La gran caza del tiburón (28 page)

Read La gran caza del tiburón Online

Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
13.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero, por entonces, parecía necesario proponer un candidato cuyos Gustos Extraños y cuya Conducta Paralegal estuvieran absolutamente fuera de duda… un individuo cuya candidatura forzase los límites máximos de la exasperación política, cuyo nombre despertase miedo y conmoción en el corazón de todo burgués, y que fuese tan patentemente inadecuado para el cargo que hasta el drogota adolescente más apolítico de la comuna más degenerada del condado, gritase: ¡Sí! ¡Debo
votar
por ese hombre!

Joe Edwards no correspondía del todo a esa imagen. Era demasiado respetable quizás para la gente del ácido y demasiado extraño quizás para los liberales: pero era el único candidato que podía ser marginalmente aceptable en ambos extremos del espectro de aquella coalición impredecible. Y veinticuatro horas después de nuestra primera charla telefónica sobre el asunto, dijo: «Qué diablos, ¿por qué no?».

Al día siguiente era domingo y ponían
La batalla de Argel
en el Wheelor Opera House. Quedamos en encontrarnos después, en la calle, pero no fue fácil la cosa porque no le conocía. Así que acabamos dando vueltas un rato, lanzándonos miradas de reojo y recuerdo que pensé, Dios mío, ¿será
él
ese tipo de ahí? Ese monstruo espantoso de ojos huidizos… Un tipo así no puede ganar nunca…

Por fin, tras unos torpes saludos, bajamos hasta el hotel Jerome y pedimos que nos sirvieran unas cervezas en el vestíbulo, donde podíamos hablar a solas. Aquella noche, el equipo de la campaña lo formábamos yo, Jim Salter y Mike Solheim… pero todos aseguramos a Edwards que sólo éramos la punta del iceberg que le llevaría flotando por los canales marinos de la gran política del poder. En realidad, percibí que tanto Solheim como Salter sentían un notable embarazo por el hecho de verse allí… asegurando a un total desconocido que no tenía más que decir que sí y le haríamos alcalde de Aspen.

Nadie tenía idea de cómo se dirigía una campaña electoral. Salter escribe guiones de cine
(Downbill Racer)
y libros
(A Sport and a Pastime).
Solheim era propietario de un elegante bar llamado Leadville, en Ketchum, Idaho, y en Aspen trabaja de pintor de paredes. Yo, por mi parte, llevaba dos años viviendo a unos 16 kilómetros del pueblo, haciendo lo posible por eludir la febril realidad de Aspen. Consideraba que mi estilo de vida no era del todo adecuado para batallar con el sistema político establecido de un pueblo pequeño. Me habían dejado en paz, no habían acosado a mis amigos (con dos excepciones inevitables, abogados ambos), y habían hecho siempre caso omiso a todos los rumores de locura y violencia en mi sector. A cambio, yo había evitado voluntariamente escribir sobre Aspen… y en mis escasísimas relaciones con las autoridades locales me trataban como a una especie de cruce medio loco de ermitaño y tejón, a quien más valía dejar solo todo el tiempo posible.

Así que la campaña del 69 fue quizás un paso más decisivo para mí que para Joe Edwards. El ya había saboreado la confrontación política y parecía gustarle. Pero mi participación personal significaba la destrucción voluntaria de lo que hasta entonces había sido un pacto muy cómodo… y considerando retrospectivamente el asunto, aún no estoy muy seguro de qué me impulsó a hacerlo. Quizás fuera lo de Chicago: aquella estremecedora semana de agosto del 68. Acudí a la convención demócrata como periodista y volví hecho una fiera.

Para mí, aquella semana de Chicago fue muchísimo peor que el peor mal viaje de ácido de que me hayan llegado rumores. Alteró permanentemente mi química cerebral, y lo primero que decidí (cuando al fin me calmé) fue que no me quedaba la más mínima posibilidad de pacto personal de ningún género en un país capaz de incubar un monstruo maligno como Chicago y sentirse orgulloso. De pronto, parecía imperativo parar a los que de algún modo extraño se habían colado en el poder y habían hecho que aquello sucediera.

Pero ¿quiénes eran? ¿Era el alcalde Daley una causa o era un síntoma? Lyndon Johnson estaba acabado, Hubert Humphrey condenado, McCarthy roto, Kennedy muerto y sólo quedaba Nixon, aquel pomposo pedo de plástico que pronto sería nuestro presidente. Fui a Washington a su toma de posesión, esperando que soltase en su discurso una lluvia de mierda tan espantosa que se hiciese astillas la Casa Blanca. Pero no fue así; no hubo lluvia de mierda, no hubo justicia; y al fin, Nixon estaba al mando.

En fin, debió ser la sensación de desastre inminente, de horror a la política en general, lo que me impulsó a asumir el papel que asumí en la campaña de Edwards. Las razones vinieron más tarde, y aún hoy me siguen pareciendo nebulosas. Dicen algunos que la política es divertida; tal vez lo sea cuando vas ganando. Pero, incluso entonces, es una diversión malévola que se parece más a la subida tensa de un viaje con anfetas que a algo tranquilo o agradable. La auténtica felicidad en política es un amplío martillazo a algún pobre cabrón que sabe que le han atrapado pero no puede huir.

La campaña de Edwards fue más una insurrección que un movimiento. No teníamos nada que perder: éramos como un puñado de mecánicos aficionados de mirada estrábica que empujan un coche de carreras de fabricación propia a la pista de Indianápolis y le ven adelantar a un par de grandes Offenhausers en el palo 450. En la campaña de Edwards, que duró un mes, hubo dos fases diferenciadas. En las dos primeras semanas, armamos mucha bulla radical, con no poco embarazo de nuestros amigos, y descubrimos que la mayoría de la gente con la que habíamos contado era absolutamente inútil.

Así que nadie estaba preparado para la segunda fase, cuando la cosa empezó a encajar como un rompecabezas. A nuestras reuniones estratégicas del bar Jerome empezó a ir de pronto mucha gente que quería ayudar. Nos vimos inundados de aportaciones de cinco y diez dólares, de gente a la que no conocíamos. Tras el pequeño cuarto de revelado de Bob Krueger y los denodados esfuerzos de Bill Noonan por recaudar suficiente dinero para pagar una plana de publicidad en el
Times
liberal de Dunaway, pasamos a heredar de pronto todos los servicios de la Escuela de Fotografía «Centro del Ojo» y un crédito ilimitado (después de que Dunaway huyera a las Bahamas) de Steve Herrón en la emisora de radio propiedad del
Times,
que era por entonces la única del pueblo. (Varios meses después de la elección, empezó a emitir una emisora de frecuencia modulada de 24 horas de programación, con hilo musical durante el día y una programación de rock freak por la noche tan fuerte como lo que más de San Francisco o de Los Angeles). Al no haber televisión local, la radio era nuestro equivalente de una gran campaña televisiva. Y provocó el mismo género de áspera reacción que han menospreciado, en ambas costas, candidatos al Senado como Ottinger (Nueva York) y Tunney (California).

Esta comparación es puramente técnica. La propaganda radiofónica que nosotros emitimos en Aspen habría aterrado a eunucos políticos como Ottinger y Tunney. La melodía de nuestra campaña era el
Himno de combate de la República
de Herbie Mann, que poníamos una y otra vez, como lúgubre fondo de encendidas arengas y malévolas burlas contra la retrógrada oposición. La oposición gruñía y bramaba, acusándonos en su ignorancia de «utilizar técnicas de Madison Avenue», aunque lo cierto era que se trataba del más puro estilo Lenny Bruce. Pero ellos no conocían a Lenny; su humor era aún Bob Hope, con un toque tangencial de Don Rickles de cuando en cuando en el puñado de juerguistas a los que no les importaba admitir su afición a las películas sólo para hombres, que solían ver los fines de semana en la casa de León Uris, en Red Mountain.

Disfrutábamos espetando a aquellos cabrones. Nuestro brujo radiofónico, un antiguo cómico de cabaret, Phil Clark, hizo varios cortos que hacían echar espuma por la boca y perseguirse el rabo a la gente, furiosa de rabia. Hubo todo un hilo de humor disparatado y corrosivo en la campaña de Edwards, y eso fue lo que nos mantuvo cuerdos a todos. Producía una satisfacción patente el saber que, aunque perdiéramos, el que nos derrotase no se libraría nunca de las cicatrices. Considerábamos necesario aterrorizar absolutamente al enemigo, para que, aunque obtuviese una hueca victoria, aprendiese a temer cada amanecer hasta la próxima elección.

Esto funcionó magníficamente… o al menos de modo muy eficaz, y en la primavera de 1970 era evidente, en todos los frentes, que la tradicional estructura de poder de Aspen ya no controlaba el pueblo. El nuevo consejo municipal se escindió enseguida en dos facciones permanentes de tres-cuatro, con Ned Vare como portavoz de una parte y un dentista ultraderechista llamado Comcowich de la otra. Esto dejaba a Eve Homeyer, que había hecho su campaña con la idea de que el alcalde era «
sólo un títere
», en la desagradable posición de tener en su mano el voto decisorio cuando se planteaba algún problema conflictivo. Los primeros fueron de poca monta, y votó siguiendo sus convicciones tipo Agnew en todos ellos… pero la reacción pública fue bastante agria, y al poco tiempo el consejo municipal cayó en una especie de tablas inquietantes, en las que ninguna de las dos partes quería poner
nada
a votación. Las realidades de la política de un pueblo están tan cerca del hueso que no hay forma de evitar que cualquiera te insulte por la calle, por tu postura en cualquier votación. Un concejal de Chicago puede aislarse casi por completo de la gente contra la que vota, pero en un lugar del tamaño de Aspen no hay escape.

Y en todos los frentes empezó a manifestarse el mismo tipo de tensión. El director del instituto de enseñanza media local intentó despedir a un joven profesor por exponer ideas políticas izquierdistas en clase, pero los estudiantes se declararon en huelga y no sólo impusieron la readmisión del profesor, sino que consiguieron poco después que fuera despedido el director. Y al cabo de un tiempo, Ned Vare y un abogado local llamado Shellman atacaron tan furiosamente al departamento de obras públicas del Estado, que éste retiró todos los fondos previstos para el proyecto de la autopista de cuatro carriles que iba a cruzar el pueblo. Esto sembró el pánico entre los miembros de la junta municipal. La autopista había sido su proyecto favorito, y de pronto quedaba eliminado, condenado… por culpa de una pandilla de cabrones que eran los causantes de todos los problemas del otoño anterior.

El centro médico de Aspen se llenó de gritos y llantos de cólera y de angustia. Comcowich, el dentista loco, salió como una exhalación de su despacho de aquel edificio y tiró a un joven
freak
de su bicicleta de un puñetazo, gritando: «¡Sucios hijos de puta, os vamos a echar a todos del pueblo!». Luego, volvió corriendo adentro, a su oficina, que queda enfrente de la del buen doctor Barnard (Buggsy) y de su secuaz el doctor J. Sterling Baxter, de similar ideología.

Durante cinco años, estos dos individuos habían controlado los asuntos de Aspen con una jactancia que combinaba los coches deportivos y la velocidad con amantes y jovencitas seudohippies y un aristocrático desdén por los placeres de la profesión médica. Buggsy manejaba los asuntos municipales, y Baxter regía el condado, y durante cinco años mágicamente plácidos, el centro médico de Aspen fue el Tammany Hall de Aspen. A Buggsy le gustaba muchísimo su papel de alcalde. De vez en cuando, perdía los estribos y abusaba lamentablemente de su poder, pero, en general, se portaba bastante bien el hombre. Sus amigos eran muchos y variados: iban desde los traficantes de droga y los motoristas forajidos a los jueces de distrito y los tratantes de caballos… hasta yo era amigo suyo, y, de hecho, nunca se me pasó por la cabeza que Buggsy fuera otra cosa que una gran ayuda cuando iniciamos la campaña de Edwards. Parecía perfectamente lógico que un
viejo freak
quisiera pasarle la antorcha a un
freak joven…

Pero, sin embargo, se negó a irse así por las buenas y, en vez de ayudar a Edwards, intentó destruirle. En determinado momento, Barnard llegó a intentar incorporarse de nuevo a la carrera, y al ver que no había modo recurrió a un títere. Este títere era el pobre Gates, que sufrió (junto con Buggsy) una derrota ignominiosa. Les machacamos por completo, y Barnard no podía creerlo. Poco después de que cerraran las urnas, bajó al ayuntamiento y contempló lúgubremente el tablero en que el funcionario empezaba a colocar los resultados. Las primeras cifras le dejaron visiblemente conmocionado, al parecer, y a las diez en punto, vociferaba incoherente «fraude» y «recuentos» y «esos sucios cabrones me engañaron».

Un amigo suyo que estaba allí, lo recuerda como una escena espantosa… aunque quizás pudiera haberle gustado a Dylan Thomas, dicen que el alcalde se enfureció muchísimo ante la agonía de la luz.

Y con esto podría haber concluido una historia muy triste… pero Buggsy se fue a casa aquella noche y empezó a trazar febriles planes para volver a ser alcalde de Aspen. Su nueva plataforma de poder es un bodrio llamado «Liga de Contribuyentes», una especie de cuerpo de élite de reserva de los Alces y Águilas más borrachines, cuyo único punto de coincidencia real es que todo animal de este mundo que haya caminado sobre dos piernas menos de cincuenta años es malvado, marica y peligroso. La Liga de Contribuyentes es un ejemplo realmente clásico de los que los antropólogos denominan «tendencia atávica». A la escala del proceso político, aún siguen coqueteando con la propuesta peligrosamente progresista del senador Bilbo de enviar a todos los negros de vuelta a África en una flota de barcazas de hierro.

Este es el nuevo electorado de Buggsy. No
todos
son borrachos malévolos y tampocos son
todos
deficientes mentales. Algunos están verdaderamente confusos y asustados ante lo que parece ser el fin del mundo que conocen. Y esto es triste, sin duda… pero lo más triste de todo es que, en el contexto de este artículo, la Liga de Contribuyentes tiene bastante peso. En los últimos seis meses, el grupo se ha convertido en el bloque electoral más coherente y eficaz del valle. Han derrotado sin problema a los liberales en todos los últimos enfrentamientos (ninguno crucial) en los que todo se ha reducido, en último término, a la cuestión de saber quién tenía más fuerza.

¿Quién en realidad? Los liberales no pueden hacer nada… y, desde que acabó la campaña de Edwards, nosotros hemos evitado deliberadamente movilizar el bloque del poder
freak.
La capacidad de atención política del
freak
medio es, según nuestra opinión, demasiado reducida para utilizarla en cualquier maniobra de poca monta. Casi todos los que trabajaron el año pasado en la campaña de Edwards, se convencieron de que habría ganado fácilmente si las elecciones se hubieran celebrado el 14 de noviembre en vez del 4… o si hubiéramos empezado a trabajar una semana antes.

Other books

Just One Night by Cole, Chloe
Coldbrook (Hammer) by Tim Lebbon
Jack and Susan in 1913 by McDowell, Michael
Double-Crossed by Barbra Novac
El códice Maya by Douglas Preston
Spice by Sortun, Ana
Fear Drive My Feet by Peter Ryan