Junto a la parte superior de la escalera, un hombre excavaba la tierra que quedaba. Hacia la mitad, otro hombre cogía la tierra al caer de debajo del pico y la echaba en el cubo de turno. Ambos estaban casi desnudos; sus cuerpos, cubiertos de sudor y tierra, lo que les daban el aspecto de hombres prehistóricos, relucían a la luz de las velas. En un lado de la antesala había dos pequeños maletines y una pila de ropa para cambiarse en cuanto salieran al exterior. Su maletín de fuga.
Los dos hombres situados sobre él se detuvieron y le miraron sorprendidos.
Tommy no alcanzó a ver el rostro de Número Uno, el hombre del pico. Pero miró a Número Dos a la cara.
—¡Hart! —exclamó éste enojado.
Tommy se incorporó a medias en el reducido espacio, acabando de rodillas como un suplicante en una iglesia contemplando a la figura en la Cruz. Miró a través de la oscilante luz, y al cabo de un largo y silencioso momento, reconoció a Número Dos.
—Tú le mataste, ¿no es cierto, Murphy? —inquirió Tommy ásperamente—. ¡Era tu amigo y compañero de cuarto y tú le mataste!
Al principio, el teniente de Springfield no respondió. Su rostro mostraba una curiosa expresión de asombro y sorpresa. Entonces reconoció a Tommy y el asombro dio paso lentamente a la rabia.
—No —se limitó a responder—. Yo no lo maté.
El hombre vaciló una fracción de segundo, el tiempo suficiente para que su negativa sembrara la confusión en Tommy, antes de arrojarse sobre él emitiendo unos feroces gruñidos mientras aferraba inexorablemente el cuello de Tommy con sus manos musculosas y manchadas de tierra.
En la cola del túnel excavado en el barracón 107, el comandante Clark consultó su reloj, meneó la cabeza y se volvió hacia Lincoln Scott.
—Llevamos retraso —comentó furioso—. Cada minuto es crítico, teniente. Dentro de un par de minutos, toda la operación de fuga puede venirse abajo.
Scott se hallaba junto a la entrada del túnel, casi un policía montando guardia en una puerta.
Devolvió la irritada mirada del comandante con expresión fría.
—No le entiendo, comandante —dijo—. Está dispuesto a permitir que los asesinos de Vic queden libres y que los alemanes me fusilen. ¿Qué clase de hombre es usted?
Clark contempló con ira y frialdad al aviador negro.
—El asesino es usted, Scott —contestó—. Las pruebas siempre han sido claras e inequívocas. No tiene nada que ver con la fuga de esta noche.
—Miente —replicó Scott.
Clark negó con la cabeza, respondiendo con una voz grave y amenazadora acompañada por una siniestra sonrisa.
—¿De veras? No, se equivoca. No sé nada de una conspiración montada para presentarlo a usted como el asesino. No sé nada sobre la participación de otro hombre en el crimen. No sé nada que respalde su ridícula historia. Sólo sé que han asesinado a un oficial, un oficial al que usted afirma que odiaba. Sé que este oficial había prestado anteriormente una valiosa ayuda a las iniciativas de fuga, adquiriendo documentos para que los expertos los falsificaran, dinero alemán y demás objetos de gran importancia. Y sé que las autoridades alemanas han mostrado un extraordinario interés en este asesinato. Más de lo que cabría suponer. Y debido a este interés, sé que este túnel, nuestra mejor oportunidad para sacar a unos hombres de aquí, quedó gravemente comprometido porque si los alemanes hubieran decidido atrapar al asesino y hallar unas pruebas que respaldaran los cargos, habrían registrado todo el campo, poniéndolo patas arriba, y probablemente habrían descubierto este túnel. De modo que lo único en lo que tiene razón, teniente, es que como jefe de la seguridad del plan de fuga, me alegré sinceramente de que apareciera usted cubierto de sangre y demás indicios de culpabilidad en un momento crítico. Y me alegra de que su pequeño juicio y su pequeña condena y su pequeña ejecución, que me consta no tardará en producirse, hayan conseguido distraer la atención de los alemanes.
—¿No sabe nada sobre los hombres que se hallan en la parte delantera del túnel? —preguntó Scott, sin poder dar crédito al veneno que el otro había vertido sobre él.
El comandante Clark negó con la cabeza.
—No sólo no lo sé, sino que no quiero saberlo. Su evidente culpabilidad ha resultado muy útil.
—¿Está dispuesto a dejar que ejecuten a un hombre inocente para proteger su túnel?
El comandante sonrió de nuevo.
—Por supuesto. Y usted también, si estuviera en mi lugar. Como cualquier oficial a cargo del proyecto. En la guerra muchos hombres sacrifican su vida, Scott. Usted muere y nosotros protegemos un bien más importante. ¿Por qué le cuesta tanto comprenderlo?
Scott no respondió. En ese segundo se preguntó por qué no experimentaba un sentimiento de indignación, de furia. Pero al mirar al comandante sólo sintió desprecio, un desprecio muy curioso, pues en parte comprendía la verdad que encerraban las palabras de ese hombre. Era una verdad terrible y malévola, pero una de las verdades de la guerra. Aunque le parecía odiosa, la aceptaba.
Scott contempló de nuevo el pozo del túnel.
—¡Caray! —terció en aquel momento Fenelli—. No me explico por qué tarda tanto.
El doctor en ciernes estaba sentado en la entrada del túnel, balanceándose, inclinado hacia delante tratando de percibir otro sonido que no fuera el soplido del fuelle de fabricación casera.
El aviador negro tragó saliva. Tenía la garganta seca. En ese momento comprendió que había permitido que un hombre aterrorizado, el único hombre que le había brindado su amistad, se arrastrara solo a través de la oscuridad porque él deseaba vivir. Pensó que sus orgullosas palabras sobre la voluntad de sacrificarse, morir, defender su posición y su dignidad habían quedado huecas por el mero hecho de haber permitido que Tommy entrara en ese túnel en busca de la verdad que necesitaba para liberarlo a él. Tommy no había pronunciado los nobles y valerosos discursos que había pronunciado él, pero se había enfrentado en silencio a sus propios terrores y se había sacrificado por él. Era demasiado arriesgado. Demasiado precario, pensó Scott de repente. Era un viaje que en esos momentos comprendió que jamás debió dejar que Tommy emprendiera para salvarlo a él.
Pero no sabía qué hacer, salvo montar guardia y esperar. Sobre todo, no debía perder la esperanza.
Miró de nuevo al comandante Clark. Luego habló al arrogante y pretencioso oficial sin disimular el odio que le inspiraba:
—Tommy Hart no merece morir, comandante. Y si no regresa de ese túnel, le haré responsable a usted de lo que le ocurra. Le aseguro que no habrá ninguna duda sobre el próximo cargo de asesinato que se me impute.
Clark retrocedió un paso, como si le hubieran abofeteado. Su rostro mostraba una extraña mezcla de temor y furia, unas emociones que no se molestaba en ocultar. Miró a Fenelli y dijo con voz entrecortada: