La guerra de Hart (24 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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Fritz Número Uno le esperaba restregando los pies en el suelo. Hizo un gesto indicando que deseaba fumar. Tommy le dio un par de cigarrillos.

El hurón encendió uno y guardó el otro en el bolsillo de la cazadora.

—No abundan los buenos cigarrillos americanos desde que el capitán Bedford ha muerto —dijo observando con tristeza el hilo de humo. Sonrió con amargura—. Quizá debería dejar de fumar. Es mejor que fumar este sucedáneo de tabaco que nos dan.

Fritz Número Uno echó a caminar cabizbajo, como un perro desgarbado y larguirucho al que el amo ha castigado.

—El capitán Bedford tenía siempre una gran cantidad de pitillos —añadió—. Y era muy generoso.

Se ocupaba de sus amigos.

Tommy asintió, pendiente de lo que decía el hurón.

—Eso dicen también los hombres que compartían con él el dormitorio.

Casi exactamente, pensó Tommy. Palabra por palabra.

—¿Cree que el capitán Bedford —continuó Fritz Número Uno— era apreciado por muchos hombres?

—Eso parece.

El hurón suspiró, sin aminorar el paso.

—No estoy seguro de esto, teniente Hart. El capitán Bedford era muy listo. Trader Vic era un buen apodo para él. A veces los hombres también se muestran listos. No creo que los hombres listos sean tan apreciados como quizá crean. Además, en la guerra, creo que no conviene ser tan listo.

—¿Por qué, Fritz?

El hurón hablaba con tono quedo, sin alzar la cabeza.

—Porque la guerra está llena de errores. A menudo mueren los que no debían morir, ¿no es cierto, teniente Hart? Mueren los hombres buenos, los malos sobreviven. Se mata a inocentes. Mueren niños como mis dos primos, pero no los generales. —Fritz Número Uno imprimió una inconfundible aspereza a las palabras que acababa de pronunciar con tono quedo—. Se cometen tantos errores, que a veces me pregunto si Dios observa realmente. Creo que no es posible evitar los errores de la guerra, por listo que sea uno.

—¿Cree que la muerte de Trader Vic fue un error? —preguntó Tommy.

El hurón meneó la cabeza.

—No. No quiero decir eso.

—¿Entonces qué quiere decir? —preguntó Tommy bruscamente, pero en voz baja.

Fritz Número Uno se detuvo. Alzó la vista rápidamente y lo miró a los ojos. Parecía dispuesto a responder, pero en aquel preciso momento miró sobre el hombro de Tommy, hacia el edificio de oficinas desde el que el comandante administraba el campo. Entonces, de improviso, cerró la boca y meneó la cabeza.

—Llegaremos tarde —dijo en voz baja.

Esta fiase no significaba nada, porque no tenían que acudir a ningún acontecimiento, salvo a la vista, que iba a celebrarse al cabo de varias horas. Hizo un breve y vago ademán, señalando el recinto británico, y conminó a Tommy a que se apresurara. Pero ello no impidió a Tommy volverse y mirar el edificio de administración, donde vio al comandante Edward Von Reiter y al
Hauptmann
Heinrich Visser en los escalones de entrada, inmersos en una conversación aderezada con gestos bruscos, a punto de alzar sus voces airadamente.

Phillip Pryce y Hugh Renaday esperaban a Tommy junto a la entrada del recinto británico. Hugh, como era habitual en él, se paseaba de un lado a otro, describiendo círculos alrededor de su viejo amigo, que manifestaba su impaciencia con más discreción, arqueando las cejas y frunciendo los labios. Pese a que hacía una espléndida mañana, soleada y tibia, llevaba la sempiterna manta en torno a los hombros que le daba un aspecto Victoriano. Su tos parecía inmune a las ventajas del tiempo primaveral, subrayando gran parte de las palabras que pronunciaba con unos sonidos secos y broncos.

—Tommy —dijo Pryce al ver al americano acercarse rápidamente hacia ellos—. Hace una mañana tan excelente que propongo que demos un paseo. Caminaremos y charlaremos. Siempre he pensado que el movimiento estimula la imaginación.

—Más malas noticias, Phillip —le respondió Tommy.

—Pues yo tengo una noticia interesante —contestó Hugh—. Pero tú primero, Tommy.

Mientras los tres hombres caminaban en torno al perímetro, dentro del límite marcado por la alambrada de espino y torres de vigilancia del recinto británico, Tommy les contó lo del hallazgo del cuchillo.

—Seguro que lo colocaron allí para comprometer a Scott —dijo—. Toda la farsa fue orquestada como un acto de magia carnavalesco. ¡Ale hop! El arma del crimen. La supuesta arma del crimen.

Me enfureció ver cómo Clark manipulaba a Lincoln Scott para que accediera a que registraran sus pertenencias. Apuesto mi seguro de soldado que ya sabían que el cuchillo estaba allí. Luego fingieron registrar sus cosas, las pocas que tiene y, ¡qué casualidad!, retiran la cama y comprueban que un tablón está suelto. Quizá Scott ni siquiera sabía que existía un escondrijo debajo de las tablas del suelo. Sólo los veteranos del campo saben de la existencia de esos espacios. Una actuación transparente a más no poder…

—Sí —comentó Pryce—, pero por desgracia eficaz. Por supuesto, nadie se percatará de la transparencia, pero la noticia de que han hallado el arma del crimen emponzoñará aún más el ambiente. Y revestida de una apariencia de absoluta legitimidad. La cuestión, Tommy, no es cómo lo colocaron allí, sino por qué. Ahora bien, el cómo quizá nos conduzca al por qué, pero también podría ocurrir a la inversa.

Tommy meneó la cabeza. Se sentía un poco avergonzado, pero habló apresuradamente con el fin de disimularlo. Aún no había dado aquel salto lógico.

—No tengo una respuesta a eso, Phillip, salvo la obvia: para cerrar todas las escapatorias a través de las cuales pudiera escabullirse Lincoln Scott.

—Correcto —dijo Pryce haciendo un pequeño ademán en el aire—. Lo que me parece muy interesante es que al parecer nos hallamos, de nuevo, en una situación insólita. ¿No observas lo que ha ocurrido, hasta el momento, con cada aspecto del caso, Tommy?

—¿Qué?

—Las distinciones entre la verdad y la mentira son muy finas y sutiles. Casi imperceptibles…

—Continúa, Phillip.

—Bien, en cada situación, con cada prueba que ha aparecido hasta ahora, Lincoln Scott se ve en la ingrata obligación de tener que ofrecer una explicación alternativa al hallazgo de una prueba. Es como si nuestro aviador negro tuviera que desmentirlo todo diciendo: «Permítanme ofrecerles otra explicación razonable para esto, lo otro y lo de más allá.» ¿Pero está capacitado el joven señor Scott para hacer eso?

—Ni mucho menos —murmuró Hugh—. No me costó nada hacerle morder el anzuelo, y yo estoy de su parte. Por lo visto Clark sólo tuvo que decir: «Si no tiene usted nada que ocultar…» para que Scott cayera en su trampa.

—No —convino Tommy—. Es muy inteligente, pero siempre está enfadado y es condenadamente tozudo. Es un luchador, un boxeador y creo que está acostumbrado a pelear. A mi entender, no es buena combinación para un acusado.

—Cierto, cierto —terció Pryce, sonriendo—. ¿No te hace pensar esto en un par de preguntas?

Tommy Hart dudó unos instantes antes de responder con vehemencia.

—Bien, han asesinado a un hombre, el acusado es negro, un lobo solitario y nada apreciado por sus compañeros, lo cual le convierte en el blanco perfecto para prácticamente todo el mundo implicado en el tema, aparte del montón de pruebas que hay contra él y que son difíciles de rebatir.

—Un caso perfecto, ¿quizá?

—Sí, hasta ahora.

—Lo cual no deja de chocarme. En mi experiencia, los casos perfectos son raros.

—Debemos crear un escenario menos perfecto.

—Precisamente. Así pues, ¿dónde nos encontramos?

—Metidos en un lío —respondió Tommy sonriendo con tristeza.

El anciano también sonrió.

—Sí, sí, eso parece. Pero no estoy completamente seguro. ¿No crees, en cualquier caso, que va siendo hora de que utilicemos esas desventajas en nuestro provecho, sobre todo el comportamiento agresivo del señor Scott?

—De acuerdo. ¿Pero cómo?

—Ése es el eterno problema —repuso Pryce soltando una sonora carcajada—. Tanto para un abogado, Tommy, como para un comandante militar. Ahora escucha un momento a Hugh.

Tommy se volvió hacia el canadiense, que parecía a punto de estallar en carcajadas.

—Una buena noticia, cosa insólita y rara en el Stalag Luft 13, Tommy, de las que hasta ahora andábamos escasos. He dado con el hombre que examinó al capitán Bedford justamente donde dijiste que estaría, en el barracón de los servicios médicos.

—Estupendo. ¿Y qué dijo?

—Me explicó algo muy curioso —contestó Hugh sin dejar de sonreír—. Dijo que Clark y MacNamara le ordenaron que preparara el cadáver de Bedford para ser enterrado. Le dijeron que no realizara ninguna autopsia, ni siquiera superficial. Pero el hombre no pudo contenerse. ¿Y sabes por qué? Porque es un joven ambicioso, un teniente más listo que el hambre, condecorado por su valor, a quien no le gusta obedecer órdenes idiotas y que da la casualidad que ha pasado los tres últimos años trabajando en una funeraria que regenta su tío en Cleveland, al tiempo que ahorraba dinero para estudiar medicina. Lo reclutaron poco después de que terminara el primer semestre. Anatomía general, eso fue lo que aprendió en la facultad. De modo que al ver el cadáver el chico se sintió picado por una curiosidad «académica», por así decirlo. Atraído por detalles tan encantadores como el
rigor mortis
y la lividez.

—Hasta ahora me gusta.

—Pues bien, reparó en algo muy interesante.

—¿Qué?

—No mataron al capitán Bedford rebanándole el cuello. Un corte en la yugular no provoca una gran hemorragia.

—Pero la herida…

—Sí, sí, murió a causa de ella. Pero no se la produjeron de este modo…

Hugh se detuvo, se llevó el puño al cuello como si sostuviera un cuchillo y lo movió rápidamente en sentido horizontal como si se rebanara el cuello.

—Ni así…

Esta vez Hugh se colocó frente a Tommy y movió la mano violentamente a través del aire, como un niño jugando a pelear con una espada.

—Pero eso…

—Eso fue lo que pensamos. Más o menos. Pero no, el bueno del doctor cree que la herida que le produjo la muerte… Te lo demostraré.

Hugh se puso detrás de Tommy y lo rodeó rápidamente con el brazo derecho, asiendo al americano debajo de la barbilla con su recio y musculoso antebrazo, alzándolo unos centímetros al tiempo que utilizaba la cadera como punto de apoyo, de forma que los pies de Tommy apenas rozaban el suelo. Simultáneamente, Hugh levantó la mano izquierda, crispada en un puño, como si sostuviera un cuchillo, y golpeó a Tommy en el cuello, justo debajo del maxilar. Un golpe seco y contundente, no un corte, sino una incisión con la punta imaginaria del cuchillo.

El canadiense depositó de nuevo a Tommy en el suelo.

—Jesús —dijo Tommy—. ¿Fue así como ocurrió?

—Correcto. ¿Te fijaste con qué mano sostenía el cuchillo?

—La izquierda —Tommy sonrió—, y Lincoln Scott utiliza la derecha. En todo caso, utilizó la derecha cuando por poco asesta un puñetazo a Hugh. Muy interesante, caballeros. Jodidamente interesante. —Tommy pronunció la palabrota con un respingo, lo cual hizo sonreír a los otros—. ¿Y en qué datos basa su oportuna conclusión nuestro joven doctor en ciernes?

—De entrada, en el tamaño de la herida, y después en la falta de desgarros alrededor de la misma.

Verás, un corte presenta un aspecto muy distinto del de una incisión ante el ojo de un experto, aunque semiformado y parcialmente instruido.

—¿Y un estudiante de primer año de medicina se percató de esto?

Hugh sonrió de nuevo.

—Un estudiante de medicina muy interesante —repuso emitiendo una breve risotada—. Con unos antecedentes singulares.

—Díselo, Hugh —terció Pryce, sonriendo también—. Esto es delicioso, Tommy, sencillamente delicioso. Un hecho casi tan suculento como una buena loncha de rosbif acompañada por una generosa porción de salsa.

—Vale. Suena bien. Dispara.

—Nuestro hombre de la funeraria se encargaba de organizar los funerales de todos los gángsters de Cleveland. Todas las víctimas asesinadas por las mafias locales. Absolutamente todas. Al parecer, antes de la guerra hubo numerosos conflictos de intereses en esa hermosa ciudad. Nuestro doctor en ciernes se encargó de colocar en sus respectivos ataúdes tres cadáveres que presentaban el mismo tipo de herida en el cuello, y, dada la natural curiosidad del chico, preguntó a su tío al respecto. Su tío le explicó que ningún asesino profesional le rebanaría el cuello a su presa porque eso produce demasiada sangre. Es muy engorroso y difícil. A veces el desgraciado a quien acaban de rebanar el cuello tiene aún fuerzas suficientes para sacar una de esas pistolas del calibre treinta y ocho que suelen utilizar los gángsters y disparar unos cuantos tiros, lo cual, como es lógico, impide que el asesino se bata rápidamente en retirada. De modo que emplean otra técnica. Un estilete de hoja larga que clavan en el cuello de su víctima con un gesto ascendente, tal como te he demostrado. De este modo le sajan las cuerdas vocales hasta el cerebro y el único sonido que se percibe es un pequeño borboteo, y el tipo cae fiambre. Es una técnica limpia, apenas deja rastro de sangre. Bien hecha, sólo te arriesga a desgarrarte la camisa cuando el cuchillo pasa sobre el otro brazo.

—Y por supuesto —se apresuró a decir Tommy— le clavan el cuchillo…

—… Por detrás… —le interrumpió Hugh—. No de frente. Es decir…

—… Que fue un asesinato y no una pelea —le cortó Tommy—. Un ataque por la espalda, no un enfrentamiento entre dos hombres. Con un estilete. ¡Qué interesante!

—Precisamente —dijo Hugh emitiendo una breve carcajada—. Una buena noticia, como te dije. Por más defectos que tenga Lincoln Scott, no me da la sensación de ser un tipo que mata a otro acuchillándolo por la espalda.

Pryce asintió, escuchando atentamente.

—Y existe otro aspecto no menos intrigante sobre este estilo de matar.

—¿A qué te refieres? —inquirió Tommy.

—Es el mismo método de silenciar un hombre que el que enseñan en las brigadas de comandos de Su Majestad. Limpio, eficaz y rápido. Y, por extrapolación, quizá lo enseñen tus compatriotas americanos en los rangers. O en algún servicio clandestino.

—¿Cómo lo sabes, Phillip?

El anciano vaciló antes de responder.

—Me temo que sé algo sobre las técnicas de adiestramiento de los comandos.

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