—¿Cuál era el pago? —insistió Tommy.
Fritz Número Uno se irguió de golpe, apoyándose contra el muro del barracón como si Tommy le apuntara con un arma en el pecho, y sacudió la cabeza. Respiraba trabajosamente, como si hubiera recorrido una gran distancia a la carrera.
—¡No me haga esta pregunta, teniente Hart! No puedo decirle más. Por favor, se lo suplico, mi vida depende de ello, otras vidas aparte de la mía, pero no puedo decirle más sobre este asunto.
Tommy vio lágrimas en sus ojos. Su rostro había adquirido un tono ceniciento, tan grisáceo como el cielo. Presentaba el aspecto de un hombre trastornado, con la angustia de quien ve la muerte acechándole. Tommy retrocedió un paso, como impresionado por aquella expresión.
—De acuerdo —dijo—. Ya basta. Por ahora mantendré la boca cerrada. No prometo hacerlo más adelante, sin embargo.
El alemán volvió a estremecerse, pero esbozó una sonrisa de gratitud y alivio.
—¡Jamás olvidaré esto, teniente Hart! —dijo estrechando la mano de Tommy con fuerza.
Tras estas palabras el hurón se alejó deprisa envuelto en la húmeda atmósfera matutina. Tommy le vio volver la cabeza a un lado y a otro, para cerciorarse de que nadie los había estado espiando.
Por un lado, Tommy sabía que había adquirido bastante información para extorsionar a Fritz Número Uno y así tenerlo en sus manos. Sin embargo, también se formulaba nuevas preguntas, sobre todo cuál era el pago por el arma que alguien utilizó para matar a Vic. Tommy observó a Fritz atravesar con rapidez el campo de ejercicios, preguntándose quién más podía tener la respuesta.
Miró su reloj de pulsera. Se sintió solo. Durante unos segundos, dudó sobre qué hora sería en Vermont, su hogar, esforzándose en calcular si más temprano o más tarde. Pero en seguida desechó ese triste pensamiento al percatarse de que si no se apresuraba llegaría tarde a la sesión de aquella mañana.
La multitud de
kriegies
se amontonaba en el rudimentario teatro, sentados incluso en los pasillos, cuando Tommy apareció poco antes de que se iniciara la sesión. Tal como se temía, todos ocupaban ya sus correspondientes lugares: el tribunal situado detrás de la mesa de la defensa y los miembros de la acusación sentados y aguardando su llegada, Lincoln Scott y Hugh Renaday, éste con aspecto muy preocupado, se habían instalado en sus respectivas sillas. Aun lado, el
Hauptmann
Visser fumaba uno de sus cigarrillos pardos, mientras que el estenógrafo, junto a él, jugueteaba nervioso con el lápiz. Tommy avanzó por el pasillo central, sorteando los pies y las piernas de los hombres sentados en el suelo, tropezando de pronto con unas botas de aviador, pensando en su fuero interno que su entrada en solitario resultaba menos dramática que cuando había entrado acompañado por los otros dos en formación.
—Nos ha tenido a todos esperándole, teniente —comentó el coronel MacNamara con frialdad cuando Tommy se dirigió hacia el centro de la sala—. «Las ocho en punto» significa justamente eso.
En el futuro, teniente Hart…
Tommy interrumpió al oficial superior americano.
—Pido disculpas, señor. Tuve que realizar una gestión importante para la defensa.
—No lo dudo, teniente, pero…
Tommy interrumpió de nuevo a MacNamara. Supuso que eso enfurecería al comandante, pero no le importaba.
—Mi primer y principal deberes para con el teniente Scott, señor. Si mi ausencia ha retrasado el inicio de la sesión, esto vuelve a poner de manifiesto y de forma palpable la lamentable premura con que se ha organizado este juicio. Basándome en una información que he recabado hace poco, deseo renovar mi protesta a que el juicio continúe y solicito más tiempo para investigar.
—¿De qué información se trata? —preguntó MacNamara.
Tommy se acercó a la mesa de la acusación y tomó el cuchillo confeccionado por Scott. Después de examinarlo unos momentos volvió a depositarlo en la mesa, mirando a MacNamara.
—Tiene que ver con el arma del crimen, coronel.
Tommy observó por el rabillo del ojo que Visser se ponía rígido. El alemán arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón.
—¿Qué es esta información relacionada con el arma del crimen, teniente?
—No puedo responder a esa pregunta, coronel, sin investigar el asunto más a fondo.
El capitán Townsend se levantó.
—Señoría —dijo muy seguro de sí mismo—, creo que la defensa pretende demorar el juicio sin motivo alguno. Creo que en ausencia de alguna prueba que corrobore la necesidad por su parte de aplazarlo, debemos proseguir.
MacNamara alzó la mano.
—Lleva usted razón, capitán. Siéntese, teniente Hart. Llame a su próximo testigo, capitán Townsend. Y a usted, teniente Hart, le ruego puntualidad para otra vez.
Tommy se encogió de hombros y se sentó. Lincoln Scott y Hugh Renaday se inclinaron hacia él.
—¿A qué se refería? —inquirió Scott—. ¿Ha descubierto algo que pueda ayudarnos?
—Es posible —respondió Tommy en voz baja—. He averiguado algo. Pero no estoy seguro de que nos sirva de ayuda.
Scott se inclinó hacia atrás.
—Genial —murmuró entre dientes. Tomó el cabo de lápiz y comenzó a tamborilear con él sobre la tosca superficie de la mesa. Clavó los ojos en el primer testigo de la mañana, otro oficial del barracón 101, a quien MacNamara tomó juramento.
Tommy miró sus notas. El testigo era uno de los hombres que había visto a Scott en el pasillo central del barracón la noche de autos. Sabía que su declaración iba a ser muy perjudicial para Scott. Se trataba de un oficial que no mantenía una relación especial ni con éste ni con Trader Vic, que explicaría al tribunal que había visto al aviador negro fuera del dormitorio del barracón, moviéndose a través de la oscuridad con ayuda de una vela. Lo que el testigo describiría serían unos actos que cualquiera podría haber realizado. Considerados de forma aislada, no tenían nada de malo. Pero referidos a la noche del asesinato, resultaban muy graves.
Tommy no sabía cómo atacar al testigo. En su mayor parte, diría la verdad. Sabía que dentro de unos instantes, la acusación aplicaría una importante pincelada sobre su caso, afirmando que la noche en que Trader Vic había muerto asesinado, Lincoln Scott había salido del barracón, en lugar de permanecer en su litera, cubierto con la manta delgada y gris suministrada por los alemanes, soñando con su hogar, con comida y con la libertad, como prácticamente todos los prisioneros del recinto sur.
Tommy se mordió el labio inferior mientras el capitán Townsend comenzaba a interrogar con mucha calma al testigo. En aquel segundo, pensó que el juicio era como hallarse de pie sobre la arena de la playa donde la espuma del mar se extiende sobre la orilla, en el punto donde la fuerza casi agotada de la ola es aún capaz de remover la arena, confiriendo inestabilidad al suelo que pisamos. El caso de la acusación era como la resaca, que arrastra lentamente todo lo sólido, y en aquel preciso momento Tommy comprendió que no tenía ni remota idea de cómo devolver a Lincoln Scott a terreno firme.
Poco después de mediodía, Townsend pidió al comandante Clark que subiera al estrado. Era el último nombre en la lista de testigos de la acusación, y su declaración, sospechaba Tommy, sería la más espectacular. Pese al proverbial malhumor de Clark, Tommy sospechaba que poseía una compostura que quedaría patente en el estrado. La misma compostura que había permitido al comandante pilotar su maltrecho B-17, envuelto en llamas y con un solo motor funcionando, hasta aterrizar en el sembrado de un agricultor de Alsacia, salvando la vida de la mayoría de su tripulación.
Cuando el virginiano pronunció su nombre, el comandante Clark se levantó apresuradamente de la mesa de la acusación. Con la espalda tiesa como un palo, atravesó la sala con rapidez, tomó la Biblia que le ofrecieron y juró sobre ella decir la verdad. Acto seguido, se sentó en el lugar de los testigos, aguardando con impaciencia la primera pregunta de Townsend.
Tommy lo observó con detención. Algunos hombres, pensó; exhiben su cautiverio con un sentido de decoro rígido y militar; al cabo de dieciocho meses en el Stalag Luft 13, el uniforme de Clark estaba gastado, remendado y roto en varios lugares, pero se adaptaba a su figura de peso gallo como si fuera nuevo y estuviera recién planchado. Era un hombre menudo, de expresión dura, talante estricto y actitud solemne. Tommy estaba convencido de que había limitado su trayectoria personal a dos imperativos, el deber y el valor. Uno lo había adquirido y el otro lo cumplía con total dedicación.
—Comandante Clark —dijo el capitán Townsend—, explique al tribunal cómo llegó a este campo de prisioneros de guerra.
El comandante se inclinó hacia delante, dispuesto a comenzar su relato, como habían hecho todos los testigos
kriegies
, cuando Tommy se levantó de pronto.
—¡Protesto! —dijo.
El coronel MacNamara lo miró.
—¿Por qué? —inquirió con tono cínico.
—El comandante Clark forma parte de la acusación. En mi opinión este hecho le excluye de declarar sobre el caso, coronel.
MacNamara negó con la cabeza.
—Quizás en Estados Unidos. Pero aquí, debido a las circunstancias y singularidad de nuestra situación, permitiré a ambas partes cierto margen con respecto a los testigos que llamen a declarar.
El papel del comandante Clark en el caso se asemeja más al de un oficial investigador. Protesta denegada.
—En ese caso tengo una segunda protesta, coronel.
MacNamara comenzó a exasperarse.
—¿A qué se refiere, teniente?
—Me opongo a que el comandante Clark describa la historia de su llegada aquí. El valor del comandante Clark en el campo de batalla no viene al caso, sólo servirá para crear un gran sentido de credibilidad con respecto al comandante. Pero, como sin duda sabe el coronel, los hombres valerosos son tan capaces de mentir como los cobardes, señor.
MacNamara lo miró irritado. El rostro del comandante Clark era duro e impasible. Tommy sabía que el comandante se había tomado sus palabras como una ofensa, que era precisamente lo que pretendía.
El coronel respiró hondo antes de responder.
—No se extralimite, teniente. Protesta denegada. Haga el favor de proseguir, capitán.
Walker Townsend esbozó una sonrisa.
—Creo que el tribunal debería censurar al teniente, señor, por poner en tela de juicio la integridad de un oficial colega…
—Limítese a proseguir, capitán —rezongó MacNamara.
Townsend asintió con la cabeza y se volvió hacia el comandante Clark.
—Cuéntenos cómo llegó aquí, comandante.
Tommy se repantigó en la silla, prestando atención, mientras el comandante Clark describía el ataque aéreo debido al cual tuvo que realizar un aterrizaje forzoso. Clark no se expresó ni con jactancia ni con modestia, sino de forma concisa, disciplinada y precisa. En cierto momento se negó a describir la capacidad del B-17 de maniobrar con un solo motor, porque, según dijo, era una información técnica y el enemigo podía utilizarla. Al decir esto señaló a Heinrich Visser. Además, dijo algo que a Tommy no sólo le pareció interesante, sino de gran importancia. Según explicó el comandante, antes de que lo llevaran al interior del campo de prisioneros fue interrogado por Visser, que le había hecho unas preguntas que Clark se había negado a responder acerca de la capacidad del avión y las estrategias del cuerpo de aviación. Eran preguntas de rutina, que todos los aviadores sabían cómo responder diciendo simplemente su nombre, rango y número de identificación. También sabían que los hombres que les interrogaban eran policías de seguridad, muy a menudo camuflados. Pero lo que llamó poderosamente la atención a Tommy fue el hecho de que Clark, y por consiguiente los demás oficiales de alta graduación del recinto americano, estuvieran informados de que Visser pertenecía también a la Gestapo.
Tommy miró a hurtadillas al alemán manco. Escuchaba con atención al comandante Clark.
—De modo, comandante —tronó de golpe Walker Townsend—, que llegó un momento en que, como parte de sus deberes oficiales, le fue encomendado que investigara el asesinato del capitán Vincent Bedford, ¿no es así?
Tommy miró al testigo. Ahora es cuando lo suelta, dijo para sus adentros.
—Así es.
—Cuéntenos cómo ocurrió.
Durante unos momentos el comandante Clark se volvió hacia la mesa de la defensa, mirando a Tommy y a Lincoln Scott con frialdad y acritud. Luego, comenzó a desgranar lentamente su relato, levantando la voz para que no sólo le oyera el capitán Townsend, sino todos los
kriegies
que estaban presentes en la sala y amontonados junto a las ventanas y las puertas del teatro. Clark dijo que se había despertado poco antes del alba al oír los silbatos de alarma de los hurones (no identificó a Fritz Número Uno como el hurón que había hallado el cadáver), y que había penetrado con cautela en el
Abort
y había visto el cuerpo de Vincent Bedford. Contó al tribunal que desde el primer momento el único sospechoso había sido Lincoln Scott, debido a la inquina y las peleas entre ambos hombres. También dijo haber observado las manchas de sangre en las punteras de las botas de Scott y en la manga y el hombro derechos de su cazadora cuando el aviador negro había sido interrogado en el despacho del comandante Von Reiter. Los otros elementos del caso, según Clark, encajaron con facilidad. Los compañeros de cuarto de Trader Vic habían afirmado que Scott era autor del arma del crimen y habían informado a Clark acerca del escondite debajo de las tablas del suelo.
Clark tejió cada elemento de la acusación hasta formar un tapiz. Habló de forma pausada, sistemática, persuasiva, con determinación, confiriendo un contexto a los otros testigos. Tommy no protestó por las palabras del comandante, ni por el grave cuadro que esbozaba. Sabía una cosa: no obstante su dureza y rigidez militar, el comandante era un luchador, al igual que Lincoln Scott. Si Tommy le rebatía cada argumento, oponiendo una serie de objeciones, Clark respondería como un atleta; cada batallita sólo serviría para darle renovadas fuerzas y hacer que persiguiera con más ahínco su objetivo.
Pero el turno de repreguntas era otra cosa.
Cuando el comandante Clark concluyó su declaración, Tommy le estaba esperando, como una víbora acechando a su presa entre la hierba. Sabía lo que debía hacer: encontrar un solo punto débil de la sistemática y convincente historia que había relatado el comandante. Atacar un punto crítico y demostrar que era mentira, tras lo cual todo lo demás se vendría abajo como un castillo de naipes.